Línea, 27/03/2003
El País, 28/04/2003
En estas semanas de «temblor y temor», más allá del lamentable partidismo de guerra o paz, hemos percibido a todo un pueblo mundial, global, recorrido por un miedo que se sitúa en la inminencia de una mutación profunda, algo que trasciende los desórdenes normales de un mundo que lucha por el orden.
Millones de hombres comunes, de buena voluntad, sienten que en su Occidente se está cerrando una etapa en la que, de algún modo, hemos evitado la catástrofe nuclear y, mal o bien, hemos logrado preservar cierto respeto de las soberanías nacionales y del diálogo internacional, pese a la creciente debilidad de las Naciones Unidas. Los poderes dominantes todavía respetan los gobiernos y las intervenciones se hicieron más o menos subrepticiamente, o con culpa, ante el no negado Principio de No Intervención, pilar maestro de la filosofía de las Naciones Unidas.
Pero en el último lustro hemos vivido la creciente violación de las normas del Derecho Internacional. Una corriente de prepotencia arrasa con los principios laboriosamente edificados desde 1945 y que de algún modo son el resultado de un humanismo que fundamentaron admirablemente pensadores y tratadistas, preferentemente anglosajones. Hoy toda una moral internacional entró en crisis y el mundo entero, salvo algunos estrategas ilusos, teme el paso hacia la voluntad de poder descontrolada. Hacia la voluntad del más fuerte, hacia la razón del militarmente poderoso.
Después de Kosovo, de Panamá, del bombardeo de la infraestructura de Yugoslavia y de la cacería infructuosa de Bin Laden, sentimos que la ONU, aspiración y flébil realidad para garantizar una verdadera democracia internaciones, está confrontada a un momento decisivo, ante su hora de la verdad, por el ataque a Irak decretado por la potencia, o prepotencia, sobreviviente.