La cultura en la Sociedad Democrática, Vol.II, Secretaría de Cultura, Presidencia de la Nación, 1999.
Muchas gracias. Escuchándolo a García pensé algo en relación a los pensadores. Yo estoy aquí como novelista; no soy un pensador, ni un filósofo, ni un hombre del pensamiento racional. Soy un hombre de pensamiento literario, de esa forma extraña de creatividad. Y pensaba en relación a lo que dijo García, que estamos citando continuamente autores extranjeros. A mí me pasa cuando escribo algún ensayo (de los pocos que escribo), que siempre me doy cuenta que estoy citando extranjeros. Y ocurre que en relación al pensamiento filosófico América Latina y Argentina han sido bastante pobres. Hemos tenido una estructura de pensamiento no independizada, jamás nos hemos independizado de la gran casa académica, cuya matriz en plano general era un plano europeo de la casa del pensar. No hemos tenido el coraje ‑y lo debo decir con un poco de vergüenza en la medida en que soy el último obrero de esa grey‑ que han tenido los poetas y los novelistas de América Latina. De alguna manera, la gran aventura cultural de nuestro continente en este siglo fue que entre los poetas y los novelistas han creado un lenguaje, se han apropiado de un lenguaje, absolutamente independiente del de la literatura mundial, prestigiosa, general. Así como un joven que se inicia en el psicoanálisis, donde hemos tenido aportes argentinos importantes, no podría sin embargo prescindir de Freud o de Lacan, y si es filósofo de Heidegger, de Nietzsche, un joven que se inicia en la literatura es posible que empiece por Lezama Lima antes que por Proust. O por Borges antes que por Azorín. Antes era al revés; hace treinta años los que queríamos leer una literatura indirecta y refinada leíamos a Azorín, por ejemplo. O cuando queríamos ver una aventura de ruptura del lenguaje leíamos a Valle Inclán. Hoy día, verdaderamente, con Lezama Lima, con Guimaraes Rosa, con Rulfo, con Borges, la literatura de América Latina crea un espacio propio donde sus propias palabras corresponden a su realidad. Así como en la época del descubrimiento y la colonia los españoles que le llegaban al álamo le llamaban álamo y era un álamo americano, ponían. Y al ceibo le ponían, ceibo europeo, ceibo americano. Y así, no veían la realidad nuestra sino a través de las palabras de ellos. Insisto: la gran aventura cultural de América Latina y la gran aventura cultural de nuestro siglo ha sido crear un lenguaje propio. Y yo espero que los filósofos sepan llevar a cabo esa misma ruptura y tengan el coraje que tuvo Nietzsche para independizarse de esos grandes enclaustramientos del lenguaje con que él se encontró en su época y en su propio continente. Nosotros tenemos que tener el coraje de pensar, el coraje de expresarnos, el coraje de no ser perfectos, el coraje de no ser académicos. Por esto me gusta recordar aquí al amigo que fue Rodolfo Kusch quien, siendo un hombre de modesta formación filosófica en el rigor ese europeo con que nos medimos los argentinos con nuestra falta de humildad tradicional, pues Kusch no sería de acuerdo a esas medidas un filósofo muy preparado, tuvo el coraje de incluir algunas intuiciones e ideas y abrir puertas al pensamiento. No digo esto para recaer en la memoria de lo que fue el pensamiento filosófico, porque recaería en lo que más detesto: la memoria que se transforma en freno a la creatividad.
Digo esto con toda honestidad porque pienso realmente que el espacio de la novelística latinoamericana ha tenido el coraje de zafar, nada menos, que de la estructura narrativa europea, para la cual nosotros estamos muy determinados. Ha tenido tanto coraje que marxistas como mi amigo Manuel Scorza, el mismo García Márquez; hombres de pensamiento racional más bien de izquierda, racionalista, marxista, han escrito sus novelas en una dimensión fantástica, estética, libre, cervantina. El único lugar donde se rescató la tumba de Cervantes, que era el objetivo de los hombres de la generación del ’98 en España. Decían, tenemos una literatura decadente, una literatura triste como fue la literatura del ’98. Esas novelas de Baroja, entrañables y, al mismo tiempo, tan tristes, tan de universo sin dimensión, sin coraje, sin aventura. El único lugar de la literatura española donde se recuperó a Cervantes ha sido la literatura latinoamericana. Hemos recuperado eso que Marcuse llamaba el principio de fantasía. Eso de volar fantásticamente. Y en eso ha habido un promisorio retorno de la poética como la maestra, la madre y maestra de todas las literaturas. Y la poética ha insuflado nuestra prosa; ese coraje para ir adelante y llegar a nuestro propio ser, a nuestra propia personalidad, a nuestro erotismo, a nuestra idiosincrasia. La literatura latinoamericana lo hizo. El pensamiento latinoamericano pienso que está en deuda.
Bueno, ya sabemos que la literatura es un forma controlada de la memoria, es un viaje al pasado. Bastaría citar a Proust ‑ aquí ya se lo ha hecho ‑ como el ejemplo máximo de ese viajar hacia el pasado para rescatar el presente y proponerme el futuro. Ese ciclo extraño del cual no podernos escapar; hay indudablemente una memoria como venganza del pasado, que es esa memoria dura, esa memoria que tiende a recordar y nos frena en el recuerdo. Es la memoria peligrosa, es esa memoria que denunció Heidegger a través de sus lecturas de Nietzsche cuando dijo que vengarse del pasado es ingenuo, imposible y destructivo. Y la otra idea es la de que el pasado ya está en nosotros; nosotros somos los criminales. Vamos a empezar por eso. Primero somos los criminales pero también somos los que hemos amado para llegar a nosotros. O sea, estábamos los dos genes. El gen del crimen y el gen del amor que nos produce, están unidos en ese pasado. Y desde ahí, quiero hacer una reflexión que está afuera de todo mi programa de exposición. Es a raíz de lo que he oído, y viniendo a la Argentina después de bastante tiempo siempre noto este clima del peso enorme que tiene nuestro pasado, nuestro dolor del pasado que como todo pueblo tuvo dolor del pasado. Pero nuestro pueblo tuvo también su dolor del pasado y en qué medida se puede transformar eso en una peligrosa detención del presente. O sea, ese acto que va entre el recuerdo necesario, la integración superadora y la triste venganza del pasado que denunciaba Heidegger.
Yo he vivido en países que han tenido situaciones históricas tremendas. He vivido tres años en Rusia; he vivido en países del este comunista cinco años; he vivido en Alemania; he vivido mucho en España, estoy muy ligado a España, y en todos los viejos pueblos de Europa he notado en qué medida ellos tienen un gran cuidado con el culto del recuerdo. Recordar el pasado para frenar el presente es lo peor. A mí me fascinaba en Alemania que nadie me hablase de la guerra. En las familias que he conocido, y ahora una de esas familias me pertenece porque me casé con una alemana, me costaba enormemente poder hablar con mis parientes, ahora políticos, e indagar algo de cómo murió tal tío o tal tía, y dónde está el cadáver de fulano. Y cuando fui a España, imagínense lo que sería con un millón de muertos en ese país efusivo donde la muerte fue provocada por dos bandos civiles en guerra, el bando nacional y el bando rojo. Los blancos y los rojos y que llegan a un millón de muertos. Si España se hubiese puesto a revisar su pasado con minucia en eternos procesos, no sería lo que es ahora. Yo he comprendido que las transiciones europeas tienen una fuerza de cinismo increíble. Eligen absolutamente en el plano de la justicia, la noción de símbolo de la justicia. No esa exacta situación de castigar a cada culpable y demorarse en miles de juicios por cada culpable, sino, como si fueran impulsados por una gran experiencia histórica de convulsiones y cataclismos, que nosotros no hemos vivido, pasan inmediatamente al símbolo. Esto lo viví en Alemania donde verdaderamente jamás hubo un revisionismo profundo de la conducta de cada persona en relación a ese episodio realmente atroz que fue el nazismo. En Rusia me pasó lo mismo, o sea, en Rusia encontré, y ahora en la República Checa (yo viví todo el periodo de la transición), y me di cuenta que no había ningún odio por esta gente que había matado con torturas a Slanski. O sea, había como una sabiduría de que estas cosas tenían que ser extremadamente controladas para evitar una debacle interior, un odio que se iba a repetir; es decir, pegaban un salto, como se dice en el orden jurídico, procedían persaltum.
Yo no conozco el tema, no estoy dando un valor del tema; estoy indicando solamente una experiencia personal. En ninguna parte del mundo he visto que los guerreros hablasen de la guerra. Es otra cosa que me sorprendió; principalmente en Israel. Me costaba enormemente hablar con un oficial alemán que me cuente con detalle la guerra. Nunca lo pude lograr. O sea, no hay jactancia de la guerra. Y lo que es más notable, los hombres tienen un pudor del dolor del que ha sido vencido en una guerra jamás he encontrado también la cantidad de llanto que hay en Argentina por los hombres que han muerto en la guerra. Ese llanto continuo; imagínense lo que sería en Alemania, lo que sería en España, lo que sería en Rusia, si masivamente se sumase esa cantidad de llanto. Me parece que en Argentina nos falta esa fibra de sabiduría ancestral que nos hace ser un poco cínicos para no caer en el tema heideggerdiano de la venganza del pasado.
Bueno, después de esta digresión, absolutamente personal y fuera de tema, me quiero referir a lo que me toca a mí. Yo soy un novelista, no soy un pensador. Soy un pensador indirecto, como se puede decir que en toda la obra de Borges, en ese maravilloso despliegue estético de Borges, aparece un pensamiento; hasta momentos de cierta sabiduría, una que se desprende en particular de su poética. De la misma manera podemos decir que en la novelística el elemento del pensamiento aparece muy indirectamente, casi como un residuo no querido y no buscado.
Yo he trabajado en el plano de la novela histórica; he trabajado en torno a ese momento del gran big bang de nuestra América que ha sido el descubrimiento y la conquista. Me pareció que las formas de las primeras horas del encuentro de Colón con los indios, ese intercambio de vidrios por pájaros y alguna pieza de oro, contenía todo el desarrollo de esta América eternamente adolescente, eternamente trampeada. Y que desea más la trampa que su propia autonomía, tal vez. Entonces, he trabajado novelísticamente en esa búsqueda del pasado. En ese viaje al pasado. Y ha habido en toda la literatura de América Latina un viaje coincidente; todos los autores de alguna manera han tocado temas históricos, han sido conmovidos por héroes de la historia reciente o de la época anterior de sus propios países o del continente. En realidad, los que hemos trabajado en la novela histórica de alguna manera hemos devuelto una memoria más verdadera a este continente. La versión de la historia ha sido la del vencedor. Y ha sido la del cura, del oficial del ejército en momentos libres; la versión del cronista de corte o la del curial o del corregidor desocupado. Han dado una versión de la conquista de América, de nuestros hombres, de nuestras plantas, de nuestros animales, absolutamente europea. Creo que hasta la llegada de la novela latinoamericana en este siglo, que es un ciclo largo ya; pero que se inicia tal vez en los años ’20, sobre todo con los poetas y con don Miguel Ángel Asturias. La novela de América Latina ha trabajado con una pulsión que no comprendía bien en sí misma en retornar hacia ese pasado, reescribir la crónica del cronista de corte o el cronista que venía con las categorías europeas a contarnos quienes éramos y, sobre todo, en restituir a ese pueblo sumergido de América, a ese pueblo que había quedado olvidado, «ningunlado» como diría José María Arguedas, en el gran relato de la conquista y de la crónica. La novela de América Latina ha cumplido, en este sentido, un viaje de construcción extraordinario. Nos ha dado, creo, una nueva imagen de nuestra historia. Nos ha reubicado; somos hoy gracias a esa falta de espíritu de venganza hacia el pasado. Nosotros hoy comprendemos que somos una realidad cultural y racial mestiza. Creo que todo eso lo ha recogido nuestra novelística. Y que ha sido una tarea muy importante y muy constructiva.
En el orden de la literatura latinoamericana, quiero recalcarlo, este viaje al pasado se hizo fuera de los mecanismos normales a los cuales deberíamos estar inclinados. Tendríamos que haber estado inclinados por esa gran presión que hubo hace 20 ó 30 años por el pensamiento marxista, el pensamiento racional europeo, la interpretación sociológica, la interpretación freudiana de la realidad y, sin embargo, de alguna manera, el lenguaje nos liberó de caer en definiciones racionalistas que hubieran creado verdaderamente una novelística muy mediocre, un arte muy mediocre.
El arte de América Latina y el arte de nuestros poetas son un elemento rescatable. Y encierran también un pensar, encierran una forma de reflexión sobre este continente. Quiero terminar rindiendo homenaje a esta tarea hecha por hombres que no sabían que la estaban haciendo y que buscando en el lenguaje han encontrado certezas. Nada más, muchas gracias.