La Nación, 20/04/1980
Lo vi por última vez en la plaza San Marcos, en Venecia; era verano y ocupaba una de las mesas de afuera del café Florián mal vestido. Acompañado con una mujer de rodete con cierta prepotencia de agriada profesora de latín: Simone de Beauvoir.
De él no emanaba ninguna luz, ni alegría, ni impulso. Su cuerpo (su existencia era algo secundario para este sansón metafísico) era algo que parecía llevar con pesar, como un impermeable en un día de sol.
Cuando pagaron, ella tomó la delantera con cierta impaciencia, porque él caminaba lentamente, arrastrando los pies. Creo que esta visión respondía a su desilusión final, a la última desdicha de alguien que casi invariablemente se había dejado tentar por el resentimiento y el odio.
En esta semana París está conmovida por su muerte. De la masa de artículos me parece entrever que se lo trata de valorar por lo que pudo haber significado más que por lo que estrictamente significó a través de sus palabras y sus resonantes posturas políticas.
Pudo ser un gran discípulo de Voltaire: cáustico, provocador, contradictorio, buscador de lo olvidado y de lo desconocido. O sea un elemento indispensable de esa “cultura de Occidente”, que ha de crecer, de autonegarse de la libertad de volver a creer. La palabra «cuestionar» ‑‑que merecería ser un galicismo- es la que mejor cuadra para describir esta posibilidad
Sartre fue un gran suscitador cultural; sin él el escenario de la Europa de posguerra nos parecería casi vacío. Pero a diferencia de Voltaire no supo llegar a resultados constructivos. Su auge llevó a la difusión de una literatura de sótanos, de condenados y de prostitutas filosofales, que se expandieron por todo el mundo con sombrío fervor. Lo único entusiasta de esta literatura consistía en negar toda alegría de vivir. El negro mundo sártriano tenía algo radicalmente frívolo: Sartre padeció una obstinada adversión por el mundo al que pertenecía y donde era (como escritor). Había en él un implacable resentimiento apenas oculto por elecciones políticas y razonamientos enjundiosos: Es por esto que nadie acercaría a la palabra «quijotismo» a sus famosos dislates políticos.
Parecía empeñado en querer redimir definitivamente al nombre del error y de la explotación, creándole una verdadera posibilidad de libertad, pero no supo liberarse al mismo de su imprudencia y de su radical falta de amor. Por esto, por no haber tenido amor, no pudo ser poeta ni comprender a los poetas.
Creyó trabajar para destruir la estructura judeocristiana Pero él mismo estaba anegado de culpa y de un equivocado deseo de salvación que le hizo despreciar el cuerpo y la vida (su horror a lo burgués tiene origen puritano).
Esta falta de amor; de poesía, maleó su obra que envejeció antes que su cuerpo. Su obra filosófica carece de originalidad a pesar de gran aliento y la pasión creadora. (Nunca aclaró debidamente su deuda con Heidegger, raíz de su mejor pensamiento filosófico). Al parecer fracasó en su mayor empeño que fue el de constituirse en una especie de Santo Tomás de nuestro tiempo al intentar inyectarle al marxismo, la «nueva fe», una razón humanista.
Su teatro parece grandilocuente e ideológico. Pienso que lo que mejor perdura en su novela «La Náusea» y los cuentos de «El Muro».
Tenía conciencia de su fracaso en el orden de lo estético y tal vez por eso dedicó dos gruesos volúmenes a Flaubert y a Jean Genet, dos maestros del idioma, dos artistas puros.
Muchos fracasos, muchos errores. Pero estos grandas fracasos forman también parte de esos inefables caminos con que se teje la maravillosa cultura de Occidente.