Oscar Enrique Ornelas, El Financiero (México), 9/12/1998
Abel Posse, novelista con un premio «Rómulo Gallegos» en su haber y actualmente embajador de Argentina en Perú, ha recreado literariamente la estancia clandestina del Che Guevara en Checoslovaquia cuando éste intentaba «salvar al socialismo mediante una confrontación final» con..Estados Unidos. A su paso por México, , hablamos con Posse sobre su «Che» de Los cuadernos de Praga (Atlántida).
Apoyado en su experiencia diplomática en los países del este, desde la desaparecida URSS, en 1967, donde fue secretario de la embajada, hasta su más reciente estadía por cinco años en la Praga de Vaclav Havel, Posse presenta a un Che Guevara «humano». Según sus propias palabras, le interesaba rescatar a ese argentino con el que comparte «las mismas referencias culturales», pero apreciándolo «más allá de sus errores históricos o tácticos».
Aunque la imagen del Che aparece en los estadios argentinos en manos de los hinchas, Posse opina que en su país el llamado «guerrillero heroico» realmente «no tiene la misma significación ni recibe igual devoción como en otros países de América Latina».
Usted dice en su libro que quiso «liberar» al Che del mito, pero ¿en qué lo convirtió?
El mito de Guevara es un poco la imagen de un lobo universal, mientras que la novela lo trae a la realidad, a sus errores históricos (era un hombre que había sido vencido), y a su sueño socialista que trascendía al marxismo. El creyó, con toda ingenuidad, que en Cuba no había que pagar sueldos porque todo mundo iba a trabajar alegremente horas extras. Una especie de falansterio del siglo XIX. Pero más allá de ese fracaso se rescata su extraordinario sueño de una sociedad justa. Eso es lo que queda de él. Albert Camus decía que los únicos testigos de una idea son finalmente aquellos que se dejan matar por ella. Es la elección del samurai, que no vio Occidente pero sí Oriente.
En las biografías queda claro que el Che no era un suicida. En el último momento lo que intentaba era tratar de romper el cerco de la CIA y el ejército boliviano.
Yo tuve una discusión con Regis Debray sobre esto y él considera al Che un suicida crítico. Los biógrafos no lo creen así; yo, como novelista, coincido modestamente con Debray.
Usted habla del samurai, pero Fernando Savater ha escrito que el Che es el «Rambo» de la izquierda que quería abrirle a la historia «un atajo a balazos». Semejante afirmación ha enojado a muchos…
Posse responde enfatizando su acento argentino:»¡¿Por qué se molestan?! Guevara en un determinado momento siente que el socialismo agoniza, lo que lo convierte en un visionario. Ya desde 1962, cuando Kruschev retira los misiles nucleares de Cuba, al Che le da una furia enorme y maltrata a sus amigos soviéticos. Desde entonces tiene la idea de que el socialismo está acabado, aunque al mismo tiempo cree en éste como el destino final de la humanidad, y piensa que lo único que queda vivo frente al poder enorme y creativo de Occidente es el arsenal socialista. Va y se lo dice al primer ministro chino, Chu Enlai, y lo demuestra con su propia conducta. El Che quiere prender una chispa que encienda una especie de gran Armaggedon, una confrontación final. En eso fue también un visionario… Sé que es discutible -a mí me endilgan varios títulos-, pero sólo soy un novelista que tiene la autenticidad de manejarse con libertad. Lo que Savater ha sintetizado tan gráficamente (y de una manera un poco caricaturesca) tiene una explicación más profunda, y es la que yo acabo de dar».
El Che era al final de cuentas un argentino (aventurero y cosmopolita), dice usted…
El argentino es un tipo que decide ser latinoamericano. Lo ve como una opción entre otras. El Che pudo haber sido un bon vivant, pudo haberse casado con la novia que amaba tanto, Chichina Ferreyra, perteneciente a una de las familias más ricas de Argentina. Le tocaron experiencias fuertes: primero, romper con un amor sincero para irse de aventuras, y luego, enfrentarse con la muerte. El Che vivió en Praga cuando corrían toda clase de rumores sobre su desaparición de Cuba. Algunos lo huían en Vietnam, otros muerto luego de enfrentarse a Fidel Castro, y un periodista francés lo ubicó en Las Vegas, acompañado por una mulata que dicho sea en cubano le zumbaba el mango. Pero Guevara estaba en el corazón del socialismo real, prácticamente en las vísperas de la Primavera de Praga protagonizada por esos jóvenes que Posse muestra un poco cínicos en su novela. El Che utilizaba entonces los alias de unos personajes tan grises como el ideólogo soviético Suslov y sus compañeros del Politburó. Para los servicios de la Seguridad del Estado checa era Chelaviek, mientras que el espionaje cubano de Piñeiro y Ramiro Valdés le habían creado las personalidades calvas y avejentadas del español Raúl Vázquez Rojas, el uruguayo Adolfo Mena y el circunspecto Ramón Benítez. Con esos dobles dialoga mientras reflexiona sobre su vida, en la que su madre jugó un papel fundamental.
Es en Praga donde el Che «se confronta en solitario con todos los poderes socialistas que lo apoyan débilmente, o lo repudian, como en el caso de la Unión Soviética», advierte Posse.
Al diplomático argentino le apareció «apasionante y muy novelístico» este hombre solitario que ronda por las calles de Praga, las mismas de Franz Kafka, «creando una gran red internacional para lograr que el socialismo volviera a ser revolucionario». Una ciudad en la que el propio Che vivía la agonía «de un socialismo gris y torpemente represivo» que se vendría abajo en 1989.
¿Qué tan real es este Vlásek, agente de los desaparecidos servicios de Seguridad checos, quien vigilaba a Guevara y que usted cita como su informante sobre los cuadernos?
Vlásek es una creación mía, aunque sintetiza a tres personas reales que me orientaron. Cuando yo llegué a Praga, todos los que trabajaron en los servicios dependientes del KGB soviético habían quedado marginados. Pude conocer a algunos de ellos y se trataba de personas melancólicas cuya información me permitió aportar algo a las brillantísimas biografías sobre el Che…
«Esas biografías», acota Posse, «cubren todas las partes externas del personaje, pero a los novelistas, como decía Mario Vargas Llosa, siempre [les] queda la intimidad».
Usted estuvo en Moscú en 1967, ¿cómo se veía a Guevara en la capital del imperio soviético?
Le puedo decir que cuatro días después de los hechos aparecieron en Pravda sólo cuatro líneas informando de su muerte en Bolivia. Es la nota necrológica más sombría que podía dedicarle el socialismo.
En Moscú debe haber habido disidentes sociales semejantes a los que usted ubica en Praga: estudiantes y traductores desafectos al régimen pero más bien cínicos o indiferentes…
Montones.
¿Qué pensaban ellos del Che?
Lo mismo que los de Praga. Para ellos el Che era nadie. Los diálogos que aparecen en mi libro son un poco reíos. Uno iba a los cafés en Moscú y, aunque era un riesgo acercarse, se podía hablar con los traductores. Lo primero que pedían era una lapicera [bolígrafo] que «no escupa», porque en la URSS las que se producían tiraban tinta a cada rato, llenando de manchas el papel. Después, ya entrando en confianza, pedían discos: de jazz, los más refinados, o de Los Beatles. Toda la curiosidad de estos jóvenes tenía que ver con la mistificación de Occidente. Ese Occidente también canalla que los va a desilusionar en 1989, impidiéndoles viajar. En cuanto a Cuba, la veían como un incidente menor del socialismo. Existía cierta arrogancia este-eurocéntrica. Ellos utilizaban una expresión para referirse a los cubanos: nietkulturny, que sirve para designar a las personas no refinadas… Los cubanos cantaban felices en la Plaza Roja y la gente los miraba aterrorizada. En el Moscú de Brejnev, hacer escándalo público podía implicar un viaje gratis a Siberia.
Usted se entrevistó con Aleida March, la última esposa del Che, ¿qué tanto le dijo?
Aleida March es una personalidad extraordinaria y muy reservada. Sabe muchas cosas, aunque las expresa con suma cautela. Ella es muy consciente de lo que significó en la vida del Che. Me recibió muy bien, me mostró la casa donde vivieron con sus hijos, me dio algunas pistas sobre el carácter de Guevara, pero obviamente es una persona que, pese a mis insinuaciones, no me podía ofrecer a mí, como novelista, detalles de su vida privada o de sus opiniones. Aleida fue muy gentil y me proporcionó ante todo información sobre a vida del Che en familia. Algo importante, porque Guevara era «muy familiero», como decimos en Argentina.
Aleidita, la hija del Che quien ya no es tan joven, parece ser muy «guevarista».
Los hijos son muy guevaristas. No olvide que en Cuba hay un culto al Che.
Según Manuel Vázquez Montalbán, también a Lady Di…
Tiene que ver con la santería. En las casas cubanas suele haber un rincón donde colocan a todos los santos. Sin embargo, el culto al Che es un culto al rebelde, al creador, al guerrero.
Pero ¿no ofrecen hoy chucherías del Che en las calles de La Habana, del mismo modo que se venden pedacitos del muro de Berlín o supuestas insignias del KGB en Praga y en Budapest?
En Cuba hay realmente un culto popular de afecto hacia el Che Guevara que a mí me pareció muy curioso. Es real y está en todo el país. Guevara trascendió un poco la imagen del guerrillero socialista. Es algo más abstracto: aparece como el luchador por la justicia. En Palestina y en Afganistán observé igualmente que los combatientes imprimían en sus camiones y tanques el famoso logotipo del Che con la boina y el pelo largo. Lo veían como el modelo del guerrero honesto e intransigente. En Occidente se ha perdido esa imagen. En Oriente permaneció como el samurai, el combatiente absoluto.
Los «Cuadernos de Praga» como tales ocupan en realidad muy poco espacio en su libro, pese a que le dan el título. ¿En verdad existieron? ¿Quién los tiene?
Varios autores creemos que existen. Los sobrevivientes que lo acompañaron en las casas de seguridad en Praga me confirmaron que el Che escribió muchísimo durante esos días. ¿Dónde está todo eso? Los cuadernos los controló el KGB. El propio Che sabía que había micrófonos.