Diario 16, 19/10/1983
Sabemos que los romanos iban al circo para ver la fiera. Paganos, les interesaba el esplendor del león, del tigre de Bengala, del irreductible toro ibérico. Panteistas, concedían la presencia de los dioses en esas fieras más poderosas que los bípedos mentalizados. El hombre no les interesaba tanto ni tan indiscriminadamente. En el coliseo sólo era un agregado para que la bestia pudiera lucir su crueldad (se les echaban algunos esclavos invendibles o baratos, prisioneros peligrosos o esos irritantes heterodoxos del judaísmo, los llamados cristianos, con los que nada se perdía, pues, más bien se los beneficiaba con la paradisíaca eternidad que espera a los mártires).
Humanismo
El humanismo, sin embargo, triunfó (según dicen los que poco recuerdan Dachau e Hiroshima). De aquel coliseo quedan estas plazas. El antiguo ritual sobrevive con nuevas claves.
Ahora es más bien la bestia la que pasó a ser adjetiva para permitir la exaltación del hombre.
El 12 de octubre de 1983, en la Real Maestranza de Sevilla, ese hombre fue el torero Manolo Vázquez.
Siempre hay un último toro de la vida, como un último libro o un último beso. Esta melancolía reunió a todos los que fuimos para la ceremonia del adiós de ese gran matador.
Al salir, en los portones de la Maestranza, pensé que lo que había ocurrido en el ruedo era motivo para decir que quien estuvo no podría contarlo.
Pero intentemos decir, ateniéndonos a la esencia, no a las circunstancias tauromáquicas que tan bien describieron los críticos especializados.
Creo que Manolo Vázquez le salió a esa tarde de tres toros con la infrecuente decisión de quien quiere acabar, de una vez por todas, con los fantasmas de miedo y muerte. Que intentó, desde los primeros capotazos, saltar la barrera de la razón para situarse en el éxtasis ‑torero o poético, como se prefiera‑ donde el artista sabe que está la única posibilidad de triunfo, donde se da el conocimiento más hondo.
Se trata de secretas barreras, de íntimos frenos.
Desde entonces, la razón y la prudencia quedaron a su servicio. El brazo y el cuerpo se encendieron en la extraña gracia del torero entregado, en el que la sapiencia de años queda imperceptiblemente hecha gesto, paso justo, ritmo.
El sombrío enfrentamiento hombre-fiera empezó a alumbrarse de gracia. La espesura de violencia y muerte fue abriéndose. La culminación en aquella increíble faena del tercer toro se produjo con la serie de ayudados por alto y, después, cuando se detuvo en aquellos derechazos y pases en redondo, girando, sin moverse, embarcando a la muerte‑toro en un ritmo de ballet quieto, de apariencia fácil y alegre.
El demonio de la lentitud lo gana. Es el arrojamiento hecho clama. El vértigo contenido en danza. Como todo clásico, Manolo Vázquez culmina el coraje en el disimulo, en el gesto pausado, en una elegancia lenta y profunda. El ímpetu de la bestia, la pulsión tanática y la astucia del hombre quedan absolutamente transformados por su arte.
Los protagonistas de la insensata y tal vez eterna guerra hombre‑naturaleza se enfrentan una vez más, pero como pocas veces se produce una resultante de belleza. El triunfo de la sensibilidad humana fue tal que todos (quizá también el mismo noble toro) sentimos que el animal estaba muerto antes de que le fuera clavada la espada.
Eran instantes. Todo era efímero, figuras en el espacio, imprecisión de comentarios o algo que queda para siempre en la retina y en la memoria del pueblo torero, todo desapareció en el aire.
La gloria
Después, la justa gloria de ese hombre que decía de manera tan enamorada adiós a su vida torera. Vida difícil de frustraciones y altibajos. El pequeño gran hombre Manolo Vázquez era llevado a hombros por una masa exaltada que, habiendo ido a los toros como siempre, salió como nunca: tocada por esos contenidos profundos que lleva la lidia desde hace milenios. Fiesta curiosa donde la muerte y el riesgo se vencen desde el máximo arrojamiento, y donde el horror y la violencia quedan transmutados en armonía.