La Nación, 15/09/1997
Los archivos de la Cancillería y de la Secretaría de Estado Vaticano conservan los detalles de aquellos curiosos hechos («). Reconstruyámoslos. A las nueve de la mañana del 1° de febrero de 1924, Casimiro Aín (El Vasco o El Lecherito), pálido y seguramente un poco aterido (invierno), sale del hotelito de la vía Torino que le reservara la embajada y sube a un taxi. Lleva una modesta valija con los elementos esenciales: botines abotonados, pantalón de fantasía con trencilla, chaqueta negra con vivos, lengue de seda japonesa y un puñal cíe madera que le parecerá conveniente no agregar al atuendo. Lleva puesto el invariable gacho gris arrabalero, de cinta ancha y ribete negro en el ala.
El representante argentino ante la Santa Sede, embajador García Mansilla, había obtenido una audiencia especial del Papa Pío XI para una exhibición de tango bailado, entonces reprobado por la Iglesia y por muchos sectores de la vicia social argentina, no sólo católicos.
Aín era un profesional mentado (había sido contratado por el jockey Club de Buenos Aires para los festejos del Centenario). En el currículo vitae presentado a la Secretaría Vaticana obviamente se omitió sin actuación artística en las «casas» de madame Blanche y en la de la Negra María de Nueva Pompeya.
El Lecherito fue recibido por un capitán de la Guardia Suiza y conducirlo por los monseñores hacia la biblioteca. Seguramente, sintió en ese momento lodo el horror en el que lo habían metido.
No es difícil imaginar que vestirse de malevo, a esa hora de la mañana y para presentarse ante el Santo Padre, de acuerdo con su esquema de referencia, le debe de haber parecido tan duro como comparecer ante el comisario de la Ira. con los bolsillos atiborrados de anotaciones de quiniela. Debió sentir que todo aquello era como la antesala riel infierno o por lo menos del purgatorio.
Del vestuario pasó a la sala donde el Santo Padre estaba rodeado de dignatarios de uniforme y chaqué. No se había invitado a señoras, por las dudas.
Se puede imaginar que García Mansilla le hizo un guiño porteño para animarlo en aquel atroz trance.
Dicen que Pío XI, desde su trono, con voz baja pero dulcemente autoritaria, sólo murmuró: Avanti, figliolo. Procedi.
El vasco hizo una seña al conventual maestro del Coro Vaticano que había sido convocarlo para ejecutar en el armonio aquella música que tal vez fingió desconocer. Se oyó el dos por cuatro del tango Ave María, de Pirincho Canaro. (Fue la composición de titulo más piadoso que se pudo encontrar en una lista de piezas donde los mismos son, digamos, non sanctos. El mismo Canaro tenía algunos más bien laicos como Rascarme la rabadilla y ¡Qué Fideo¡)
Sabiduría diplomática
Era difícil desencadenar el verdadero tango en esas circunstancias que frenaban desde la travesura hasta el canyengue.
Con sabiduría diplomática se había decidido que el vasco no hablase con la alemana Peggy, que era su compañera profesional en sus actuaciones en el cabaret El Garrón de Montmartre. Hubiera sido una garrafal imprudencia diplomática que García Mansilla no cometió. Su compañera, estirada y despreciativa ante aquel malevo exótico era la señorita Scotto, que se desempeñaba como traductora en las oficinas de la Embajada. Por supuesto que nada de pollera con tajo y de zapatos de taco alto. La falda de la señorita Scotto, azul oscuro, llegaba más abajo de la media pierna, como la de las monjas holandesas de ahora.
Con toda seguridad, fiadas las circunstancias, lo que salió fue un tango deshuesado. Se omitió el ocho, la sentadita y otros acercamientos peligrosos, que además la señorita Scotto no habría tolerado. Aín escondió, como pudo, los secretos demonios del tango.
Todo contoneo quedó extirpado de raíz. El tango aquél quedó congo un remoto arquetipo, una «idea» platónica contra la cual ni el Papa, ni sus más preocupados monseñores, habrían encontrado argumentos condenatorios. Era un tigre sin dientes. Una bataclana con atuendo de monja.
Desde entonces, las acusaciones clericales contra el tango carecerían de respaldo teológico: el Santo Padre le regaló al vasco, Aín una medallita de plata con la imagen de Nuestra Señora de Loreto. Debe de haber disimulado una sonrisa indulgente ante la sobreactuada corrección del Lecherito.
El Papa demostraba más tolerancia con el tango que el juicio puritano que éste mereciera en más importantes pensadores argentinos de la década del treinta: Lugones y Martínez Estrada. Para el primero era una simple «obscenidad, coreografía de burdel». Y escribe Martínez Estrada en la Radiografía de la Pampa, a diez años de aquella pericia vaticana: «No busquemos en el tango música ni danza, aquí son sólo dos simulacros. No tiene las alternativas, la excitación por el movimiento de los otros bailes, no excita por el contacto casual de los cuerpos. Son cuerpos unidos que están, como en el acoplamiento de los insectos, fijos, adheridos… Es lo que precede a la posesión concertada, pagada».
Por suerte Pío XI no vio nada de estas cosas que incrimina nuestro gran moralista independiente. Presumo que la universalización del tango debe de tener una gran deuda con la señorita Scotto.