Clarín – 20/07/72 (la 029)
En estos tiempos de rebeldías y revoluciones, vocablos que indican claramente la crisis de un siglo decisivo, hay un enemigo universal, aparentemente tolerado, pero tal vez el más temido por los sistemas que se reparten el dominio del mundo: es la cultura, y en especial la palabra escrita. Contra su acción se han tomado medidas de fondo, de esas en que se empeñan los estados cuando descubren un subversor enconado.
La sociedad de consumo occidental nos presenta al creador de cultura en un escenario iluminado, dotado de los mejores elementos acústicos y técnicos. En el mejor de los casos se le permite dirigirse al auditorio con libertad (de acuerdo con este valor supremo de Occidente). Hasta se le deja incurrir en extremismos: puede avanzar por las más subversivas teorizaciones políticas o aventurarse por la metafísica hasta vulnerar el esquema de valores e instituciones. Pero cuando las luces se encienden, el creador se asombra ante una platea solo concurrida por unos pocos marginales, algunos cómplices impotentes. La mayoría para la cual debían estar destinadas sus palabras, el pueblo, no lo escucha ni lo considera: ocurre que está distraída en una red imbecilizante de medios de comunicación masivos, creada precisamente para producir esa subcultura degradante que es la moneda corriente de estos tiempos. Todo se hace en libertad. El creador tiene la libertad de vociferar o meditar sin mayor destino y la pobre gente la de seguir hipnotizándose vía radiodifusión, televisión, prensa revisteril y bestsellerismo. La cultura está encerrada en un ghetto y debe vencer increíbles dificultades para tener vigencia.
El socialismo «oriental» también agrede a la cultura en nombre de sus sagrados valores y sobre todo por razón de estado. A diferencia del caso antes descrito, allá las cosas pasan en un teatro repleto de público, ávido producto de una cumplida culturalización de masas. Es un terreno fértil, peligrosamente dispuesto a la palabra. Cuando las luces se encienden vemos que el creador de cultura está amordazado, degradado a propagandista de la filosofía oficial y servidor del grupo en el poder. El Estado vela para que tanto el público como el creador se mantengan en el redil. También hay una cultura, pero también se trata de una cultura inocua. Sin libertad de creación, solo funciona al servicio de la obediencia y el conformismo.
Víctima contemporánea de este segundo procedimiento es el famoso Alexander Soleynitzin, quien padeció doblemente: cómo simple ciudadano y como creador. En la primera condición fue víctima del terror táctico stalinista, ese que se desató para inmovilizar al pueblo y que no le interesó ni la ley previa ni la culpa, pero sí la existencia de una abultada cantidad de condenados: por una broma referida al dictador, fue sumergido en un campo de concentración siberiano donde estuvo casi diez años. De ese absurdo surgió ‑o se definió‑ el escritor a través de un libro memorable, Una jornada en la vida de Ivan Denissovich. El breve deshielo kruscheviano permitió la edición masiva de esa atroz visión de la vida concentracionaria en uno de esos «campos» que todo ruso temió durante los duros años de la edificación stalinista. Con el tiempo sus lectores pudieron saber que esa crónica había sido el comienzo de un callado combate y que Soleynitzin se convertía en el centro de conflictos de significación universal. Trataba de demostrar «urbi et orbe» que al absurdo de la represión el hombre puede oponer su incorruptible esperanza y un obstinado espíritu de sobrevivencia; y que el adecuado juego de la voluntad crítico‑creadora es la única garantía para la libertad y el progreso de los pueblos.
Su coraje no será el de los cuchilleros ni el de los cosacos: opta por asumir calladamente la misión de todo escritor de raza, o sea edificar su obra con autenticidad, tanto en el plano de la crítica política cuanto en el del testimonio y el conocimiento filosófico. Su sendero estaba señalado por la «gran tradición» de la literatura rusa, por nombres como el de Dostoievski, Puchkin y Tolstoi.
PERROS, FELINOS Y SUICIDAS
Es cualidad de los sistemas que pretenden seguir conduciendo el mundo declarar santo su esquema de valores, por lo tanto, toda mirada crítica que se eche sobre ellos, no solo es contrarrevolución o subversión, sino también pecado, herejía, manifestación del mal.
El creador les resulta el escandalizador bíblico, el perpetuo aguafiestas. No le basta imaginar, colaborar o tomar el poder con la Revolución, sino que además pretende seguir pensando revolucionariamente! O sea, seguir dando testimonio, exigir caminos justos, conservar lo bueno del pasado y denunciar las nuevas formas de frustración, injusticia y sufrimiento. El subdesarrollo político y moral de los sistemas solo atina a desnaturalizar al creador, a aislarlo por vía directa o solapada. Su ideal es el creador‑perro: un ser dócil que habite la casa y que solo ladre cuando uno lo desee. Pero lo grave para los sistemas es que en cada generación sumen los verdaderos, esos que parecen participar de la naturaleza de los felinos. Habitan la casa pero son incapaces del sometimiento perruno. Con ellos inexorablemente entra en guerra el establishment.
Ocurre que mientras el camarada político se entroniza, el camarada escritor sigue junto al pueblo. El político se torna conservador de su poder y hasta de las ideas revolucionarias, el escritor sigue fiel a la vocación de cambio, su actitud responde a un mundo heracliteano. El político en el poder es proclive a lo contrario: a la inmutabilidad.
El drama de Soleynitzin es el testimonio de la paradoja de un Estado que habiendo nacido de la crítica creadora y del espíritu de justicia expresado por pensadores libres, termina encarcelando la libertad de seguir pensando creativamente (aun cuando sea con fidelidad al marxismo, porque no basta ser marxista, sino que es necesario coincidir con la versión oficial, la decretada por el grupo en el poder). Esta aberración llevó al suicidio o a la cárcel al más alto nivel de la literatura soviética. El mito de la verdad definitiva silenció no solo a los anticomunistas, sino también a aquellos que pretendieron denunciar el terror personalista o propiciar un debate democrático de la conducción socialista.
Pocos pudieron hacer obra sin sobresaltos mayúsculos, tal el caso de Sholojov o del gran prosista Konstantin Paustovsky, prácticamente desconocido en Occidente, a pesar de las traducciones, ya que no siendo un perseguido, su obra careció de la malsana difusión comercial que impulsa la propaganda de los dos sistemas en lucha.
El interesado liberalismo de Khruschev permitió la fama internacional de Soleynitzin. La atención de todo el mundo confiere valor político a su persona y por lo tanto parece a salvo de nuevos castigos físicos, pero se le infligió uno severísimo para todo verdadero escritor: tener que escribir a escondidas y sin poder editar en su país. Fue declarado oficialmente traidor y se le expulsó de la Unión de Escritores (entre otras poderosas razones por no aceptar escribir la palabra dios con minúscula).
Así como en nuestro occidente se sumerge al creador al aislarlo mediante la sistemática producción de una incultura de masas, en ese socialismo oriental se lo amordaza. Pero los sistemas duermen intranquilos: los gatos siguen conspirando por los techos, se filtran, se deslizan con sus pasos leves, parecen una plaga invencible (de repente Soleynitzin, o Herbert Marcuse, o un chico que lee a Rimbaud y descubre su propio idioma..).
Ciertos escritores edifican una versión integrada por varios libros de diferente carácter que se corresponden como los múltiples libros de la Biblia. «La Versión» (u Odisea) de Soleynitzin incluye piezas mayores como «El Primer Círculo», vasta descripción de un universo kafkiano hecho realidad, al que el autor responde sin desesperación pero con la indestructible esperanza de los que creen en el triunfo final de la dignidad; o «Pabellón de Cancerosos», libro pariente de «La Montaña Mágica» en la medida que es una consideración en profundo de la existencia desde la perspectiva de la realidad de esa muerte individual, cuya conciencia desordena en este caso el frívolo optimismo en relación al problema. Bastarían estos dos títulos para ubicar a Soleynitzin entre los pocos autores contemporáneos conscientes de la misión y el sentido profundo de la literatura.
A ellos se suma ahora un libro recientemente difundido entre nosotros, «Agosto de 1914», pieza primera de una saga donde se propone (según sus declaraciones) concentrar la peripecia revolucionaria soviética, la más grande aventura política en lo que va del siglo. Se trata de un esfuerzo tolstoiano, o sea, plasmar la guerra y la paz de nuestro tiempo. La primera parte del intento (o nudo 1) describe con grave morosidad la acción de ese ejército zarista que avanza hacia el desastre de Tannenherg. Es una lenta abertura que nos muestra, a contraluz, la situación anímica del pueblo ruso ‑y en especial de su clase dirigente en vísperas de la revolución. El relato opone contrapuntísticamente las maniobras bélicas y la vida, a veces apacible, de los protagonistas. Frases de propaganda de época y slogans sirven al autor para sugerir el clima de esos días, repitiendo una técnica empleada por Dos Passos. El carácter introductorio de la obra impide un juicio final sobre ella, los libros que la completen nos señalarán la profundidad, logro y calidad literaria del esfuerzo.
Lo que la nueva publicación nos confirma es la actitud de Soleynitzin como escritor. En un articulo publicado recientemente, Ionesco, considerando la conducta del ruso, renegaba de la frivolidad literaria que ganó puestos importantes en el juicio literario de Occidente, y no omitía su actitud personal. En Soleynitzin veía la encarnación del escritor cabal, actuando con coraje en su circunstancia al denunciar la arbitrariedad ‑que como en todas partes solo beneficia al grupo adueñado del poder‑‑ y reclamando un contenido humano en ese socialismo meramente eficientista. Su voz solitaria y amenazada nos dice que el «hombre nuevo» todavía no nació en la Unión Soviética, a pesar de los candorosos decretos del Estado afirmando lo contrario.
La sana ira de Ionesco reaccionando contra aspectos de su propia obra y la de los bizantinistas europeos de moda debería también tener repercusión entre nosotros, donde vimos surgir con aplauso ese intento decadente de cosificar el lenguaje, transformando el decir esencial en un juego tirulirulero, en un yo‑yo escriturario, o en la sombría meditación patibularia y suficiente de seudo poetas.
Desde su lucha, Soleynitzin nos señala el camino de la gran literatura: ese extraño y antiguo intento de la conciencia, de los hombres que tiene necesidad y significación en la medida en que todos nos sentimos acosados, heridos por el sin sentido, por la amenaza de los conflictos permanentes de la existencia o por la injusticia política, social y económica de todos los días