ABC, 13/11/1998
Sólo la espada y el retorno del espíritu «samurai» de los fundadores podría devolvernos a la dimensión de aventura que nos hizo ser. Ve en el fascismo de Mussolini la respuesta imperial (grecolatina) a la atroz dominación de los mercaderes. Como Mishima, de algún modo lo suyo será un «hara‑kiri».
Sus colegas poetas viven del presupuesto o de la paga de las grandes empresas periodísticas. Se casan, son adúlteros alegres, van al Royal‑Keller y a los burdeles de la calle Junín. Los trajes son de tela inglesa. Buenos Aires era una fiesta. El interior se quedará mirándola hasta la llegada de Perón. Lugones no facilita las cosas: nunca se sintió porteño. Mal o bien, todos viven (salvo los «endemoniados» como Arlt y Fijman). Sus colegas gozan de la literatura como si estuvieran en un «Kindergarten». Lugones, el intratable, el que quiere convocarlos al heroísmo, será el centro de todas las puyas y de todo «pensar políticamente correcto». Victoria Ocampo y su Bloomsburry de Barrio Norte, comprende que nada tiene que ver Lugones con su sentido mundano y europeo de la literatura. Para ella Lugones será un tótem. Ricardo Moliriari confesará que ante Lugones, durante un viaje en auto, era «como si hubiese subido un tigre» (cuenta esto Conil Paz, extraordinario biógrafo del poeta). Borges me contó que ante él callaba y se tenía una sensación incómoda. Lugones sabía quién era y no concedía espacios.
«La Nación» acogerá con objetividad toda la serie de feroces artículos que escribe Lugones sobre «la desgracia y la mediocridad de la democracia». Cuando ya está instalada la republiqueta de gozadores que somos, todavía Lugones puede llegar a escribir estos propósitos de gigante; «Lo que ahora nos falta: una civilización, una moral, un culto».
Es cómplice del golpe de 1930. Había dicho que el soldado es superior a los civiles y los soldados lo tomaron al pie de la letra como esa familia de los del cuento de Borges que flagelan, matan y crucifican al pastor para facilitarle una buena «imitación de Cristo».
Lo que tendría por objeto afirmar una civilización americana no decadente y en una dimensión religiosa y moral, terminará en el pacto Roca (Julito)‑Runciman.
Enseguida cómprenle. Él, que pasa privaciones con su puestito de inspector en el Ministerio de Educación, rechazará airadamente la dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrece Uriburu. Se desentiende del resultado, aunque se responsabiliza del origen.
Poético país de poetas muertos.
Desde el tren ve pasarla realidad a contramano. Entra aire por la ventanilla bajada en el día sofocante. Las estaciones se suceden: Martínez, Acassusso, Victoria. Con la mirada abandonada allí iba ese hombre que el Borges (que no dejaba de asociarse a las bromas y puyas antilúgonianas) le dedicaría un libro para afirmar: «Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es la verdad ‘y es decir muy poco». Y concederá tardíamente: «Muerto, debe sólo ser juzgado por su obra más alta».
Cuando Borges escribió eso no sabía que el hombre de «canotier» que iba en ese tren llevaba hacia su propia muerte la decisión del mismo Borges de ser enterrado en Ginebra. Llevaba la muerte de Roberto Arlt, ese iracundo que lo detestaba desde sus efímeras ilusiones comunistas y que moriría en 1942, también solo, sintiendo que Argentina y su partida lo habían «ninguneado» en vida, aunque hubiese prefigurado a Céline y a Sartre en su obra de raíz genial. ‘
Por la ventanilla ve pasar las cosas y los seres como si fuesen las escenas de su propia vida. Tal vez no quiere ver el rostro de su hijo, que confundió la espada de Ayacucho con la picana eléctrica.
Aparecen esas mujeres que quiso. Esa esposa tierna pero inaguantable que toleró y que lo amaba, que lo obligó a mudarse «treinta veces en treinta años». Aglaura, ese amor sensual de su vejez que su hijo le prohibió amenazándolos con denuncias penales de adulterio. Las maravillosas mujeres que amó desde su panteísmo provinciano, con abundancia de moñitos, frú‑frú de rasos y cintas. Sus lujurias de solterón en siesta cordobesa. (El insidioso Borges escribirá del exagerado «Romancero»: «lirios, moños, .rosas y fuentes y otras consecuencias de la jardinería y la sastrería». El hombre que va en el tren tal vez sonríe).
Lleva la última horade Alejandro Pizarnik, lleva el frío del mar en la cintura de Alfonsina Storni. Lleva el silencio decidido y definitivo de ese gran poeta que es Enrique Banchs que desde 1911, casi sesenta años antes de su muerte, decidió no escribir más ni republicar sus libros. Lleva el silencio de Benito Lynch que le grita desde la persiana a un periodista que pretende entrevistarlo: «No vive más aquí».
Lugones se va en tren de la Argentina y en ese tren van muchos otros. Argentina no quiere espejos. Es un país en trance de traicionar su grandeza inicial, fundacional. Como Juana la Loca cubre los espejos con ve los negros. Que no pretendan refundarlo; que no quieran distraerlo de su vocación de factoría.
En el tren lo acompaña Juan L. Ortiz vendiendo su bicicleta para publicar una «plaquette» de poemas, Murena bebiendo su botella letal de whisky, Bustos descendiendo al sótano de la muerte. Y Conti, Mondolfo, Kusch, Lamborghini. El olvido final de Enrique Molina y de Ricardo Molinari. Nalé Roxlo, discípula de Lugones, agonizando de espaldas en un baño húmedo.
El hombre bajó de la «Egea» y le pidió al administrador de «El Tropezón», el señor Giúdice, un cuarto por dos o tres días (lo tranquilizó de toda sospecha agregando días que su valentía y su hartura no le concederían).
Guillermo Ara afirma en su libro que Lugones llegó al Tigre vestido de negro y que el rancho de paja era también negro. Es posible.
Le dieron un casto cuarto con esas camas de espaldar de hierro pintado de blanco.
Anduvo por el lado del muelle, sentado hacia el agua, meditando. Contra el tronco de un sauce rompió el cuello del frasco que no podía abrir (era el objeto que traía envuelto en una hoja de diario).
Al atardecer pidió un whisky y una jarra de agua. Escribió: «No puedo concluir la Historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en tierra, sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie, el único responsable soy yo de todos mis actos. Leopoldo Lugones. Al juez que corresponda».
Lo encontraron con la cara violácea por el cianuro, echado entre la cama y la pared por las últimas convulsiones.
Esto pasó hace sesenta años.
«Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte», escribió Borges, sobre ese Lugones que fue al único a quien no se atrevió a llevarle un libro de su autoría.