Iberia, 23/08/1987
Barajas, a las once de la mañana. Un resplandor que golpea al viajero somnoliento. Un resplandor que se enciende en ese amarillo vangoguiano de los campos de la Mancha entrevistos desde la ventanilla del avión.
Llego extenuado por los agasajos y la fusión caribeña: en Caracas se otorgó el premio Rómulo Gallegos a mi novela “Los perros del paraíso» Es el otro Cervantes de Hispanoamérica, instituido por la nación venezolana.
Un escritor ‑como todo creador‑ necesita, después de tantos años de trabajo en soledad, un golpe de impulso, una respuesta. No es lo corriente, y por lo tanto uno siente que es un don excepcional, tal vez un favorable error o malentendido.
El taxi que me lleva al hotel me adentra en el Madrid de agosto. Es un Madrid quieto y oso. Es como si hubiese cambiado más que de estación, parece mutado de siglo. Como si cansada de la barahúnda y el tráfago hubiese decidido visitar su pasado, su quieto esplendor sepultado por la actividad. Hay algo de aquella yaz y del «douceur de vivre» del silo XVIII. Un ritmo y un espacio para cosas y peatones sin apuro. Pareciera que Madrid descansara de sus habitantes, de sus frenéticos contemporáneos, tan comunitarios, bolsistas, eficientistas y tecnolátricos. Vuelve a ser la Villa Mayor; suena en la Castellana el grito de un niño que fue un jubilado mira un gato.
La Villa se fuga de sus triunfos en este siglo de las luces (eléctricas y electrónicas, más que de las otras).
Yo, que soy un nostálgico y un secreto defensor del subdesarrollo (no en vano viví seis años en Venecia, capital y síntesis de todo lo bello del pasado), me siento impulsado a comentarle al taxista, un viejo gruñón:
‑¡Así debería ser siempre!
‑¡Qué val Madrid, ni en agosto ni nunca… ‑responde, sin dar espacio a concesión alguna y desmontándome de mi amago de romanticismo de viajero cansado que no puede dormir en los aviones. Dice:
‑Además, nos moriríamos de hambre… Sin gente no hay carreras ni esto ‑y movió los dedos de contar plata en el aire. La poesía es débil y cae fácilmente derrotada ante los argumentos de la realidad.
El auto se deslizaba sin taponamientos. Las luces se hacían larguísimas. Parecía que habíamos entrado en una de esas tarjetas postales color sepia que mostraban el Madrid de preguerra. Hasta los autores resultaban más grandes y lujosos en una realidad con más espacio y tiempo.
Recordé la frase de Rilke, quien, refiriéndose a este siglo de las megalópolis, decía que toda gran ciudad es algo contra natura. Y también a Le Corbusier, que algo sabía de estas cosas: refiriéndose a Venecia decía que no era una ciudad del pasado, como creía el común de la gente, sino más bien la ciudad del futuro, capaz de conservar la identidad de sus habitantes, aunando la medida humana con la máxima posibilidad de belleza arquitectónica.
Madrid en agosto se libra de la presión del futuro. Estuvo muy empujada hacia ese tiempo verbal, quizá en forma desmedida. En agosto debe echarse bajo un árbol como el atleta cansado por una cerrera implacable. Incluso debe descansar de sus habitantes tan infatigablemente futuristas.
Se vuelve hacia su pasado para reencontrar sus fantasmas. Cuando damos vuelta a Cibeles y bordeamos el Retiro, esto se me hace bien claro. Una ciudad, por más que se lo proponga, no puede hacer nada contra sus fantasmas. Su madurez consiste en
aceptarlos, en vivir con ellos. Del mismo modo temo ocurre cera el hombre.
Esos jardines deben ser el centro de reunión de todo un universo de Goya, con sus fantasmas sublimes y palaciegos y sus esperpentos, fusilados y vencidos. Pero una ciudad, una verdadera ciudad, es todos sus fantasmas. Puede que en sus venas el degollado termine jugando al tate con su verdugo.
Veo con claridad que no encontraré a nadie de mis amigos: hay un impresionante frente de ventanas cerradas. Pero igual los llamaré: sé que muchos prefieren este Madrid quieto como el mejor sitio de veraneo. Seguro que viven un mes de topes, con el teléfono desenchufado, después de comunicar su partida hacia alguna playa brillante y movida. Los llamaré igual, porque yo, que conozco el truco, sé que a veces no se resiste y se responde al teléfono.
Se ve que mi efusión no dejó de hacer mella en el taxista, que se quedó pensando:
‑No. Madrid, nada, ¡qué va!
Preparo el dinero para pagar y busco una reconciliación de último minuto:
‑Si es así, me imagino que saldrá usted también unos días de vacaciones…
El viejo me miró consternado. Durante un instante dudó en contestarme como quien está ante un lelo irredimible; después dijo:
- ¿Usted pretende que yo vaya a juntarme con los locos que tengo que aguantar todo el año? ¡Por favor! ¡Hace treinta años que no me muevo de Madrid! ¿Adónde quiere que vaya? ¡Y en agosto!