La Nación, 24/08/1980
Muchos pueblos comparten la tristeza de dejar a la posteridad sus tumbas, no sus casas. El lugar de la muerte, no el de la vida. Baste como ejemplo las famosas pirámides de Egipto, que eran tumbas.
Pero el caso de los etruscos es especial. De ellos sólo recibimos ambiguas referencias a través de los romanos que los elogiaron casi con fervor cultural como a casi todos los pueblos que devoraron, sentando el modelo clásico de imperialismo. Pero sobre todo nos legaron las ciudades de los muertos, esas admirables necrópolis cerca del mar, hacia el norte de Roma, Cervéteri, Tarquinia, Volterra.
Pero en el caso de este misterioso pueblo no se trata de esa pésima costumbre humana de privilegiar la muerte a expensas del cuerpo y de la vida.
Alguien afirmó que todas las religiones y filosofías nacen del miedo y la desesperación. Los etruscos en este aspecto fueron extremistas y valientes (y obtuvieron un asombroso premio). No se conformaron con decir que el mundo era un valle de lágrimas y la vida una preparación y prueba para un más allá sino que creyeron con devoción que la vida es un episodio insignificante y excepcional, un relámpago de conciencia y dificultades en un continuo de eternidad y muerte. La vida era la excepción, lo raro, lo anormal (tal vez lo molesto, lo indecoroso). La muerte lo duradero y feliz.
Desde este optimismo establecieron algunas costumbres, corno la de destinar el mayor esfuerzo a lo permanente (la vida en la muerte; lo invisible) y no a lo trivial y pasajero (la vida aquí y ahora). Así se explica que viviesen en chozas de adobe y paja; que no creyesen en las glorias imperiales o tecnológicas; que edificasen sus tumbas, la ciudad verdadera, como confortables y sólidos palacios de piedra y mármol, con felices murales y objetos de arte, en discretos paisajes entre colinas para pasar desapercibidos de la tontería y la envidia de los vivos.
Para ellos morir era sólo ingresar en otro ámbito de lo mismo, pero aligerados del peso, el dolor y otros inconvenientes que había que pagar en el mundo de lo visible. Era el espacio más divertido de un mismo todo de cósmica eternidad.
Por eso pintaban en sus murales al feliz adolescente que se zambulle, símbolo del paso a lo invisible. Esta imagen coincide en significación simbólica con el delfín y los ánades del mar que pueblan los muros tumbales: seres capaces de aparecer y desaparecer con naturalidad desde la superficie a la inescrutable profundidad, con alegría y naturalidad.
Por los datos que se tienen, se imagina que los etruscos veían en los placeres una prueba positiva del orden cósmico. Por lo tanto privilegiaron todo lo que les ocasionaba placer (presumiblemente desconocieron toda ética obligatoria de control corporal y el concepto que vincula la actividad genital con la noción de pecado). Las imágenes que pueblan los murales se refieren a banquetes, escenas eróticas, danzas, bellas hetairas, aves en vuelo, músicos, muchachas escenas de pesca (con pique), árboles, animales lujosos: leopardos, leones, toros.
Los ataúdes eran amplios. para albergar la pareja (una traslación de la cama camera al mundo de la muerte).
En pareja se los representaba en los bajorrelieves que cubren loa sepulcros. En la puerta y en el interior, de la tumba se repetían poderosas formas fálicas, en piedra, para que durasen toda la eternidad. Así propiciaban mágicamente la Infinitud erótica de esos descomunales amantes.
Cuando uno llega de Roma y entra en alguna de esas tumbas, puede tener la incómoda sensación de ser un patán que interrumpe una serena y gozosa fiesta de fantasmas enamorados.
Para los etruscos las únicas almas en pena somos nosotros, los vivos, en especial esos grupos de turistas aburridos por la obligación de visitar tumbas famosas arriados por guías de alfabeta ignorancia.
Un etrusco perdido en Buenos Aires
Fue cuando visitaba la tumba de «La Caza y la Pesca», que por una rara asociación recordé a un amigo de café de mis años estudiantiles. Entonces nos reuníamos en el café frente al parque Lezica (prestigiado por la cercanía de Nalé Roxlo, Rafael Alberto Arneta, Estrella Gutiérrez, Zapico Antuña, Antonio Requeni).
Solía ir un individuo distante y reservado, no distinguido por ningún vicio, aventura espiritual o pasión política. Sabíamos que era un demorado estudiante de derecho ingresado ya en la treintena, que vivía con dos tías ancianas en la calle Rosario. Su vida era gris, su ropa gris, la única sorpresa un impermeable blanco que aliviaba su aspecto sólo en los días grises.
Un día le confesó al Dr. Sanguinetti que los sábados y domingos prefería dormir, fuese verano o invierno. Esto confirmó la mala opinión: era un tonto abúlico ten cierto modo una rareza en tiempos efe tontos activistas).
Tal vez dos o tres meses después, el Dr. Sanguinetti nos comunicó deslealmente una asombrosa confidencia. Me confesó que «padecía sueños reiterativos» desde un año atrás, con la frecuencia de dos o tres veces por semana. Soñaba en colores, hecho al cual atribuía la mayor importancia. El sueño consistía en embarcarse en una lancha por un mar atardecido, tropical, y alcanzar un espléndido crucero que lo esperaba con los motores en marcha. Subía por la escala real y en la timonera, sugerida por un deshabillé, ofreciéndole un cóctel, lo esperaba Brigitte Bardot:
El .Dr. Sanguinetti, dadas la timidez y distancia del interlocutor, no intentó preguntas de fondo. Supo que las variaciones cromáticas eran mínimas; que el itinerario no ofrecía puntos recordables; que las líneas del crucero ‑por suerte‑ eran invariables. Parece que el narrador le habló de «plenitud sin sobresaltos».
Después viajé al exterior y no tuve más noticias del soñante. Reencontré su recuerdo, como dije, en aquella tumba de Tarquinia.
Tuve la intuitiva convicción de que no habría terminado jamás el primer tomo de Salvat, que seguiría en la impositiva y que se mantendría indudablemente célibe.
Habiendo tenido la suerte de conocer algunos filósofos, entre ellos a Martín Heidegger, debo confesar que jamás encontré a nadie que hubiese sabido sacar un resultado más agradable de la metafísica que aquel estudiante de gris, sin ninguna inquietud filosófica.