Diario 16, 2/10/1993
Las relaciones peligrosas de Martín Heidegger, La Prensa, 21/08/94
El debate internacional en torno al nazismo de Heidegger tomó un carácter verdaderamente terrorista, casi digno de los tribunales nazis. El filósofo está sometido a una especie de permanente, incesante, Tribunal Russell. La culpabilidad parcial de Heidegger es utilizada por muchos apurados en descalificar su filosofía in totum. Otros pretenden exculparlo presentándolo como un táctico que pretendía evitar males mayores en su universidad. Libros sensacionalistas y exitosos como el de Farías (el éxito que tuvo con Heidegger lo impulsó a intentar vender la desacralización de Borges) pusieron de moda el tema y ahora hay que seguir camino adelante con todos los aportes posibles porque el tema de incriminar toda una filosofía por coincidencias políticas o por afiliaciones hace un gran daño a la cultura filosófica de nuestro tiempo.
Los que hemos leído suficientemente sobre la materia creo que podríamos partir de una pregunta esencial: ¿Por qué filósofos que fueron víctimas del nazismo, y judíos, como Hannah Arendt y Herbert Marcuse, retiraron sus acusaciones de la inmediata posguerra y afirmaron plenamente la honestidad de Heidegger y la independencia de su pensar?
Antes de que se concretase en Alemania el triunfo de la ideología nazi, Heidegger había plasmado los puntos esenciales de su pensamiento solitariamente revolucionario. En 1927 escribe Ser y tiempo. Un libro fundamental que seria rechazado por la terna de profesores que encabezaba Eduardo Spranger. Es la Alemania donde agoniza la república hiperinflacionaria de Weimar. Son tiempos revueltos que engendran un extremismo nacionalista y un internacionalismo dominado por la virulencia comunista. Heidegger había crecido imbuido de la ideología conservadora (matizada por el catolicismo campesino) del sur profundo y raigal. Vería en aquel Berlín cosmopolita una especie de gran salón de Kabarett. Resulta difícil decir la verdad en estos tiempos de galopante hipocresía: podemos imaginar que el joven profesor suabo simpatizaba y defendía las posiciones de los nacionalistas y conservadores. Podemos imaginar que se fue volviendo tan nazi como la mayoría alemana que saludó a Hitler como el partido del orden y de la tradición (no el partido del terror, de la Gestapo, del atroz racismo ni de los hornos crematorios). En 1933 la esencia criminal del nazismo estaba oculta. Se fue formando una mayoría entusiasta que saludó en el ascenso de Hitler el renacimiento de Alemania y el fin de la bolcheficación. Además, para los conservadores y los tradicionalistas sureños se presentaba como el partido anticosmopolita. Eran el tipo de conservadores existentes en toda Europa que tenían y tienen un reflejo de antipatía hacia la presencia intelectual judía en la universidad, el arte, las finanzas, el periodismo, etc. Usando la arriesgada pero útil expresión que utiliza Thomas Sheenan, Heidegger se fue transformando en un nazi normal. Aceptaban ese movimiento histórico o convulsiva aparición sin ver el huevo de la serpiente. La violencia de las juventudes nazis les parece más bien una explicable respuesta ante la violencia revolucionaria de la anarquía y de la izquierda revolucionaria. En 1933, por razones tácticas, el nazismo utiliza una apariencia de legalidad y el prestigioso apoyo que le confiere el mariscal Hindenburg. Por entonces la mayoría de la comunidad judía permanece en el país (como Heidegger y tantos intelectuales y políticos de todo el mundo, no imaginaban que nacía el sendero que pasaría por la Noche de los Cuchillos Largos y terminaría en el Holocausto y los sesenta millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial).
Hasta aquí las casi vulgares coincidencias del ciudadano Heidegger. Más interesantes son las conexiones ideológicas.
La explicable pero ya no justificable demonización del nazismo impidió un análisis profundo de su origen ideológico y de sus creencias ocultas. Mantener al nazismo en el prestigio de lo demoníaco es un grave error, impide comprender esas razones ocultas que lo hicieron posible y que lo hacen todavía permanecer transfigurado.
Estamos viviendo en peligrosos tiempos prenazis y correspondería un análisis adecuado de los mitos y las ideas centrales de ese movimiento. Ya no se puede seguir hablando de un episodio patológico, exclusivamente.
La ideología heteróclita y sentimental del nazismo se fue conformando con muchos materiales que también impresionaron al joven Heidegger, revolucionario filosófico independiente, que vería su tesis doctoral (nada menos que Ser y Tiempo) rechazada por una universidad dominada por e1 pensar de la decadencia.
Tanto el nazismo como Heidegger en sus etapas formativas coincidieron en algunos puntos centrales:
El nazismo se presentaba como un movimiento poético‑ideológico restaurador de la mitología germánica. Llevaba la pasión nietzscheana de alcanzar la «transmutación de todos los valores» afirmados por el largo desvío de dominación judeocristiana en Occidente. Se inscribía en la tradición wagneriana de la Alemania profunda, vinculada a la de Fichte, Schelling y los líricos mayores. Postulaba un renacimiento de dioses auténticos sobre los restos de la «muerte de Dios».
‑El nazismo exhibía un novedoso costado ecológico, de retorno a la naturaleza, tal como lo expresaba Walter Darré en sus discursos. Para Heidegger, que veía en el modelo anglosajón de la idea de modernidad, y especialmente en la tecnología, el mayor de los peligros, se comprende que el lenguaje de los nazis le haya sorprendido. El intelectual descree de la posibilidad de ver encarnadas sus ideas por los movimientos políticos. Heidegger sintió seguramente que el nazismo, inesperadamente, se investía con mitos germánicos y hasta cocí una voluntad digna de las mejores nostalgias de Nietzsche.
‑Heidegger descreía de la democracia pluralista. En ese tiempo, tanto la izquierda como la derecha europeas participaban más de la idea del conductor o del héroe político como podrían definirlos Carlyle o Max Scheler. Muchos conservadores (como los izquierdistas) no consideraban que la democracia pluralista pudiera conllevar dimensión ética alguna. Más bien les parecía un azar masificador, una hipócrita recomendación de los anglosajones. No oponían muchos reparos ante el voluntarismo del führer. Después de la experiencia caótica de Weimar, la democracia les parecía la sustitución de los seizores por la plebe, el Brahmin desplazado por una envilecedora alianza de los vaishas, los comerciantes, con los parias.
1933‑1934: Breve confluencia, silencioso alejamiento
En marzo de 1933 Heidegger asume el rectorado de la Universidad de Friburgo. Es un acto claro y decidido, «un compromiso», como diría Sartre (que sólo justificaba esas servilidades cuando iban hacia la izquierda). Viste el uniforme nazi, inicia sus clases con el saludo romano. Seguramente se siente un protagonista de «el Nuevo Comienzo», del des‑ocultamiento del Ser. Como suele pasar con los intelectuales cuando descienden a la política, prefirió las alturas ideológicas e históricas a los detalles de policía secreta, defenestraciones, grupos de choque. Le pasaba como a la legión de intelectuales que apoyaron a Stalin. Heidegger se creyó un «nazi superior». En Hitler y Mussolini vio dos neonietzscheanos. En su famoso discurso del rectorado expresa la servilización de la universidad al movimiento que cree renacentista; asegura, además, la adhesión total al fuhrer. En el temprano 1933 esa honestidad podría conmover. Observada después del Holocausto puede espantar como las declaraciones stalinistas durante la Guerra de España (de Gide, Malraux, Neruda, Orwell y centenares de notables) cuando se leen después de las revelaciones del universo Gulag.
Heidegger ejercita su poder reorganizando los estudios filosóficos con la pasión de quien siente que Alemania es la heredera filosófica de Grecia y la lengua germánica la única que, como el griego, «habla el lenguaje del Ser». Se comporta notoriamente mal con Husserl, su maestro (judío), y se distancia de Karl Jaspers.
Distancia o hace expulsar a varios profesores judíos y católicos. Cree, tal vez como la mayoría de los profesores conservadores, que hay demasiado avance de los judíos en Alemania en la universidad, en periodismo, las artes, etc. Quizás alguna vez, en sus meditaciones solitarias y finales, haya conjeturado que aquel gesto suyo conllevaba la proyección de los horrores de Auschwitz.
En cuanto a los católicos, su batalla ideológica era contra el judeocristianismo, como una cultura persistentemente invasora, que había anulado las raíces de la germanidad y de la paganidad grecolatina.
Aunque el Tercer Reich se prometía una dominación de mil años, Heidegger, a los once meses de asumido el rectorado, decide renunciar. Este es un hecho aparentemente inexplicable que merecería la atención del Tribunal Russell. ¿Qué pasó? Tal vez la respuesta más válida la podamos tener de parte de Ernest Jünger, su amigo. Este ironizó sobre el tremendo orgullo de Heidegger quien se sintió más bien defraudado por el nazismo tal como lo aplicaban. Lejos de disculparse, Heidegger más bien esperaba «que Hitler volviese a la vida para pedirle perdón por haberlo hecho equivocar», escribe Jünger.
Heidegger nunca dio una explicación clara de su alejamiento, de la misma manera que nunca quiso «arreglar» los hechos o sus escritos para aliviar su coincidencia con el nazismo. Sentía que lo que él había pensado mucho antes del advenimiento nazi, era un pensar legítimo e inocente. El nazismo se había acercado a él y no él al nazismo (del mismo modo como ese movimiento podría tener conexiones con los Caballeros Teutónicos, con los ocultistas de las Germanorden o con las poéticas de Hólderlin, de Nietzsche, de Stefan George, o las heroicidades pangermanistas de Wagner).
Cuando en 1953 se editaron sus famosos cursos de Introducción, a la Metafísica se negó a corregir la comprometedora frase, pronunciada en 1935, donde reconocía su coincidencia ideológica con el nazismo: «Lo que hoy se ofrece por todas partes como filosofía del nacionalsocialismo ‑pero que no tiene nada que ver con la interior verdad y grandeza de este movimiento (a saber, el contacto entre la técnica planetariamente determinada y el hombre moderno‑ hace su pesca en esas turbias aguas de valores y totalidades. (Traducción de Emilio Estiú).
La interior «verdad y grandeza» del movimiento se refería a la voluntad de renacimiento, a la paganización, a la liberación del judeocristianismo occidental. Heidegger renunció tan temprana y silenciosamente a su cargo porque 1934 se mostraba como el año clave en el camino nazi de violencia genocida y de patología biológico-racialista. En junio se produciría el episodio clave de la Noche de los Cuchillos Largos en el que supuestamente murieron varios amigos de Heidegger y el mismo jefe de las Sturm abteilungen, Otto Róhm.
Sospecharía seguramente que su tarea era mucho más incómoda y peligrosa de lo previsto. Se sabe que tenía que lidiar con muchos enemigos universitarios. Sentiría que se desprestigiaba. Pero lo esencial era que el nazismo de Hitler ya no obedecía a sus propios mitos de Fúhrer filosófico. Desde entonces vio en el nazismo una gran posibilidad perdida (como lo expresa tácitamente su frase apuntada). La posibilidad del Nuevo Comienzo, del retorno del Ser, que hubiese llevado a nuestra generación a «la mayor aventura desde los tiempos de Platón», según Heidegger.
Desde entonces se mantendrá retirado en su cátedra, sin ser ya bien visto por las autoridades de la cultura nazi. Hitler y su gente lo habían desilusionado. No le pidieron disculpas. No recibió privilegios ni mayor consideración. En 1944 fue movilizado sin mayores consideraciones para cavar trincheras, cuando se avecinaba la Gotesdammerung.
Obstinato finale
Cuando conocía Martin Heidegger en 1973, me encontré más bien con un campesino suabo que por su indumentaria casi tiraba a personaje de Breughel. No quedaban en él, a sus 85 años, rastros de profesor o de palidez de vida académica. No parecía ni un intelectual ni un pensionado y esto es importante para la vejez de un filósofo. En ese momento era todavía mala palabra, un exiliado de todas las universidades alemanas. Padecía el consabido complot de los moralistas. Era el apogeo de la Escuela de Frankfurt, no se lo citaba, se lo ninguneaba.
Lucía una camisa azul a rayas, de esas antiguas, sin cuello pero con un ojal para abrochar esos postizos de celuloide. Llevaba un chaleco de traje, zurcido en los cuatro bolsillos que no coincidía con el pantalón más que en haber pasado la guerra juntos. Lo más notable eran los botines o borceguíes, con muchas mediasuelas, tan «cargados de existencia» con los zapatones pintados por Van Gogh que le inspirarán uno de sus más lúcidos ensayos sobre el arte. Estaba de paso por Friburgo. Ya no le gustaba abandonar su casa de madera (sin luz eléctrica ni agua corriente) que se construyera entre los bosques y los altos prados, muchos años atrás. En una de las cartas que se reproducen, comunica la imposibilidad de trasladarse al‑ castillo de Duino‑ y afirma: «Nos mantenemos en total apartamiento en nuestra casa de retiro de Rótebuckweg». La palabra «ecología» todavía no tenía notoriedad, pero entre su indumentaria y su apartamiento campestre había un claro mensaje de repudio a esa Alemania que había optado su triunfal‑fatal camino de economicismo.
He publicado esa entrevista y los detalles de su hábitat. También la traducción del Feldweg (El Sendero en el Campo); un breve relato al que atribuía el valor de una metáfora de sus opiniones acerca de la sociedad tecnológica que malvivimos.
En lo que hace a los temas de este artículo, pese a que estábamos a veinte años de la actual crisis mundial y todavía con ambas superpotencias en auge y confrontación, tenía la seguridad de que tanto el capitalismo como el comunismo se acercaban a un catastrófico «1984» por distintos caminos pero por el mismo motivo esencial: la insumisión de la técnica a todo dominio humano.
Su pensamiento era el mismo de 1923 y el que expresara en 1935 acerca de la cultura europea apresada entre los extremos de «la gran tenaza formada por Rusia y Estados Unidos». Esa tenaza llevaba el mundo hacia una catástrofe sin precedentes.
Tal como lo expresara sintéticamente en la carta que se publica, veía al socialismo «adherido a un equivocado cálculo científico acerca del mundo». Agregaba: «En su esfera no será posible ninguna liberación del hombre hacia Lo Abierto dé un universo sagrado que lo pueda determinar». En cuanto a Occidente, lo que él llamaba la concepción europeo‑planetaria, su fatalidad residía en torno al problema de la técnica. Afirmaba exactamente la visión que manifestara en sus famosas lecciones de Metafísica: «El oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que categorías tan pueriles como las de optimismo y pesimismo se convirtieron en risibles».
Entrábamos en un triste, anunciado y largo final.
En tiempos de ocultamiento, de eclipse. El conocimiento y el pensar viven tiempos de retracción, sostenidos apenas como por una conspiración de iniciados, «una élite que, sin embargo, se tiene que mantener ajena a toda voluntad de poder».
Hablaba de Lo Abierto y de lo sagrado. Era como si su pensamiento hubiese culminado una verdadera odisea a «contracultura» hasta alcanzar una dimensión verdaderamente presocrática, una reunión del pensamiento lógico con la dimensión poética y religiosa. En su entrevista póstuma concedida a la revista Spiegel, afirma que ahora «Sólo un Dios podrá salvarnos». (Un nuevo dios es una convulsión, una presencia arrebatadora, alienante, un escándalo de la realidad).
Nada había alterado la coherencia y el orgullo del pensamiento de Heidegger.
Su filosofía se había deslizado intacta ‑previa y posterior al nazismo‑ como un cisne exótico condenado a navegar las aguas pantanosas de este siglo donde el hombre revela todos sus extremos.
Era esta honestidad fundamental, este transnazismo que hizo que discípulos sufridos como Hannah Arendt y Marcuse pudieran pasar por alto el desliz del filósofo que en los primeros meses del Tercer Reich pudo haber caído en la fascinación y en la vulgaridad del «nazi normal».