La Nación, 19/10/2003
En esta tercera y última entrega de la serie sobre el impacto internacional de la música ciudadana el autor relata el arribo a la Ciudad Luz y el posterior éxito del espectáculo Tango argentino, dirigido por Claudio Segovia
Corre el horrible 1983. En una desapacible mañana de otoño aterriza el avión de la Fuerza Aérea que trae los sesenta protagonistas de la noche y del alma de Buenos Aires que interpretarán, entre el 11 y el 17 de noviembre, el Tango-Argentin en el Festival de Otoño de París, hace veinte años. Seis días para hacer renacer el tango. Una gran apuesta. El tango se agarraba para no caer en el olvido o ser pasto de academias de musicología. Ya casi no se lo bailaba en Buenos Aires. Se oía poco.
Ateridos, golpeados por la luz del amanecer, con la palidez de actores del Kabuki, los músicos y bailarines suben al ómnibus guiados por Claudio Segovia, el talentoso director del espectáculo. Se descargan cuatro toneladas de telones con callecitas de barrio, trajes negros, bandoneones, vestidos de gran noche, tinglados burdeleros, perspectivas de la calle Corrientes con Obelisco y pizzerías. Con el gerente de Aerolíneas Jorge Miglioranza y el comodoro Liernur, agregado aeronáutico, recibimos ese extraño vuelo en la zona militar de Orly. Una conspiración nocturnal: el tango agonizante pretendía resonar y renacer en el París de su viejo éxito, en la ciudad hermana de la cuna rioplatense. ¿Encendería a la ciudad como en 1913 con Gobbi, Villoldo y luego Arolas? ¿Vibraría otra vez como Gardel en Montmartre y con la orquesta de De Caro?
Cuando cursaba mi doctorado comprendí que en París sobrevivía un rescoldo tanguero, en el subsuelo de La Coupole, con los restos de la orquesta de Bachicha y Caldarella, con los afiches de Ernesto Rondón (cantor nacional), en el baile de fin de año de la Gendarmerie, de los ferroviarios, de la Poste. Orquestas uniformadas como gauchos de utilería, con bombachas de seda colorada, grandes rastras en la cintura, pañuelos negros al cuello, botas acordonadas de caña corta.
(Y había un tango de alma en Piaf, en Aznavour, en Brel.)
Era una buena apuesta. Hoy lo comprobamos; como en 1913, el tango se reinstala desde París hacia el actual auge porteño y montevideano, con esa pléyade de ejecutantes y público joven y entregado.
Muchos meses antes de ese día, entré en el despacho del embajador Tomás de Anchorena como flamante consejero cultural. Como casi siempre, la Argentina tenía pésima imagen (desde Rivadavia y la quiebra del Banco Baring Brothers; luego, con Rosas en su guerra contra los ingleses, franceses y cipayos; con Juárez Celman y el crac financiero de 1890; con Irigoyen, por neutralista obstinado; con Justo, por dictador; con Castillo, por pro germánico; con Perón y Eva -el infierno-; luego, ese Proceso…, etcétera. En suma, 110 años de retos).
Anchorena estaba envuelto en una nube deliciosamente aromática de tabaco Dunhill y me preguntó, como Lenin en 1917, ¿qué hacer? Sólo podíamos empatar con la indiscutida creatividad y talento artístico argentinos. Yo traía tres proyectos: la exposición del genial escultor Sesostris Vitullo que reunió Silvia Barón, y apoyó la señora de Chirac; editar lo mejor de nuestra literatura, los poetas, en textos bilingües para todas las bibliotecas de Francia (sería la colección Nadir), y traer una gran orquesta de tango, de tango-tango, con cantores. El embajador aprobó el plan. ¿Pero cómo financiar el tercer proyecto? El avión de la Fuerza Aérea podría traer a los artistas y el decorado porque viajaba vacío para cargar material de reposición. El Festival de Otoño daría el teatro del Châtelet por seis días. Tendríamos que gastar la partida cultural íntegra durante ocho meses para jugar a cara o cruz por el éxito en esos seis escasos días.
Michel Guy, presidente del Festival, apoyó con energía determinante el proyecto tan riesgoso. Consistía en ir más allá de Astor Piazzolla y Susana Rinaldi, para aportar un tango en su fuerza primitiva. El otro factor decisivo lo aportó el hoy embajador Carlos Pasalacqua al vincular nuestro proyecto con el de Claudio Segovia, que sería ejecutor y director insustituible.
La intención primera fue traer la gran orquesta de Leopoldo Federico y dos cantores esenciales: Roberto Goyeneche y Tita Merello.
Segovia, ya en Buenos Aires, tuvo que formar otro elenco por estar empeñado Federico en una gira por Brasil.
Fuimos comprando el material necesario, hasta que se produjo, después de ingentes trabajos, el añorado día D en el aeropuerto militar de París. El triunfo no sería de nadie, sino de la fuerza secreta del tango ante ese admirable público francés, capaz de valorar el arte extranjero como arte propio, en una síntesis universalista.
Segovia y Orezzoli, su socio, eligieron un gran iluminador, creo que británico, para crear un ámbito de luz negra, el más apto para la nocturnidad tanguera.
El espectáculo tenía un ritmo casi narrativo de las diversas épocas del tango. Lo externo de la escenografía y de los bailes no ocultaba la fuerza melancólica y nostálgica de la poesía del tango. Un inolvidable bailarín, Virulazo se desplazaba con el paso canyengue e íntimo que exige el verdadero tango. Otros se encargaban de esos entrepernamientos y finales patéticos que desgraciadamente desligan la danza de su esencia, de su centro de gravedad. Hoy predomina un tango de exportación masiva en el que la vistosidad de la coreografía falsa aleja de la verdad lenta del bailarín, que no baila para otros, sino para él, para su nostalgia de ojos entrecerrados. Durante el espectáculo surgía ese tango fuerte, profundo, en la voz de Elba Berón diciendo a Discépolo, en el Caserón de tejas de María Graña, en el bandoneón de Stazo, en el piano de Salgán y en el fraseo de De Lío.
Con Goyeneche el público francés recibió y comprendió ese tango apasionado, ronco, que parecía huir de la melodía y buscar la entraña de cada verso de Malena y de Garúa. Ese hombre rubio se doblaba bajo el cono del reflector y sus manos vibraban en el espacio de París, como si a diez mil kilómetros de distancia la voz de Edith Piaf hubiese encontrado su eco transatlántico.
Exito total: infinitas repeticiones en París, una famosa y larga presentación en Broadway y Japón, Alemania, Italia, Austria, Londres, etcétera.
El tango, el agonista, había renacido y hasta se permitió el lujo de regresar vestido de smoking a ese Buenos Aires donde hasta habían ninguneado a Gardel.
A finales de la noche política, la Cancillería había logrado hacer recordar el talento profundo y poético de la Argentina permanente.
Después de las ovaciones, Goyeneche me pidió que lo llevase hasta el Arco de Triunfo. No había nadie en ese amanecer de otoño inclemente. Goyeneche miró la mole napoleónica desde abajo, se subió al auto y me preguntó: «¿Cómo es posible que los franceses me hayan entendido?»