La Nación, 15/02/1998
ABC, 12/11/98 (I)
ABC, 13/11/1998 (II)
Argentina, el gran viraje, pp.138-145, 2000
En una bochornosa tarde de febrero de 1938, precisamente el viernes 18, un hombre de traje marrón (tropical», con rancho de paja y camisa rayada, viajó en tren desde Retiro al Tigre. Allí tomó la lancha «Egea», de helénicas reminiscencias, hasta el recreo «El Tropezón» en la desembocadura del Canal Arias sobre el Paraná de las Palmas. El hombre llevaba su portafolios de poeta y un extraño paquete envuelto en papel de diario. Algo que había comprado en alguna ferretería.
El hombre aparentaba la sesentena que tenía, con sus anteojos de borde de metal que denunciaban al lector, al intelectual caído en el verde exuberante del Delta.
Ese hombre terminal era Leopoldo Lugones. Había sido la personalidad más intensa y dramática de la Argentina. Tanto en la literatura como en la política y en la vida, había apostado en grande y había perdido en grande. (Heidegger, que algo sabía de estas cosas, afirmaba que sólo los que piensan en grande se pueden equivocar grandemente).
Seguramente sintió durante el traqueteo del tren que había sido incapaz de la necesaria mediocridad. Que no había tenido alivio de su orgullo indeclinable. Nada de eso ayuda a vivir.
Había recibido el gran don de la palabra poética. Desde el fulgurante «Las montañas del oro» se ubica a la derecha de Rubén Darío, en la tarea de devolverle a la lengua castellana esa fuerza expresiva que había perdido en el decimonónico sopor ibérico. Él y Darío iniciaban un retorno a la primigenia fuerza cervantina y quevediana del idioma. Aventura que culminaría en la revolución de la novela hispanoamericana más allá de promediado este siglo.
Su palabra poética ocupó todos los espacios. Desde las aventuras y juegos verbales frívolos, hasta la gravedad de poemas como «La voz contra la roca», o el magistral «Salmo pluvial».
A veces, entre el grupo de literatos que se recrea en cada generación, suelen aparecer los raros, los distintos. Los distinguidos por una dimensión espiritual de tal magnitud que transforman el decir poético en posibilidad de fundación o de conocimiento extremo. En este sentido, en Rusia, se dice de hombres como Tolstoi o Pushkin, que fueron un «alma grande». Esta honrosa incomodidad los transforma en seres excesivos para su medio y su tiempo. Podríamos ejemplificar con Víctor Hugo, el fenómeno Rimbaud, Walt Whitman, Holderlin, Unamuno, Nietzsche. En nuestra marginal y hasta entonces bucólica provincia literaria, le tocó a Lugones habitar ese destino.
Era de la raza de creadores que se sienten convocados a vivir «el arte por el lado de ser destino supremo», según la frase de Hegel. En ellos, la poesía pierde su dimensión puramente literaria y se transforma en « poiesis», instrumento para las aventuras del absoluto. Para Holderlin será el intento de propiciar el retorno de los dioses expulsados por la Modernidad; para Nietzsche, la superación del hombre más allá del bien y del mal judeocristiano; para Whitman fundar la relación hombre-comunidad‑naturaleza, en esa entrañable América que se le presentaba corno espacio puro y abierto para una nueva experiencia humana.
Lugones sintió que más allá de los versos, su poética estaba convocada para una tarea fundacional mesa Argentina, que él sintió con la misma fascinación de posibilidad, como sentiría Whitman a Estados Unidos.
Ni Sarmiento ni Hernández se tuvieron o se cultivaron como poetas. Se consideraron creadores ocasionales. Casi fueron inconscientes de la perfección que alcanzaron. Habían vivido como hombres de acción. Legones sintió que tenía que consolidar esa Argentina que entre 1880 y 1910 se demostró como una realización increíble en los desiertos de América. Pensó que tenía que cantarla, enumerar y nombrar sus esencias surgidas desde el desafío, el riesgo, la apuesta y la generosidad. Veía larvados gérmenes de abandono y disolución en la nación triunfante. Tal vez se pensó como un Virgilio que debe recordarle a Augusto los valores de ese imperio que empezaba a peligrar. Legones pensó que le tocaba escribir las «Geórgicas» argentinas. Tal vez más aún: una «Eneida» surgida de gauchos errantes transformados en titanes fundadores. No en vano escribe. «El Payador», en el que estudia el «Martín Fierro», y ahonda en los supremos prototipos de nuestra Argentina: Sarmiento, el educador y Roca, el conductor. Todo es preparación para su canto fundacional.
Varios Lugones, múltiples conflictos.
Desde lo sublime a lo frívolo, desde lo verbal a lo más profundo, Legones abarcó todas las posibilidades de ese don poético que es innato. Decía Víctor, Hugo: «Escribir poesía es fácil o imposible. La facilidad de Legones será la fuente de todas las controversias literarias argentinas. Apoyó su decir en una formación increíble para la época: dominó las culturas grecolatinas y el idioma griego; de Darío recibió la gran veta de la poesía francesa, desde Hugo hasta Semain y Laforgue; Poe y Whitman le abren el camino a la fuerza de la lengua inglesa; Quevedo será su paradigma. Se forma con Ingenieros. Lee a Marx y queda definitivamente tocado por Nietzsche. Se informa de la revolución de las ciencias, será interlocutor de Einstein en Argentina y las reflexiones de Heisenberg tendrán especial importancia en su cosmovisión. Visita todos los templos de su época: será socialista, wilsoniano demócrata, pro fascista, antidemocrático, hombre de Roca capaz de entender a Irigoyen, promilitarista en un sentido «samurai» y heroico, que el general Justo se encargará en echar al piso. Amigo permanente de Darío, vivirán en París juntos y visitarán la casa de Víctor Hugo como un «sancta santorum». Se inicia en espiritismos, teosofías y en un particular conocimiento de «la Tradición» espiritual, madre de religiones. Esto lo lleva a un insólito y poco conocido viaje a las regiones boreales de la «Última Thule», que ingenuamente ubica a más de mil kilómetros al norte de Estocolmo. Este agauchado comedor obsesivo de locro y empanadas fue seguramente el más exótico buscador de ese «despertar del ser» en los desiertos de hielo (apolíneos) no lejos del atroz «Mailstrom» de Poe. Todo lo sabe, todo le interesa. Los escritores de su tiempo son o comunistas convencidos de la bondad de Stalin o irigoyenistas demócratas o conservadores de rotograbado dominical. Allá arriba, solo, aislado en su orgullo está Legones, el intratable, el que sabe que todas las casas forman un sólo Palacio perdido en la niebla como el Castillo de Kafka.
Mientras el grupo literario se aliena en los consabidos errores del siglo, Legones se sitúa más allá de las ideologías y propugna una fundación heroica de la Argentina. Surge el tema de «la espada» como en Mishima, como obsesión. No tolera la Argentina que se va con Roca, su protector. En 1924, en Lima, en la conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, proclamará «la hora de la espada» (el general Justo estaba en la primera fila de la platea). «Todo hombre nace soldado», afirma. La historia de la Argentina grande es una historia de hombres que fueron o «quisieron» ser soldados: San Martín, Rosas, Urquiza, Amigas, Mitre, Sarmiento, Roca.
Con el feliz gobierno de Alvear, Lugones comprendió que «la grande Argentina» se transformaba en un país de tenderos y ganaderos aristocratizantes. No le importaba la Argentina‑negocio‑internacional que ya estaba ubicada entre las diez naciones «económicamente» más poderosas.