La Nación, 24/12/1997
Usted recuerda los arduos trabajos de la casa desde la mañana del 24. Recuerda los fuentones que se iban depositando desde la cocina en la penumbra del comedor con entrada prohibida. El regimiento de fofos tomates con atún, el bélico batallón de alcauciles. El lechón fundamental, adobado con aquella olorosa salsa de ají molido, pimentón, ajo y vinagreta, abierto impúdicamente en canal y con la última humillación de una hoja de lechuga en el hocico.
Más allá, la decorativa fuente de sardinas, convergiendo desde los bordes hacia el centro ocupado por el ejemplar más perfecto mordiéndose la cola, todo tal vez con la influencia de la escenografía de Escuela de Sirenas de Esther Williams. Mas allá, las ensaladas precedidas por el fuentón de rabanitos como un mitin de campesinos portugueses. Góndolas de melón en rodajas. Tacos de palmitos rodeando la terrible lengua de vaca en su estuche de gelatina como un atroz relicario pampeano. El vasto monte de la ensalada rusa ‑o mejor, argentino‑rusa‑ con su «Feliz Navidad» en caligrafía de mayonesa. Y las frutas abrillantadas con sus destellos de azúcar diamantino en la penumbra. Escándalo sonoro de avellanas, almendras y nueces. El eterno desafío ibérico del turrón cerril (que exigirá finalmente herramienta).
Símbolos supremos
Escuadrones de múltiples botellas alineadas en el trinchante, esperando su descenso al piletón con hielo en barras. Vinos, gaseosas. Los siempre resfriados sifones de entonces. Champagne y sidras con sus coronas aristocráticas y sus capas cortonas de plomo dorado, apenas cubriendo sus enormes ancas oscuras de bataclanas de provincia. Y allí en el centro, con sus domos triunfales enfundados como Santa María Maggiore y San Pedro, el pavo relleno y el pan dulce, símbolos supremos de la Navidad criolla.
Usted recordará el ratoneo infantil de la siesta sobresaltada. La llegada de los grupos familiares de la familia. El nerudianamente «extraño juego de los primos con sus primas». Los largos aperitivos, el estampido de los cohetones y rompeportones.
Usted recuerda que después de la cena siempre aparecía un tío o un cuñado medio técnico, que desplegaba el papel chinesco y satinado del globo y procedía, con la solvencia que el peligro exigía, a encender la estopa embebida en alcohol que levantaría el globo por la noche caliente y estrellada como un mensaje definitivo e inefable. Y recuerda las incesantes cañitas voladoras que salían de las botellas de sidra haciendo eses por el espacio como si se hubiesen tomado el contenido.
Dios recibiría de buena fe y con una sonrisa socarrona nuestra alegría de Navidad, tan gástrica y candorosamente pagana, pero siempre había un grupo de devotos que se preparaba para partir hacia la misa de gallo, algunos haciendo las mismas eses que las cañitas voladoras…
Ya desde los tiempos coloniales los viajeros ingleses, entre falsamente puritanos y victorianos de vocación, se sorprendían de nuestra navidad caliente y desenfadadamente festiva. Las niñas organizaban bailes en las terrazas de pos de carnaval. Vals, gavotas, cielitos. A la vez que desde los bordes de San Telmo subía el incesante y pélvico ritmo del candombe, donde el Niño se mezclaba con Orixá y Xangó.
Navidad con nieve imitada con copos de azúcar. Navidad caliente y familiar. Pero en todo caso, misteriosa exultación y alabanza. Misterio que siempre baja de otro cielo.
Otros horizontes
Al viajero le tocó alejarse del país de la infancia, del país sin drama, hacia otras navidades. Por ejemplo, la Rusia, en los tiempos fuertes del stalinismo breghneviano. El cirio navideño era apenas una contraseña trémula, vacilante, en alguna ventana enfrentada a la noche esteparia, clara y helada como la de los espacios siderales. El cántico grave de los monjes de Zagorks‑Troítza. Y la respuesta incesante de aquel coro de mujeres llegadas de todas las rusias, con las cabezas cubiertas, anónimas, como si quisiesen o fuesen todo el pueblo ruso. Y la llegada de aquellos peregrinos moviéndose lentamente sobre los caminos nevados que convergen hacia Troítza, con sus barbas y cejas con joyas de hielo. (Habrán implorado en aquel lejano diciembre de 1967 por la libertad de la dolida Rusia, sin saber que les esperaba otro endriago digno del demonio: el mercantilismo salvaje demoledor de las estructuras sociales, la dictadura privatizada de las mafias, el infierno de la droga.)
El viajero participó de la sólida Navidad de Alemania en su apogeo y resurgimiento, con los niños perfectamente bañados a las siete de la tarde y sentados ante sus tazones de chocolate y las tartas de fresa, esperando los juguetes de Nuremberg en la solemnidad del comedor, debajo de esos retratos de seres uniformados, con sus rostros esfumados, color sepia y cuyos nombres ya confunden.
De Nueva York a Belén
Navidad blanca de Nueva York, con la inusitada alegría de las avenidas solitarias de Manhattan en la mañana del 25. Washington, Georgetown, y la traviesa ardilla que salta desde la rama del pino para robarse las nueces en el alféizar.
Y la Navidad en los territorios ocupados. Desde Hebrón, la sinuosa marcha por la noche fría hacia la cripta de Belén, pasando entre los puestos de soldados judíos velando sus ametralladoras apoyadas en pilas de bolsas de arena: Turistas, guerreros, vendedores de pacotilla y monjes barbados de canto grave y abaritonado, en torno del lugar del pesebre, del asno, del calmo y tibio aliento de la vaca…
Desde nuestra criolla celebración nostálgica, feliz y sin mayores metafísicas, en todas partes, en todos los confines de Occidente, más allá de la decadencia y de la tribulación, la Navidad congrega a creyentes y descreídos. Es un momento de homenaje a la posibilidad de transfiguración, de renacimiento, de refundación. Es una perpleja evocación de aquel dios, tal vez el más rebelde del Olimpo occidental, al que se le ocurrió, nada menos, que ubicar al perdón y al amor en el centro de todas las teologías.