Revista Noticias, Enero 1993
Los argentinos más bien nos hemos escabullido entre los prestigiosos incendios del siglo que termina. La hemos sacado barata: hemos gozado muchas ventajas ahorrándonos todos los horrores con lo que se forjó el llamado «Primer Mundo». Si se quiere, fuimos una especie de kindergarden. Un limbo lejano al que llegaban desteñidas las mareas negras. Un Shangri‑La. Nos colocamos hasta el siglo XX sin pagar entrada.
Veamos: En la gran guerra del 14‑18, ese sangriento desorden ya casi inexplicable, Yrigoyen nos preservó con su digna neutralidad. Se afirmó nuestra primera industria y fuimos el granero que sustituyó las cosechas incendiadas por la gente seria (las potencias centrales, el primer mundo). La crisis del 29 nos golpeó muy de costado, pues teníamos una vinculación económica más europea que norteamericana, hecho que se consolidaría con el inteligente pacto Roca‑Runciman, que nos permitió deslizarnos graciosamente mientras que en Estados Unidos y Canadá se vivía recesión, miseria y migraciones campesinas. (Discepolín, con su cambalache y Roberto Arlt con su Hondura desgarrada, fueron los restos estéticos que nos dejó la crisis).
Nuestro tradicional desdén por la coherencia internacional nos ayudó para enfrentar el siguiente (y el más tremendo) desbarajuste causado por la gente seria. Gracias a la sabia desconfianza de los conservadores y del ejército hacia los anglosajones, nos salvamos del paroxismo criminal de la Segunda Guerra en la que se enfrentaron los fervorosos humanistas democráticos (incluido Stalin) contra los creativos superhumanistas fundadores del superhombre. Esta divergencia causó sesenta millones de muertos. Los del bando del bien causaron el genocidio de las poblaciones civiles de Drede, Nagasaki, Hamburgo, Hiroshima y tantas otras. Los superhumanistas aniquilaban en hornos a seis millones de humanos o asesinaban en Nankin, en un solo día, a 20000 mujeres y niños.
Nos escabullimos otra vez salvándonos de las presiones de la Conferencia de Río de Janeiro de 1942 en la que reafirmamos nuestra neutralidad. Sólo rompimos relaciones con el Eje en 1944 cuando ya la balanza de la guerra se había inclinado definitivamente. Mucha gente honesta, dentro del país, se indignaba por nuestra falta de protagonismo a favor del campo del aparente bien (se olvidaban por ejemplo de que la mitad de la población argentina es de origen italiano). Era un sector de esclarecidos liberales, comunistas e izquierdistas, que en caso de guerra real habrían enviado miles de soldaditos del interior, como lo que mandara Brasil a morir en Italia. En realidad, ni Saavedra Lamas ni Ruiz Guiñazú ni Perón se equivocaban al no sacrificarnos por las ideas o los intereses de los otros, los que dividirían el mundo en Yalta sin preguntar nada, ni siquiera a las víctimas. Surgimos del incendio como uno de los pocos países acreedores del mundo, con aquel famoso oro que impedía pasar por los corredores del Banco Central y que solventaría la imprescindible democratización social que Argentina se debía, y aquella primera industrialización ‑obviamente estatista en su inicio‑ que hoy necesariamente se privatiza.
Es lamentable, pero pasados veinte años de las llamadas «Guerras Mundiales» a las que nos convocaban con imperiosos argumentos morales, resultan trágicas fantochadas en las que se cambiaría a Bismarck por Hitler o a Hitler por Stalijn…
Habría que preguntarle a los millones de muertos de Verdun, de Mindanao o de Stalingrado que opinión tienen y si los argentinos hicimos bien o mal al no seguir los imperativos de la F.U.B.A.
Tuvimos una sola guerra que venía desde el fondo de nuestra historia y que libamos sin pedir permiso. Una guerra justa y absolutamente nuestra. Nos permitimos el lujo táctico (en estos tiempos de espionaje satelital) de tomar nuestras Malvinas sin matar un solo inglés. Muchos morirían después en su inmoral acción de reinvadirlas con el descarado apoyo informativo y militar de Estados Unidos, desviándose fuerzas de la NATO. (Pienso que este recuerdo molestará a mucha gente m‑incluidos políticos y periodistas‑ de esos que gritaron el hundimiento del Sheffield como un gol de Maradona en el mundial, y que hoy hablan de la «locura de Malvinas» sin atreverse a recordar a nuestros muertos más que con vergonzantes susurros de trastienda).
Lo cierto es que nos deslizamos por este sangriento siglo que maca el apogeo de la llamada «modernidad» sin morir, odiar o matar con el entusiasmo y esos niveles industriales con que lo hicieron los arrogantes países que se erigieron en modelo del mundo. En esto los argentinos, y toda América latina, somos un ejemplo de paz y tolerancia que puede hacernos pensar que el crimen histórico no es una fatalidad como la historia reciente del primer mundo nos llevaría a pensarlo. Esta es una importantísima «ventaja comparativa». (Los argentinos terminamos todo un siglo casi al margen del «principio» de la muerte política. Esta felicidad sólo se interrumpió en la década 1974‑1984: El Trotzkismo abrió el fuego, infectó un sector del peronismo y el mando del ejército decidió el destino de optar por el «crimen de estado» causando quizás más de diez mil asesinados que por un hipócrita eufemismo se llamaron «desaparecidos»).
El virus de disolución
Ya sobre el fin de siglo sentimos que el kindergarden esta seria y directamente amenazado. No hay playa que se salve de la marea negra de la historia. La agresión contra la vida ya no pasa por guerras o matanzas tipo Auschwitz. El primer mundo difunde ciertos virus letales de los que es también víctima. Esos virus que Baudrillard considera una antimateria, una especie de reacción ante la antinaturalidad paroxística (el del SIDA sería el símbolo). El virus conlleva nada menos que la desvalorización de la vida, el genocidio por vía cultural. Especialmente en los países «triunfadores», hay toda una juventud que no se siente convocada a nada noble ni heroico. La subcultura globalizada comercialmente los enfrenta con la Nada. Y es porque los jóvenes ven la Nada cara a cara que huyen hacia la droga, al falso heroísmo neonazista; a la pornografía asexuante e infértil y a la imbecilización rockero‑audiovisual. El cuerpo pierde misterio en la intoxicación de pornografía visual. El sexo se transforma en gesto banal, ya sin la maravillosa potenciación poético‑religiosa del amor. Las mafias que explotan estos submundos mundializados son consecuencias de la Nada y no al revés.
En lo económico el virus letal se muestra en la obsesión de la competitividad y del producto nacional bruto, en la idea de desarrollo y enriquecimiento ilimitado, en una monstruosa irrespetuosidad ante la naturaleza que terminó en el actual frenazo ecológico. Este virus es fortísimo por causa de los intereses en guerra que los políticos y los estados ya no controlan. Sólo nos salvaremos de él con una nueva concepción de productividad, con un nuevo criterio de desarrollo y de calidad de vida. Desenmascarando y enfrentando los intereses de la ciega maquinaria económico‑especulativa que domina el mundo.
Los argentinos y los latinoamericanos, estamos relativamente preservados. Ya no podremos escabullirnos: tenemos el agujero de ozono sobre nuestras cabezas. Nuestra clase política esta convocada de urgencia a dar una respuesta novedosa. Ya no podemos caer en el abismo en que cayeron los que iban adelante en el camino de falso progreso. Somos protagonistas plenos y obligados porque Latinoamérica es una superpotencia ecológica (el Atlántico Sur, la Amazonía, los Andes, la Antártida). La vida misma del planeta depende más de nosotros que de nadie.
Reconducir la producción de acuerdo con la naturaleza y según un nuevo concepto de «calidad de vida» es la gran exigencia, el tema central y el más dramático de nuestro tiempo. El tema de nuestro tiempo, de todos los hombres del hacer.
Estar o querer estar en el primer mundo ya no es ir hacia donde los otros ya están de vuelta o encontraron un abismo.
Estar en el primer mundo no es vana meta estadística. Es conducir, es crear ‑en un momento crucial‑ lo que se necesita para evitar la catástrofe de una locomotora industrial‑comercial‑tecnológica desenganchada del objetivo humano y del planeta.