La Gaceta, 22/09/2002
Cuando Marcelo Sánchez Sorondo nació, hace noventa años, Argentina estaba más cerca del candil y de la vela de sebo que de la luz eléctrica. El llamado progreso era algo europeo que importaban los excéntricos. Sólo el caballo, el cuero, la madera y el fierro nos parecían esenciales. Sin embargo, algunos autos ya asustaban a las señoras que iban al Rosedal de Buenos Aires.
Pero el impulso de la generación del 80 triunfaba. Aquel Buenos Aires donde todavía picoteaban las gallinas entre los arcos del Cabildo, según cuenta Larreta, se veía transformado día a día por la masa de inmigrantes españoles e italianos que crearían una nueva etnia y arrebatarían a Buenos Aires de la siesta colonial sudamericana.
Marcelo ‑como lo llama su Buenos Aires- recuerda a aquellas maestras sarmientinas del colegio Cinco Esquinas. Colegio del Estado para la educación nacional, igualitaria y patriótica (la señorita Delfina de sus recuerdos). Los desfiles del 9 de julio por la avenida Alvear abajo, con los lanceros del Colegio Militar y la famosa fanfarria de Granaderos.
Aquellos veranos largos y lentos en la Mar del Plata con su rambla de madera y los caballos de la niñez en el aire caliente de los campos de la provincia de Buenos Aires. Con exceso de discreción, Sánchez Sorondo, apenas apunta en sus Memorias estos detalles que de algún modo unen lo íntimo con aquellos años grandes y decididos de la Argentina (Aquel Apogeo, como lo definió Juan Archibaldo Lanús).
En las largas sobremesas de entonces los jóvenes no podían opinar, pero oían y se formaban. El padre de Marcelo era uno de los más fuertes dirigentes del conservadurismo que ya se veía desplazado por el auge de Hipólito Yrigoyen. Pese a odios y diferencias, cada sector cumplía su parte en una edificación uniplural (como escribiría Nimio de Anquín). A partir de los años veinte, el país que había sido un desierto en los confines de Occidente, es una potencia de la importancia mundial, entre los diez países más destacados del mundo. Buenos Aires, alimentada por una emigración heterogénea, se erige en el centro cultural de Iberoamérica.
Marcelo no se pliega al conservadurismo paterno. Desde la intimidad de aquella gran clase dirigente, eficientista y sustancialmente liberal, intuye y analiza los peligros de un cosmopolitismo extranjerizante. Comprende al denostado Rosas y ve en los combates de la Vuelta de Obligado, la expresión de una patria profunda. Su ideario será el del nacionalismo militante y la búsqueda fórmulas políticas que puedan preservar lo nacional como valor prioritario. Queda alejado por igual de la izquierda satelital y del liberalismo que, por la puerta de Buenos Aires, abre el camino a la subculturación desde el exterior y a la dominación económica.
Después de la revolución de Uriburu, con el advenimiento del general Justo, el nacionalismo argentino queda al margen de su propia clase. Fundan, a veces con la dirección de Marcelo, aquellas publicaciones que denunciaban desde el pacto Roca‑Runciman (que aseguró a los argentinos la estabilidad durante los críticos años 30, después del crash de la economía norteamericana), hasta la tilinguería cultural. Vieron en Mussolini y en Franco la resistencia tanto a la concepción burguesa de la vida ‑que, como aristócratas, los nacionalistas argentinos detestaban‑ como a formas supuestamente democráticas en las que se perdía el sentido heroico, guerrero y fundador, de sus antepasados del siglo XIX. En el fondo, buscaban un camino para afirmar esa particularidad de la Argentina, que la Constitución alberdiana no reflejaba. Sabían que Argentina necesitaba, y necesita, un Jefferson capaz de poner en letra el ordenamiento que corresponde a nuestro ser profundo. Sánchez Sorondo, en su libro admirablemente escrito, supo señalar cabalmente esta oposición entre el impulso caudillista instructivo y el racionalismo formalista, democratizante, como una dialéctica no solucionada en la vida argentina (desde Rosas hasta el desastre contemporáneo).
Creo que aquí reside la importancia del pensamiento persistente de Sánchez Sorondo a lo largo de su vida como político, como ensayista, profesor y ciudadano.
Pese a sus reservas de estilo, apoyó a Perón desde sus inicios como ministro de Guerra, a partir de 1943.
La diplomacia de Perón le pareció un acto de increíble coraje en aquellos años de la inmediata posguerra, cuando los países eran considerados como parte de los bloques vencedores, inaugurando cuarenta años de «guerra fría».
En sus Memorias, Marcelo señala el arrepentimiento de no haber comprendido debidamente a Frondizi, cuyas contradicciones (entre su teoría nacional en Política y Petróleo y sus contratos con las empresas norteamericanas, por ejemplo), llevaron al alejamiento del sector nacionalista.
Sánchez Sorondo, como todos los hombres a lo largo de sus compromisos históricos, pudo haberse equivocado. Heidegger, que algo sabía de estas cosas, escribió que sólo se equivocan en grande los que piensan en grande.
Sánchez Sorondo, en sus aciertos y sus errores, quedó siempre indemne ante los ojos de todos porque jamás lo guió otro interés que no fuera el patriótico.
Acompañó al siglo y entra con nosotros en el que se inicia. Después del reciente ciclo de ineptitud y de entrega, de falta de patriotismo y de desvergonzada sumisión internacional, el ideario nacionalista de Marcelo Sánchez Sorondo se erige ejemplarmente entre las ruinas de este país. Lo que enseñó, la necesidad de patriotismo, de afirmación de los hombres y riquezas de esta maravillosa máquina de vivir llamada Argentina, tiene más vigencia que nunca.
El dolor actual de la Patria, en su peor momento histórico, es el espejo de errores que Marcelo señaló como un desvío cultural profundo. En esta circunstancia la discreta pero incorruptible voz de Sánchez Sorondo lo eleva a esa categoría perdida en el desvarío argentino: la de un Maestro.
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