La Gaceta, 15/07/1984
Un gaucho alzado, quejoso, subversivo, poeta, borracho, asesino en duelo provocado por su ofensa, destruido por los creadores de progreso de su tiempo, salvaje entre puebleros y civilizado entre salvajes… ¿qué tenemos que ver con él nosotros, los argentinos actuales? Aclararlo nos lleva a un breve análisis.
Se puede afirmar que desde un punto de vista social, étnico y económico, nuestro país se conformó por yuxtaposiciones. Si la Argentina es la anterior a la versión española, la Argentina II corresponde a la sociedad colonial, inicio del mestizaje. La Argentina III es la que surge en Mayo, consolidando en el poder a la sociedad criolla que lucha por concretar un país independiente hasta fines del siglo pasado, hasta los tiempos de José Hernández, cuando la élite liberal, y preferentemente porteña, dedica el país a un vasto programa modernista y lo abre a la inmigración masiva de la que. nacerá la Argentina IV, la nuestra. Martín Fierro se quedó merodeando en los umbrales de esta Cuarta Argentina, impotente ante el triunfo de esa inmigración alentada por un sentido prometeico irrefrenable.
La Cuarta Argentina
Los conductores de la Cuarta Argentina decidieron refundar el país, crear una nación moderna, sarmientinamente civilizada, con el riesgo de vender el alma criolla. Se importan hombres, técnicas, estilos, ideologías y un concepto europeo del Estado. En menos de 30 años, la nueva Argentina funciona con entusiasmo. El ochenta por ciento de la población tendrá ascendencia casi directa de europeos. El federalismo expira a los pies de Buenos Aires después de obtener el reconocimiento formal de la Institucionalización. Un obstinado patriotismo inmigracional, manifestado en una rigurosa adoración de símbolos y tradiciones no vividas, se pone de manifiesto a la medida que se sumergen el estilo y los valores de la sociedad criolla y provinciana. La mística del progreso se impone como un imperativo y apenas encubre el way of life anglosajón. La ínsula Argentina deja el aislamiento del confín y pasa a ser una brillante y promisoria provincia del «mundo moderno».
La fáustica entrega triunfa: hacia 1920 estamos a la par de Canadá y casi de Estados Unidos. Según los cánones de época, éramos un país desarrollado; España o Italia (las madres) quedaban atrás en muchos aspectos.
Sin embargo, el alma nacional se mantendrá extrañamente viva y dispuesta al contragolpe, a una secreta subversión.
Martín Fierro
Se podría decir de Martín Fierro que fue el primer beat o hippie o «El último mohicano». Se plantó en el umbral de la sociedad que se le proponía. No supo hacerse cómplice de ella ni degradarse a Viejo Vizcacha. El sentido de progreso que se decidía desde Sarmiento, Mitre, Avellaneda y la brillante Generación del 80 exigía una renuncia de su estilo y tradición e imponía un límite asfixiante para esa unamuniana hombredad del criollo. Su orden silvestre era sustituido por el orden del sometimiento productivo. Fierro era heredero de la sociedad primigenia americana: del gaucho errante, del poeta, del artesano, del espacio libre, del coraje y del honor aristocrático, tan hispánico. Estrictamente era un anarquista: aspiraba a un orden local, a un sedentarismo sin imposiciones, a una jerarquización natural de los valores y no a la estamentación de leyes abstractas dictadas por quienes detentaban el poder legislador.
En los inmigrantes dispuestos incondicionalmente a la complicidad con el sistema de producción y consumo que se creaba vio sus enemigos. Ellos impulsaban ese progreso que se concretaba en el exterminio del indio, el alambramiento de la tierra, el asalariamento de los hombres. Fierro, en cambio, se movía bien en las tierras socializadas por el vacío, o por la falta de «propietarios» en el riguroso sentido europeo que ese vocablo cobraría en el Código Civil de Vélez (1869). El «atraso», según el criterio europeo, era su única posibilidad de sobrevivencia, su posibilidad de progreso.
La rebeldía argentina
El gaucho Fierro se rebelaba contra una forma de vida en la que poco han reparado sus analistas, psicológicos o literatos: no negaba las cosas esenciales (la tapera, el árbol, la carona, el cuchillo, la guitarra, la mujer y los hijos, elementos que integran ese paraíso perdido que evoca en su desgracia de muchos versos), pero se alzó contra el cosismo, padre de la actual sociedad de consumo que ya en aquellos tiempos empezaba a transformar al hombre en mercachifle o en agobiado ente comprador. En el plano económico la sociedad liberal‑burguesa que se inauguraba se disponía a engrandecer materialmente a la Argentina según los modelos de las grandes sociedades europeas y norteamericanas. Se iniciaba la lucha por ese crecimiento sin grandeza de pueblo que hoy podemos observar en muchos países que alcanzaron la cúspide de avance meramente material produciendo, a la vez, un pavoroso déficit humano: ese mar de hombrecitos conformistas, neuróticos, existencialmente baldados.
En el plano metafísico; Fierro se sentía impedido para padecer el esquema de culpa‑salvación judeocristiano que en la Argentina se fue imponiendo no sólo por la influencia eclesiástica sino como la forma de «vida moderna».
Fierro, como los gauchos y los jaguncos, estaba cerca del paganismo primigenio del continente americano. No se sintió culpable de vivir ni de esos crímenes que muchos juzgan horrendos. Tampoco Facundo se sintió culpable, Para ellos el, coraje, el riesgo y la fuerza instintiva tenían más valor que los criterios éticos de raíz judeocristiana importados en suelo americano por el poder español o traídos con las formas de vida «europeas».
El pacto fáustico
Desde los tiempos de la Generación del 80, nuestra Argentina IV vivió muchas peripecias. Hemos visto el triunfo de la eficacia, el sálvese quien pueda de la sociedad de competencia, la carrera hacia las vacas, las tierras, las finanzas, el aluvión del consumo masivo. Por otra parte, también es verdad que Argentina llegó a ser el país más poderoso y civilizado de América Latina. Pero el pacto fáustico se cumplió sólo en parte, la definitiva entrega del alma criolla no se realizó, y es entonces que vemos a la Argentina demorada por la sobrevivencia de ciertos valores, nunca extirpados, que terminan por corroer la posibilidad de cumplimiento del proyecto anglosajón en nuestro país. Un extraño impedimento de raíz espiritual nos impidió seguir junto a nuestros compañeros de ruta de antes: Canadá, Estados Unidos, como ejemplo.
El alma criolla
Hay muchas pruebas de esa vigencia del alma criolla, que actúa oblicuamente, a contrapelo del «proyecto»: la admiración del coraje inútil, el tango, la burla del hijo del inmigrante contra los valores positivistas de sus padres el hombre solo y resentido de Scalabrini Ortiz, la inflamación folklorista, los silencios de Yrigoyen y su neutralismo internacional, el infuncional sentido de la amistad, la conducta de Argentina durante la Segunda Guerra, los resentimientos históricos de algunos partidos políticos, la venganza de los inmigrantes contra la sociedad liberan que los produjo, el triste slogan «alpargatas sí libros no». Estos signos nos demuestran en parte esa imposibilidad argentina para ingresar con soltura, como buenos alumnos, en algunos de los dos esquemas «serios» que se reparten el mundo en este siglo. Los ideólogos y los bienpensantes llegan a la desesperanza. Ocurre que no saben reconocer la corriente profunda que determina lo que califican como nuestro desastre o nuestra desdicha. (Hechos que para otros constituyen una mayor ventaja, pues nos confiere todavía una posibilidad en un mundo de mera eficacia y materialismo).
País contradictorio
Hoy nos reencontramos estructuralmente con el gaucho Fierro de 1872. La Argentina de hoy es uno de los países más extrañamente contradictorios de la tierra. Como país, no se define de acuerdo. con la línea que determina su pasado, su situación económica y sus proyectos de nación modelo en Occidente. Es un país que cabalga en dos caballos: parece consciente de que los sistemas en boga responden a una maquinaria de eficacia que sepulta una nunca desvanecida imagen de dignidad, de hombredad, que el argentino cultiva como uno de sus valores primeros. Consecuencia directa de estos movimientos de fondo del ser social es ese irracionalismo político, que parece ser la plasmación de una inquietud que sobrevive en toda América Latina. Como si los dioses de la tierra hubieran sido sólo sepultados pero no exterminados.
El Quijote
¿De dónde proviene esta actitud? Debemos sin duda buscar la respuesta del lado de España. Esa España que alcanzó siempre su mayor grandeza en oposición al mundo de su tiempo (su negativa al orden burgués que se consolidaba en el siglo XVI; su subestimación del comercio; sus reservas ante la ciencia como fin y supremo tribunal; su incapacidad para el Iluminismo). España, simplemente, es la gran rebelde de Europa y de las ideas que llevan a la encrucijada de este mundo moderno que hoy padecemos.
No viene al caso comparar a los dos personajes literarios: el Quijote y Fierro. Ya se lo ha hecho abundantemente como ejercicio de vana literatura comparada. Fierro es un antihéroe: una gran personalidad (personaje) que no alcanza mayor altura ética, su plano es casi policial, su subversión anárquica y destructiva que lo lleva al crimen del inocente. Toda su grandeza ‑y quizás toda su posibilidad de justificación‑ está en su verdad y en su debilidad ante las fuerzas de «progreso» que lo aplastan. Es un desubicado: en el desorden animal de la indiada, un blanco; en el orden ciudadano sarmientino, un vago. (Borges, que es un decidido partidista del mundo de la «civilización y del progreso» no advierte que la rebeldía de Fierro busca la preservación de valores de suprema libertad, y no vaciló en calificar a Fierro como un mero delincuente del medio literario). Pero lo desagradablemente delincuente de Fierro no debe hacernos olvidar la esencia de su rebeldía.
El Quijote, en cambio, es el héroe supremo: rompe el equilibrio de las razones encarceladoras para habitar en la sinrazón iluminada, como un místico. En su conducta desatinada de rebelde independiente funda y da testimonio de los valores supremos: la fantasía, el coraje, el espíritu de justicia, el amor. Desconoce la queja y la demagogia (Fierro por momentos es plañidero). El Quijote está exento de resentimientos
Raíz común
Pero lo fundamental es ver la común raíz de rebeldía, la radical oposición a un mundo que crece hacia el desastre de los «infiernos climatizados». Son dos rebeldías enfrentadas a las fuerzas mayores de su época. No alcanzan a estructurarse en posiciones creadoras, concretamente viables, en formas de vida posibles. Los dos jinetes quedan como dos ángeles anunciadores del conflicto. Señalan.
El caballero andante español, compuesto de su armadura, su caballo y su Sancho, se hermana con el gaucho desamparado en una rebeldía que trasciende sus épocas y las correspondientes ideologías: ambos se niegan, con su lenguaje, a ingresar en un mundo que pretende perfeccionarse al precio de la unamuniana hombredad. Ambos rechazan una sociedad que ‑con lenguaje marcusiano‑ pretende imponer el principio de eficacia a costas del principio de fantasía.
En la conducta histórica de los países que han creado los personajes se puede encontrar una sorprendente correspondencia.
El precio de la rebeldía es alto, pero el que la pierde, pierde su Ser. Pero la aceptación de ella, sin una sublimación conforme a los tiempos, es también negativo, suicida. Los argentinos tenemos tristes experiencias de esta incapacidad.
El desafío de nuestro momento nos exige la superación de la autodestrucción. Porque toda rebeldía que no se oriente constructivamente se transforma en negación, en fuerza letal, tanática.