Cuadernos Hispanoamericanos Nº 643 – Madrid – enero 2004
Abadía de Marienbach.
Un 12 de octubre de avanzado otoño
¿Qué vio el seminarista sin vocación Walter Sorgius? Que por el corredor del ala este del convento corrían desaforados el padre Karl, el celador Müller, varios aspirantes con sus guardapolvos grises, y un poco más atrás, sonriendo divertido, Monseñor Nenni. Gritería. Alguien se asoma desde el taller de miniado y copistería, protestan. Penumbra de corredor de abadía cuando ya entrado el otoño. Un vago olor a humedad enfriada. Las manos de un muerto que expiró sin paz, en febril delirio.
-¡Arre! ¡Arre! ¡Allí está, la veo en una nube de azufre! ¿La ven? Apenas un resplandor…
-¡Cercarla! Sahumen rápido. ¡Muevan los brazos! ¡Energía! ¡Sahumen cerrándole el paso, allí! ¡Se desliza! Corre. ¡Impedid que se disuelva en el viento. Asperjad!
El aire del corredor disolvía las nubecillas que salían de los incensarios.
Era un alma de Purgatorio. Cuando las ánimas del Purgatorio consiguen deslizarse hacia la Tierra, hacia los lugares habituales donde vivieron el pavor y la delicia del valle de lágrimas, corren sus riesgos. Este era el caso. El Padre Karl más de una vez conseguía atraparlas. Era un gran cazador de almas.
Cuando lo lograba, que no era fácil, los pobres aparecidos quedaban atrapados en un cerco de seminaristas con sahumerios e hisopos, como el jabalí rodeado por los perros. A veces, si las gotas de agua bendita la alcanzaban, se oía el fugaz chis chis del líquido que toca una superficie muy ardiente y se evapora al segundo.
Karl pretendía obligarlas a declarar. No vacilaba en someterlas a la tortura. (Las almas, que son tan temerosas y delicadas, trataban de materializarse y cumplir con tal de ser liberadas de una vez). Se insinuaban como un aroma quemado y si podían se encendía con el resplandor mortecino de farol municipal en día de neblina).
-¡Habla! ¡Habla mierda! O te quedas errando… (Más allá de la hora del Ángelus ese tipo de ánimas puede quedar olvidada del camino de retorno, siendo así fácil presa de los demonios que hacen estragos en su hora más propicia).
-¡Habla o te quedas de nuevo en Tierra, ardiendo y guacha perdida! ¡Sin voz y ciega! -Karl podía ser brutal si se lo proponía. El joven Sorgius sintió pena por el alma. El padre Karl preparaba desde años atrás una obra teológica sobre el tema de la muerte y el más allá. Trabajaba con plan y método. No era un secreto que aspiraba a la mitra episcopal por vía del intelecto, el camino de los curas de origen germánico cuando no son de cuna encumbrada.
Arrinconada contra el muro de granito, el alma trataba de hacerse oir como podía. Ni siquiera un susurro, más bien un gemido de gorrión apretado en el puño de un gladiador.
Los espíritus son más bien incoherentes y de una pasmosa fragilidad, aunque sean eternos. Es como que sin el cuerpo no les quedase más que valores menores o decadentes: melancolía, nostalgia, frivolidad. Además, como si fuese condición, el más allá obliga a olvidar toda lógica y todo humorismo.
El padre Karl no sólo tenía buen oído, sino sobre todo práctica. Como él decía, sabía “trabajarlas” bien. Sorgius vio como se inclinaba en el rincón como si quisiese recibir la declaración de alguien muy vapuleado a punto de desmayarse. Tenía el ceño fruncido y los ojos fijos pero sin atender a otra cosa más que a lo que oía. Sacó del bolsillo de la sotana un anotador y apuntó las palabras del tartamudeo escatológico: “Una luz… Un largo túnel. Un aire como tibio, como de inesperada delicia… Como calor… Paz. Como… después… Orgasmo. Lasitud… Sin peso, sin peso, sin carga… Paz. Una luz…”.
- ¿Qué más? ¡Vamos! ¡Dí! ¡Dí!
Pero se oyó como el sollozo de alguien muy débil (el gorrión, justamente). Karl hizo una seña de jefe de patrulla policial y apartaron los sahumerios.
-Tenía más miedo que gato en bote –dijo Karl a sus acólitos-. Era tu tío, el quesero… -murmuró dirigiéndose al celador Müller que se sonrojó como si se tratase de una vergüenza de familia-. Hasta en el más allá le queda un poco de ese olorcito al Emmenthal que fabricaba…
No era la primera vez que bajaba el quesero Müller, su presencia se había notado inquieta desde que la viuda se había casado con el notario Westernkampf.
Abadía e iglesias como Marienbach, aislada en la altura, eran lugares propicios para ese tipo de tráfico entre la vida y la muerte. La inmensa mayoría de las ánimas que pasaban eran del Purgatorio, el más poblado ámbito del trasmundo.
Según lo que Sorgius aprendía, se aparecían para seguir insistiendo en la vida, como si no hubiesen escarmentado o ya no supiesen cómo son las cosas. El cura viejo, encargado de la gambuza, el padre Trenti, medio sordo y con esa libertad que tienen los que llegan a muy viejos, cansado de ortodoxias, (a veces en el refectorio, como hablando solo, decía que después de tanto visto no creía mucho en Dios), trataba a las almas sin temor ni reverencia. Lo buscaban a él por su bonachonería con tanto impulso como huían de Karl y sus presionantes indagatorios. Lo seguían por los pasillos del claustro tratando de hacerse oir o ver por el viejo que las ahuyentaba como el labriego que grita “¡Cucha! ¡Cucha!” a sus perros zalameros. Si se cruzaban con alguien explicaba:
-Son como gatos vagabundos. Siempre andan esperando una caricia. ¡Y pensar que hay gente que les teme! Pobrecitas… Sólo buscan un poco de afecto, en realidad.
Era muy difícil que dejasen algún mensaje u observación de trascendencia. Si alguna vez lograban materializarse ante algún ser querido, no atinaban más que a deslizar alguna tontería, revelando, por ejemplo, en qué lugar de la cocina estaban las tijeras perdidas el año pasado o preguntando como las mascaritas de carnaval: “¿Quién soy? ¿Adivina quién soy? ¿Qué haces? ¿Me conoces? ¿Dime dónde vas?…”.
-Se hacen las tontas –comentaba el padre Karl.
-Si no dicen nada es porque no saben nada. Hasta el día del Juicio Final los secretos últimos no serán revelados… –observó el padre Anselmo.
-Es como la zorra y las uvas, nada más. Tiene envidia de la vida, aunque no se crea…
El señor Krause, el dueño de la cervecería, que había muerto doce años atrás, fue uno de los pocos que dijo algo, estaba mal, pero con esperanza, porque el Purgatorio es un infierno con término, lo cual cambia sustancialmente las cosas. En vida, Krause había comprado una enorme cantidad de indulgencias, de esas de 795 días de acortamiento de condena, que se las había ido vendiendo de contrabando el padre Lustiger. Krause, precavido y ordenado como había sido, las iba depositando en el despacho del notario Westerkampf y hasta hacía legalizar la firma. A pesar que tanto dinero hubiese servido para cambiar el ruinoso techo de la cervecería Zum Adler, había sido una buena inversión. Ya en su primera bajada se lo alcanzó a decir a su mujer, haciendo un esfuerzo tremendo para componer algo parecido a su ex-voz. Ella siempre lo había acusado por el despilfarro y por su egoísmo. Cuando anotaba los gastos por la compra de indulgencia en el libro de contabilidad de la cervecería, Krause le decía sin ironía: “A tí no te compré, son nominales. Con tu bondad no puede tocarte mas que el Cielo”.
A Krause no lo había traído ni la nostalgia ni la envidia. (Ni siquiera el placer de aprovechar de su invisibilidad para poder invadir el cuarto de la sirvienta Gretchen y espiarla cuando se sacaba los calzones y se mete en la cama, cosa que había deseado ver toda su vida). Krause intentó advertir urbi et orbe acerca del gravísimo error que consistiría en sobrestimar la vida ultraterrena y la importancia del alma en detrimento del cuerpo y la realidad terrenales. El cervecero refutó expresamente a Flavio Josefo y la tradición pitagórica que hace descender las almas del “eter más sutil” para encarnarse en la prisión del cuerpo hasta que liberada de los vínculos del cuerpo como de una pesada esclavitud, huye con alegría. “¡Mentira! ¡Mentira, Pitágoras! Mentira la de los videntes órficos y los curas. ¡Todo mentira! No. Sin el cuerpo no hay nada más que tristeza y helada soledad astral. Los años de oro son los del cuerpo…”.
Sorgius había llegado al convento de Marienbach después de una terrible crisis, con la convicción de que su hermano no había muerto sino que había sido asesinado por Dios. Desde que había cumplido los catorce años se había propuesto investigar en trono a tan terrible sospecha. “Dios es el asesino”, se había dicho para sí mismo. Comprendió que con los tiempos que corrían semejante cosa no se podía decir en voz alta. Cuando lo sugirió en la mesa familiar vio los ojos de terror de su pobre padre. De paso llamó la atención sobre el gran peligro que significaban el fraile Lutero y los otros herejes. “¿Qué hubiera sido de nosotros si no se hubiesen podido comprar las indulgencias? ¡Que quien no pueda hacerlo que ahorre y trabaje! Yo también me inicié desde abajo. Cuando compré el local de Zum Adler era apenas un establo abandonado…”.
Fue una de las pocas veces en que el padre Karl pudo anotar algo que no fueran meras envidias o chismes. El abad Epifanio escuchó con atención el relato y ordenó enviar un informe al Vaticano.
-No tardará en ser trasladado del Purgatorio al Infierno sin salida… -Murmuró.
Sorgius siempre trataba de acercarse al grupo de cazadores, a veces desafiando le castigo de los celadores. No se animaba a pedir, pero pensaba que sería la forma de entrar en contacto con el alma de su hermano Konrad. Le hubiese gustado poder leer las notas que tomaba Karl, pero el viejo astuto y vanidoso las guardaba en un arcón con traba de fierro.
Una madrugada coincidieron en el pasillo de las letrinas. Había un olor profundo, hondamente genital, como si el lugar fuese sólo frecuentado por tigres viudos. Se atrevió a preguntarle:
-Padre, ¿no vió alguna vez a un chico de unos diez años, rubio, muy débil, con la garganta hinchada por el garrotillo, muy atemorizado?
-Los chicos bajan muy rara vez, muchacho. No han tenido tiempo de tener nostalgia. Están quietitos, en el limbo. Sólo muy excepcionalmente se ve alguno y más bien no tienen nada que decir… Bajan sólo para ver los juguetes empolvados en el desván de su casa. Pero si lo veo me acordaré…
-Sólo quisiera saber si tiene paz después de la terrible muerte que tuvo…
-Difícil, hijo, que no tenga paz. Dios no es cruel con los niños. Eso hay que reconocerlo: sólo se ensaña con los adultos, los conscientes.
El terrible tiempo de los vampiros había pasado, pero dejó huellas nítidas en la gente de Kaltern y de los valles altos. La crisis tuvo su apogeo antes de la muerte de abad Patroclo. Fue tan grave que hasta hubo que solicitar a Roma el envío de personal especializado en la materia. La alcaldía tuvo que pagar el viaje, los honorarios y la estadía de una impostor que decía haberse especializado en Transilvania, la tierra de la bruma eterna. Les hizo rociar con ajo exprimid todo el entorno de Kaltern (carísimo para la comuna puesto que los ajos se importaban de Italia) y clavar estacas de madera en el corazón de los cadáveres sospechosos. Esto creó indignación en muchas familias. Hasta los señores de Sassenburg tuvieron que poner a disposición de la abadía el cadáver del Chambelán Bragge, sobre quien recayeron sospechas. Para colmo fue infructuoso porque el corazón estaba reseco y era anormalmente pequeño. Una especie de nuez que rompió la punta de la estaca.
Los vampiros, esos seres horribles, se habían cebado de tal modo que chupaban ya por costumbre, se diría con resignada sumisión a su atroz destino o condena. Sólo en los primeros tiempos de inquieta muerte, cuando el cadáver se inicia en los primeros pasos de la hemofagia, era posible verlos correr, entre medianoche y el amanecer, mortajas al vuelo, alucinados por el horror que se veían compelidos a cometer sobre seres inocentes y vivos. Después, con el tiempo, después de tantas noches de orgía de sangre, se iban sosegando hasta adquirir ese aire triste, de pálidos procuradores agobiados por juicios perdidos, y empezaban a proceder como verdaderos profesionales: con lentitud y cierta resignación a la tarea que le proponía el aciago destino. Esta era la instancia más peligrosa.
En todo caso la presencia de estos seres, castigados por haber sido proclives a la brujería y a la alquimia prohibida, alteró durante años la reiterada rutina de aparecidos. El padre Karl no dejó de trabajar altivamente en el tema. Hizo un laborioso relevamiento de casos y personajes hasta completar el aún inédito Einführung zu einem besonderen Katalog über die Vampire in der Provinz Kaltern.
Según los comentarios, el tiempo de los vampiros había sido breve pero como un torbellino de terror y desgracia. Esas presencias que olían a sangre rancia y a moho de tumba, alteraban el orden de los establos: pateaban y relinchaban los caballos (que los intuyen).
La carreta de los muertos, sin auriga ni postillón, se ponía en movimiento en plena noche y adquiría una velocidad loca como para romper los portones del cementerio y correr sembrando pánico hasta detenerse melancólicamente en el centro de la Plaza del Mercado. Era sabido que la energía requerida para tal espanto era la de decenas de ánimas del Purgatorio. No era raro que en la campana de la iglesia, fuera del tiempo convencional, tañese una sola campanada, tan lúgubremente como para que los jóvenes novios se echasen a correr por vías separadas hacia las casas de sus padres. El idiota reía en lo alto del granero y arrojaba insidiosas piedritas al hermano sano. Edad Media demorada. Intensa de muerte. Fuerte sabor de los pocos dones de vida: un pedazo de salchichón, un vaso de vino, la ternura de una nalga bajo la colcha pringosa.