La Nación, 24/02/1981
En este fin de siglo, Occidente parece acercarse a la solución final del problema del desnudo.
Cada década nos dejó una nueva porción anatómica en descubierto. Fuimos como el azorado hijo del médico que avanza por las sucesivas láminas del libro de Testut en una excitante siesta de verano.
Aquello que se le prohibió a Hedy LBmarr reaparecería veinte años después en Gina Lollobrigida. Lo impedido a la Pampanini lo traería Sylvia Kristel. Los censores, hay que reconocerlo, nos ayudaron a preservar durante unos lustros más el delicioso candor infantil.
La larga marcha del desnudo, acelerada en las tres últimas décadas, produce reacciones no carentes de proyección filosófica.
Una de las protestas más curiosas la escuché de una señora veneciana; de regreso de sus vacaciones en Cerdeña donde el top‑less (y aun mas) es moneda corriente. Afirmó que «el desnudo es fascista» en Italia, donde tantos ex fascistas se democratizaron con entusiasmo de conversos, ese calificativo es el más duro y desprestigiador.
En su comentario había cierto resentimiento de la cuarentena, que es época de declinación moralizante en la mujer y de vigoroso reverdecimiento masculino. Ella se refería a la prepotencia de los bellos cuerpos que imponen una excluyente aristocracia en playas y piscinas. Coincidía, tal vez sin saberlo, un Sartre, quien afirmó que la esencia del fascismo es el desprecio. Es evidente que el desnudo juvenil conlleva una jactancia y la denuncia y descalificación de lo blando, lo arrugado. Así como hay una aristocracia de sangre, los jóvenes están imponiendo la de la piel. Las respuestas igualitarias, democráticas y antifascistas (si queremos seguir con el lenguaje político de la señora veneciana) son la cosmética y las ropas. Y estas respuestas son, las que entraron en crisis. Del bikini de posguerra hemos alcanzado el top‑less, y el desnudo nórdico se extiende desde los saunas a las playas meridionales. El imprevisible diablo de la moda prestigia más los cuerpos que las ropas. En todas las ciudades del mundo surgen esas vehementes precursoras (a veces de las clases sociales más elevadas) que difunden el proceso de destape.
Hay civilizaciones que se recuerdan ‑o se imaginan‑ aliviadas de ropas: tules helénicos, tangas egipcias o mayas, túnicas romanas. Nuestro Occidente hizo de la ropa un principio moral y hasta una calificación del poder (de la vestidura a la in‑vestidura). El Judeocristianismo de Occidente propició una cultura textil y hasta vinculó la moral con los tejidos. Estar desnudo o vestido tuvo que ver tanto con la metafísica como con el frío. Sólo se permitió cierta desnudez en gente otrora totalmente descalificada; negros, locos, indios, prostitutas.
No era licito exhibir el cuerpo desnudo, era pecado, y más aún: incitación y sugerencia de pecado. Esta conducta se originó en la noción judaica de la caída. Otra hubiera sido la historia ‑o las costumbres‑ si el pecado original hubiese tenido otra sustancia condenable (por ejemplo un robo de manzanas, la torcedura de un tobillo o la desagradable amistad con las serpientes). Acabada la desnudez primigenia y paradisíaca, el cuerpo fue condenado al exilio visual por su calidad de agente provocador. Prohibido, velado, dejó de ser algo natural y se transformó en delicioso mito, en obsesión secular. Desde entonces soportamos sus traviesos asomos, sus insinuaciones demoníacas. Tal vez la cura textil fue peor que la enfermedad.
Lo cierto es que esta prolongada concepción metafísica originó, entre tantas cosas, la maravillosa rebeldía plástica renacentista, la cabalgata o exabrupto de Lady Godiva, los repulsivos porno‑shops y la enconada lucha de los censores contra el público «sensato y maduro”.
Curiosa confluencia de censores y libertinos
He tenido la suerte de hablar hace poco con uno de los más destacados censores. Confesaba su rotunda derrota y su desaliento ante el poder del desnudo.
Después de cuarenta años de actividad, censoria y cisoria, este hombre podía ser considerado un verdadero y abnegado pararrayos del mal, en beneficio de la comunidad, de todos nosotros.
Confesó, desilusionado, que todo lo cercenado en los años 40 había reaparecido con reverdecida fuerza en los 50. Los cortes del 50 parecían ya innecesarios en el 80, y así sucesivamente, Todos sus tijeretazos habían sido en el agua. Toda aquella cirugía plástica frente a la moviola, una pasión inútil.
Pude observar que este hombre, a pesar de la indigestión anatómica y de imágenes eróticas, estaba moral y físicamente indemne. Aunque se había jubilado, seguía colaborando con sus sucesores aportándoles experiencia, se puede decir que había sido un verdadero cobayo moral. Su salud corporal y metafísica indicaba que la terrible pornografía no es siempre letal. Me atreví a sugerirle, con base en lo anterior, que tal vez sería conveniente que después de los cuarenta, sesenta o setenta años se permitiesen ver las imágenes que el público quisiese. Es quizás licito impedir ciertas visiones a los jóvenes de catorce, dieciocho o veintiuno. Estos suelen ser los protagonistas directos de muchas cosas y no tiene sentido que no se les prohíban ciertas vistas redundantes. El problema es para la gente mayor proclive a las artes visuales y sobre quienes se tiene la seguridad de que no se producirán efectos nocivos (como es el caso de tantos censores que resultaron indemnes).
Estoy seguro de que me escuchó más como a un tonto que como a un disolvente.
Por otra parte, y siempre en el tema, he conocido libertinos capaces del mayor elogio de la censura y coincidir con los censores en un común horror ante las liberalidades escandinavas y anglosajonas.
Para esos libertinos el develamiento definitivo de los cuerpos, el retorno total a lo natural equivaldría al fin del misterio del encantamiento. Quedarían como monjes sin su dios.
Estas personas saben perfectamente el riesgo que corren con la imposición del desnudo. Saben que todo un delicioso sistema de frustraciones y de perversiones, vigente desde la caída de Roma, tocaría a su fin. Desaparecería la siempre renovada aventura del desnudamiento de los cuerpos. Todo resultaría soso sin el ingrediente metafísico del mal y de la culpa.
Conozco a alguno de estos libertinos bien de cerca. Sé que estiman el cuerpo como el único espacio de la Tierra donde permanece un misterio por descubrir. El destape colectivo e impúdico es para ellos, apasionados Stanleys y Livingstones de la vida, cotidiana, el fin de las delicias.
Hay quien piensa que si los censores y los libertinos se uniesen, más allá de los obvios prejuicios que los separan, se podrían conservar muchos valores en peligro de extinción.