La Vanguardia, 11/05/1982
Existe en torno a la batalla naval que se está desarrollando en las Malvinas entre argentinos e ingleses dos líneas básicas de comentarios. Están quienes hablan prioritariamente de soberanía, eligen uno de los bandos y argumentan con razones históricas y geográficas. Dentro de esta misma línea hay quienes sutilizan más la cuestión y puntualizan razones geopolíticas, energéticas, estratégicas. Pero existe otra línea ‑que, a veces, es verdad, se superpone inteligente o burdamente con la anterior que comenta las razones políticas de la actitud argentina por un lado y, por otro, de la británica. Esta línea de comentario se ocupa de explicar hasta qué punto ambas actitudes actúan como emergente directo de problemas internos: dos gobiernos ‑muy distintos entre sí, por lo demás con graves problemas económicos y uno de ellos (el argentino) con un fondo de represión que habría que tapiar de cualquier manera se han entregado a esta lucha anacrónica como recurso último, como manera de reencontrar fortalezas perdidas o desprestigiadas. Sin embargo, los puntos de vista divergentes sobre la actual guerra que incluye esta página están a cargo exclusivamente de opinantes argentinos. La razón es simple: voces nacionalistas se oyen tanto en uno como en otro bando pero Inglaterra cuenta con un Parlamento activo y diverso y una prensa libre.
La guerra y la izquierda justina
La flota thatcheriana en todos los frentes. La naturaleza colonial‑imperial del esfuerzo es bien clara: en 1833 los ingleses las usurparon con impunidad pero no con consenso argentino: 150 años de continua reclamación diplomática. En 1965 la Asamblea de las Naciones Unidas, a petición del Comité de Descolonización, reconoció el problema colonial. Inglaterra y Argentina negociaron desde entonces durante 16 años sin resultado alguno. O con el resultado que está a la vista.
Los argentinos, sin derramar gota de sangre, ocuparon sus islas el 2 de abril. La reacción irresponsable de la Thatcher es la prueba fehaciente que durante aquellos 16 años no pensaban devolver las Malvinas: mandan la flota a sembrar muerte inútil con tal de no dejárnoslas.
Los ingleses están ante la evidencia de su cinismo: o negociaban para chicanear, mentir y no devolver las islas (donde los argentinos pagaban todos los gastos) o es peor: reaccionaron, poniendo en peligro la paz mundial, por mero orgullo.
Se da algo tragicómico: si atacan y matan, como dice, en nombre del Derecho Internacional, después de arrasar las islas y acabar con los inocentes pingüinos ‑sin contar los otros habitantes que desprecian: ingleses de segunda y argentinos‑ tendrían que devolvérselas como dos tortitas quemadas a los argentinos, en base a ese mismo Derecho Internacional y el mandato de 1965 de las Naciones Unidas.
(El enigmático Novalis escribió que al mundo le espera un destino cómico.) Por este chiste, tal como van las cosas, hasta podría haber una guerra mundial.
Imperialismo y humanismo
Esto es lo importante, lo trágico, lo mayor. Pero proliferan en los diarios voces que se ocupan de cosas que son importantes, pero ya menores. La macropolítica desplazó a la micropolítica. Preguntarse si el Gobierno Militar invadió las Malvinas para renacer como un Ave Fénix es inútil. En política sólo existe el presente y el futuro: lo demás es adjetivo, devaneo para principiantes de principistas.
García Márquez, que cuando charla y sermonea de política parece más bien García Sanchiz, se largó a reclamar por los problemas humanos, mezclando alevosamente la naturaleza de los problemas.
En su ingenuidad poética no se da cuenta de que es lo mismo que dice la Thatcher: encubre la realidad mayor, determinante, de un acto imperial, con un gesto de humanismo. Presenta los submarinos nucleares como el brazo armado y santo de Amnesty International. García Márquez, como tanto autor que cobra fama en la literatura y luego se desvía hacia la vanidad política con abuso y malversación de prestigios, debería recordar que todo imperio apoya sus matanzas en una moral o en una cosmovisión salvadora de conmovedor humanismo: los ingleses acusaron a los hindúes de vivir bajo el régimen corrupto de los rajaes y marajaes, a los chinos de estar sometidos a señores de la guerra (descomunales torturadores), a los negros de ser negros, desordenados y tribalistas desconocedores del sistema bicameral con Speaker. En los tres casos desembarcaron a palos para redimirlos.
Una profunda mutación política
Hay muchos argentinos que piensan tipo García Márquez. Sus elucubraciones son menores. Estos intelectuales (muchos de ellos forman esa brigada de psicoanalistas apesadumbrados que hoy padece España), siempre comprendieron mal los cambios: en 1946 acusaban a Perón y Evita de nazis, con la misma injusticia con que hoy los adoran a la salida de «No llores por mí Argentina». En aquel año se pusieron al lado del embajador norteamericano, Braden, y contra la mayoría.
Hay un izquierdismo bobo, indisciplinado y opinativo que hace mucho daño. Es la izquierda justina: como el masoquista personaje de Sade, prefieren la violación y los palos en nombre de una sacrosanta virtud que sólo usan para acusar. Su profesión es poner en evidencia el mal de los otros en vez de imponer su bondad, el bien.
La realidad es que la guerra de las Malvinas es un momento de profunda mutación en la política argentina. La política es dinámica y el 2 de abril, cuando se recuperaron las islas, no fue día que duró 24 horas, tal vez ese día duró veinte años: en política ni el tiempo ni el espacio se cuentan como en el almanaque de la antesala del dentista.
La realidad: un frente de países latinoamericanos, con España, furiosos con los despreciadores de nuestro mundo, los explotadores de siempre. Un frente que ve desde Cuba hasta China, desde Nicaragua hasta la URSS y los países no alineados de absoluta solidaridad con Argentina. ¿Dónde se ubica García Márquez y la brigada de psicoanalistas?
¿O es que el amigo García Márquez se está proponiendo como undécimo miembro del Mercado Común Europeo y quiere quedar bien con los ingleses, como andan diciendo?