La Nación, Buenos Aires – 31/05/1989
Alguna vez se dijo que Dios no necesita para castigarnos más que otorgarnos nuestros propios deseos. Después del derroche televisivo y verbal electoralista, el Gobierno se siente condenado a reasumir lo que tanto quería: el poder. En su agonía intentó ‑con inocencia o perversidad, nunca se sabe‑ involucrar a sus vencedores, que tienen no sólo la renovada confianza nacional sino también un inesperado consenso (transperonista). Este intento falló y el Gobierno está abocado a su hora decisiva. La ecuación poder‑inteligencia está en el banco de pruebas. Ya no se trata de seguir acusando la incapacidad ajena. Está ante un desafío histórico. La noble y tradicional pasión democrática del partido gobernante tuvo su premio en el inobjetable acto (y castigo) electoral del 14 de mayo. Ahora tiene la libertad del que ya perdió y del que ya no tiene necesidad de especulaciones demagógicas.
Hay un plan de «economía de guerra» sin que en este país haya habido otra guerra que la de todo un pueble productivo paralizado por la arrogancia de xiristócratas que tenían una solución verbal para todo. Pop suerte un plan de guerra no necesita confianza, pues es una cura de extrema urgencia ante un cuerpo agónico, inerte. Todo depende de la energía de los médicos y de las medicinas que se usen. (Ya que se suele citar tanto a Churchill, convendría recordar el lema de uno de sus libros: «En la guerra, determinación».)
Prospectiva inmediata
- I) Si el plan de guerra se impone y tiene éxito, esto es, si logra conjurar la catástrofe hiperinflacionaria, la Nación y todos los partidos se beneficiarían al vencer al tigre sin desgastar las fuerzas de reservas que hoy se concentran en torno al presidente electo. Para el radicalismo sería la oportunidad de rescatarse del oprobio de dejar un recuerdo político similar al que dejó el isabelismo (el modesto isabelismo nuestro, se entiende).
- II) Si el plan de guerra fracasa, dentro de tres o cuatro semanas estaríamos como en el atolondrado weekend del 20/21 de mayo, buscando las fórmulas jurídicas para pasar el gobierno sin confianza al que la tiene. Esta segunda hipótesis sería sin duda la peor. Y podría verse agravada si proliferan desórdenes ‑intencionados o no‑ que obliguen a las fuerzas de represión a salir a la calle. Esta triste posibilidad podría complicar todo el panorama por la interpolación de un elemento que enturbiaría la instancia absolutamente civil en que evoluciona la actual transición. Antes de reprimir, los encargados de la eventual tarea exigirían el cambio. (Anoto esta posibilidad con temor.) Calladamente ambos presidentes deberían tener en cuenta este esquema y trabajar conjuntamente para solucionar el posible pase de mando con todos los recaudos jurídicos y la mayor celeridad.
Hasta ahora ‑en buena hora‑‑ la crisis que soportamos es puramente financiera, causada por una descomunal incapacidad. Sería lamentable que se extienda fuera de ese cauce y afecte la salud institucional demostrada por la conducta de todos los sectores de la Nación. El cáncer financiero no debería tener metástasis. Estamos a tiempo de poder evitarlo.
La Argentina indemne
En esta hora de pesimismo y pesadumbre nos conviene recordar que el país está intacto. Entre el 6 de febrero y hoy no hay otra cosa más que un psicodrama económico y financiero causado por los dirigentes del Banco Central que en ese día se comportaron como el chico lelo que patea esa cosa redonda sin darse cuenta que es un panal de avispas enfurecidas.
Entre el 6 de febrero y hoy los campos siguen sembrados y los camiones llevan noche y día la cosecha hacia los puertos. Se venderá a buen precio internacional. Las fábricas y comercios esperan con las puertas entornadas que cese el atroz chubasco.
No hubo peste, invasión, guerra o embargo internacional alguno. Sólo hubo una circular bancaria que colmó todo margen de confianza en este Gobierno, no en nosotros ni en la magnífica Argentina que‑como si supiera‑ nos está regalando el mejor otoño que tuvimos en muchos años. Vivimos la «tempestad psíquica» de un pueblo que no puede creer y que económicamente se refugia en el único valor que tiene a mano. Esto no es ni el bombardeo de Londres, ni el de Berlín, ni la batalla de Stalingrado. La realidad, las cosas, la capacidad nacional, están indemnes. Es como si hubiese estallado una bomba neutrónica lanzada por los ineptos y todo el país estuviese en estado cataléptico. La riqueza real y el talento creador y productivo están a salvo esperando poder expresarse ni bien cese la pesadilla.
Vivimos una increíble crisis metafísica. Y la proclividad metafísica es uno de nuestros mayores enemigos: nos impide ver las cosas con pragmaticidad, sin abstracciones.
En este mismo siglo, en el tiempo de nuestras mismas vidas, los países que más admiramos, Italia, España, Francia, Alemania, vivieron cosas mucho más graves que la hiperinflación. Todos ellos resurgieron y hoy gozan su plenitud porque a pesar de todo, incluso del arrasamiento de 1945, conservaron intacta su fe y su fuerza creativo‑cultural. La voluntad de ser y de vivir exitosamente es el mayor don de la Argentina, tanto como en los países mencionados.
Sería conveniente que serenamente nos preparemos para un gran sacudón suspendiendo la expresión de nuestra amargura y de nuestro justo resentimiento para disminuir el caudal de tensa desesperanza que hoy predomina. Pienso que deberíamos apoyar en silencio a ambos presidentes, sabiendo que si falla el primer torpedo contra el mal especulativo (que todos hemos ido alimentando como una añosa endemia), antes o en el señalado 10 de diciembre, ingresaremos en una nueva etapa de poder democrático que cuenta con el consenso de todos los factores sustanciales de nuestra comunidad.
El presidente electo tiene hoy más votos que el 14 de mayo. Cuenta hasta con la confianza discreta de muchos de quienes siempre vieron en el peronismo la causa más evidente de nuestra (episódica) decadencia.
Esta realidad no es poco en los tiempos que corren. Son luces ciertas en la oscuridad.
Recuerdo lo que alguna vez me dijo el politicólogo J. W. Kilkenny (británico): «Ustedes los argentinos son ciclotímicos impacientes. Pasan de la euforia a la desesperación como adolescentes. Pero esto debería ayudarlos en lo que tiene de bueno: deberían saber que también el mal es en ustedes efímero».