Clarín – Buenos Aires – 28/12/1972
Un gaucho alzado, quejoso, subversivo, poeta, borracho, asesino en duelo provocado por su ofensa, destruido por los creadores de progreso de su tiempo, salvaje entre puebleros y civilizado entre salvajes… ¿Qué tenemos que ver con él nosotros, los argentinos de 1972? Aclararlo nos lleva a un breve análisis.
Se puede afirmar que desde un punto de vista social, étnico y económico nuestro país se conformó por yuxtaposiciones. Si la Argentina es la anterior a la invasión española, la Argentina II corresponde a la sociedad colonial, inicio del mestizaje. La Argentina III es la que surge en Mayo, consolidando en el poder a la sociedad criolla que lucha por concretar un país independiente hasta fines del siglo pasado, hasta los tiempos de José Hernández, cuando la élite liberal, y preferentemente porteña, dedica el país a un vasto programa modernista y lo abre a la inmigración masiva, de la que nacerá esta Argentina IV, la nuestra. Martín Fierro se quedó merodeando en los umbrales de esta Cuarta Argentina, impotente ante el triunfo de esa inmigración alentada por un sentido prometeico irrefrenable
Los conductores de la Cuarta Argentina decidieron refundar el país, crear una nación moderna, sarmientinamente civilizada, con el riesgo de vender el alma criolla. Se importan hombres, técnicas, estilos, ideologías y un concepto europeo del Estado. En menos de 30 años la nueva Argentina funciona con entusiasmo. El 80 por ciento de la población tendrá ascendencia casi directa de europeos. El federalismo expira a los pies de Buenos Aires después de obtener el reconocimiento leguleyo de la institucionalización. Un obstinado patriotismo inmigracional, manifestado en una rigurosa adoración de símbolos y tradiciones no vividas, se pone de manifiesto a medida que se sumergen el estilo y los valores de la sociedad criolla y provinciana. La mística del progreso se impone como un imperativo y apenas encubre el way of life anglosajón. La ínsula Argentina deja el aislamiento del confín y pasa a ser una brillante y promisoria provincia del «mundo moderno».
La fáustica entrega triunfa: hacia 1920 estamos a la par de Canadá y casi de Estados Unidos. Según los cánones de época, somos un país desarrollado; España e Italia (las madres) quedan atrás en muchos aspectos.
Sin embargo, el alma nacional se mantendrá extrañamente viva y dispuesta al contragolpe, a una secreta subversión.
Se podría decir de él que fue el primer beat o hippie o «El último mohicano». Se plantó en el umbral de la sociedad que se le proponía. No supo hacer cómplice de ella ni degradarse a Viejo Vizcacha. El sentido de progreso que se decidía desde Sarmiento, Mitre, Avellaneda y la brillante Generación del 80. exigía una renuncia de su estilo y tradición e imponía un límite asfixiante para esa unamuniana hombredad del criollo. Su orden silvestre era sustituido por el orden del sometimiento productivo. Fierro era heredero de la sociedad primigenia americana: del montonero, del poeta, del artesano, del espacio libre, del coraje y del honor aristocrático. Estrictamente era un anarquista: aspiraba a un orden local, a un sedentarismo sin imposiciones, a una jerarquización natural de los valores y no a la estamentación de leyes abstractas dictadas en beneficio de quienes detentaban el poder legislador.
En los inmigrantes dispuestos incondicionalmente a la complicidad con el sistema de producción y consumo que se creaba vio sus enemigos. Ellos impulsaban ese progreso que se concretaba en el exterminio del indio, el alambramiento de la tierra, el asalariamiento de los hombres. Fierro, en cambio, se movía bien en las tierras socializadas por el vacío, o por la falta de «propietarios» en el riguroso sentido europeo que ese vocablo cobraría en el Código Civil de Vélez (1869).
El gaucho Fierro se rebelaba contra una forma de vida en la que poco han reparado sus analistas psicológicos o literatos: no negaba las cosas esenciales (la tapera, el árbol, la carona, el cuchillo, la guitarra, la mujer y los hijos, elementos que integran ese paraíso perdido que evoca en su desgracia en muchos versos), pero se alzó contra el cosismo, padre de la actual sociedad de consumo que ya en aquellos tiempos empezaba a transformar al hombre en mercachifle o en agobiado ente comprador. En el plano económico la sociedad liberal‑burguesa que se inauguraba se disponía a engrandecer materialmente a la Argentina, según los modelos de las grandes sociedades europeas y norteamericanas. Se iniciaba la lucha por ese crecimiento sin grandeza de pueblo que hoy podemos observar en muchos países que alcanzaron la cúspide de avance meramente material produciendo, a la vez, un pavoroso déficit humano: ese mar de hombrecitos conformistas, neuróticos, existencialmente baldados.
En el plano metafísico, Fierro se sentía impedido para padecer el esquema de culpa‑salvación judeocristiano que en la Argentina se fue imponiendo no solo por la influencia eclesiástica (de origen hispánico), sino también, y sobre todo, por medio de la conducta de vida importada. El, como los gauchos y los montoneros, estaba cerca del paganismo primigenio del continente americano. No se sintió culpable de vivir ni de esos crímenes que muchos juzgan horrendos. Tampoco Facundo se sintió culpable. Para ellos el coraje, el riesgo y la fuerza instintiva tenían más valor que los criterios éticos de raíz judeocristiana importados en suelo americano por el poder español o traídos con las formas de vida «europeas».
Desde los tiempos de la Generación del 80 nuestra Argentina IV vivió muchas peripecias. Hemos visto el triunfo de la eficacia, el sálvese quien pueda de la sociedad de competencia, la carrera hacia las vacas, las tierras, las finanzas, el aluvión de chirimbolos del consumo masivo. Por otra parte, también es verdad que llegamos a ser el país más poderoso y civilizado de nuestra América. Pero el pacto fáustico se cumplió solo en parte. la definitiva entrega del alma criolla no se realizó, y es entonces que vemos a la Argentina demorada por la callada subversión de ciertos valores, nunca extirpados, que terminan por corroer la posibilidad de cumplimiento del proyecto anglosajón en nuestro país. Un extraño impedimento de raíz espiritual nos impidió seguir al lado de nuestros compañeros de ruta de antes: Canadá, Estados Unidos, como ejemplos.
Hay muchas pruebas de esa vigencia del alma criolla, que actúa oblicuamente, a contrapelo del «proyecto»: la admiración del coraje inútil, el tango, la burla del hijo del inmigrante contra los valores positivistas de sus padres, el hombre solo y resentido de ScaIabrini Ortiz, la inflamación folklorista, los silencios de Yrigoyen y su neutralismo internacional; el «infuncional» sentido dé la amistad, la conducta de la Argentina durante la Segunda Guerra, los resentimientos históricos de algunos partidos políticos, la venganza de los inmigrantes contra la sociedad liberal que los produjo, el slogan «Alpargatas sí, libros no». Estos signos nos demuestran en parte esa imposibilidad argentina para ingresar con soltura, como buenos alumnos, en algunos de los dos esquemas «serios» que se reparten el mundo en este siglo. Los ideólogos y los bien pensantes llegan a la desesperanza. Ocurre que no saben reconocer la corriente profunda que determina lo que califican como nuestro desastre o nuestra desdicha. Hechos que para otros constituyen nuestra mayor ventaja, pues nos confieren todavía una posibilidad en un mundo de eficacia y materialismo
En 1972 nos reencontramos estructuralmente con el gaucho Fierro de 1872. La Argentina de hoy es uno de los países más extrañamente subversivos de la Tierra. No porque se pongan bombas o haya grupos terroristas, sino porque como totalidad, como país, no se define de acuerdo con la línea que determina su pasado, su situación económica y sus proyectos, de nación moderna cuyas bases se establecieron a fines del pasado siglo. Parece incapaz de seguir el curso del capitalismo crudo que se define en Occidente, como también de ingresar claramente en los senderos de las sociedades comunistas. Es un país que cabalga en dos caballos. Parece consciente de que los sistemas en boga responden a una maquinaria de eficacia que sepulta una nunca desvanecida imagen de dignidad, de hombredad, que el argentino cultiva como uno de sus valores primeros. Consecuencia directa de estos movimientos de fondo del ser social es ese irracionalismo político, cada vez más tropical, que parece ser la plasmación de una inquietud que vive en toda América latina. Como si los dioses de la tierra hubieran sido solo sepultados pero no exterminados.
Los homenajes a 100 años de la publicación de esa quijotada aparentemente negativa nos demuestran no solo la vigencia del más vivo de los libros argentinos, sino también la alianza de estos «gringos» desilusionados con aquel gaucho alzado a la vuelta de un siglo. Muchos se quedan en los umbrales, corro Fierro, de una sociedad que propone la “pesadilla climatizada” como futuro. El, Martín Fierro es efectivamente, un poema testimonial y un reclamo de justicia, pero sobre todas las cosas es la epopeya de la lucha por los valores fundamentales de la condición humana. Su voz sigue viva, tal vez más que antes, porque en nuestros tiempos también sentimos que no bastan políticas ni politiquerías, sino una gran patriada definitoria de nuestra forma de vida y de los valores que realmente deseamos.