La Nación, 26/07/2007
Eva. Eva Duarte. Eva Perón. Yo, Eva María Ibarguren. La Irreconocida. María Duarte de Perón. Marie Eve D Huart. La Chola. Mi Negrita. Eva. Evita. La Señora.
La Yegua. La Puta. La Lujosa. La Enojada. La Chiruza, La Resentida. La Trepadora. La Santa. La Señora. La Jefa Espiritual de la Nación. Evita Capitana, El Hada de los Desamparados. Evita, simplemente.
Renzi mueve de noche los tubos de oxígeno. Los esconde detrás de la cortina del vestidor. Desde la cama veo sus bases como los pies del asesino al acecho. Un asesino miserable, perverso, con zapatones grises.
Suena el teléfono en la celda del padre Benítez, en el Salvador.
-Padre, yo.
-¿Eva?
-Sí, quién si no. ¿Quién a las dos y media de la noche? El dolor fue terrible, después me adormecí. El puñal subía desde el vientre pero no acertaba el corazón. Me quería morir. Le pedí a Dios que me matara de una vez. Por eso no lo llamé. Fue hacia medianoche. Tengo miedo. Espero la nueva estocada. No aguanto el dolor.
–Sea fuerte, hija.
-Alguien me come desde adentro, a razón de un kilo por semana. La muerte está en la ley de Dios, como usted dice, ¿pero por qué la tortura? Dígame padre, esa frase que me leyó ayer.
–Es el Sermón sobre la muerte , de Bossuet
-¿Cómo decía?
-Decía que como la vida, la muerte es necesidad, decía que morir es ceder nuestro espacio de materia y de ser, para otra invención de Dios.
-Me adormezco, padre. Mañana me va a hablar otra vez de eso de la misericordia de Dios, que me parece tan increíble.
–Adormézcase Eva, aproveche el remanso.
-Padre: detrás de los tubos de oxígeno viene enseguida el cajón, y detrás del cajón, un hoyo negro. Un hoyo infinito
-Piense en la misericordia de Dios, Eva, y llámeme cuando quiera
Vino Santos Discépolo. Hablamos. Está mortificado: lo agreden sus amigos, anarquistas o comunistas. Hizo mal negocio metiéndose con nosotros. Me dice: «En la Argentina uno vive con un pie en el abismo y el otro en una pastilla de jabón». «Yo daría cualquier cosa por tener los dos pies sobre la pastilla de jabón», le digo. Me mira con su mirada profunda, sufrida. «Estamos en lo mismo», creo que susurra.
El miedo de que se active el monstruo que me corroe adentro me impide adormecerme. Busco bajo la almohada el escapulario de Santa Teresita de Lisieux, que el cardenal Roncalli me regaló en la visita a Notre-Dame, en París. Me aferro a él con el puño cerrado, bajo la almohada. Ella me protegerá. Le digo al padre Benítez: «La muerte nos vuelve religiosos a todos. La vida nos hace tarambanas a casi todos «. ¡Qué felicidad! Ese cardenal sereno me mandó al Ritz el escapulario de Santa Teresita con la tarjeta que decía: «Señora, siga en su lucha por los pobres, pero sepa que cuando esa lucha se emprende de veras, termina en la cruz». Angelo Roncalli.
Llamo al padre.
-¿Padre? Creo que no es tan tarde Estuve pensando. Usted dijo que hice cosas por amor y no estoy tan segura. Yo odiaba y Perón me hizo caer desde la teoría en la posibilidad del amor, de la generosidad en mi odio a la injusticia. Lo mío era un odio a la injusticia, a la riqueza insolente, al olvido al dolor ajeno. ¿Pero amor?
-Sí es amor, porque usted se dejó llevar por el corazón. Su norte lo buscaba el corazón, la piedad, la solidaridad. ¡Eso no pasa en política! La razón política se vuelve estéril -dice Benítez-. Usted, aunque no lo crea, Eva, enseñó para siempre que la política empieza por la conciencia del dolor humano. Nadie podrá olvidarla. La bondad es el supremo valor, la cúspide espiritual
-Ojalá el hoyo no sea un túnel hacia el más allá. Ojalá que no sea más que un hoyo.
-No diga eso Eva.
-Se lo digo porque la pasaré mal, con ese secreto que usted sabe…
-Una vez se lo dije, Eva. El pecado suyo es de tal noble magnitud, me atrevo a enfurecer a los teólogos, que por su naturaleza la justificaría ante los ojos de Dios.
Me acordé del caballo blanco que se quebró la mano y sufriría horriblemente, sin vivir ni morir. Creo que con cinco años fui más generosa que Dios con su eternidad. Junté coquitos venenosos, «venenitos» del árbol de la cuadra y crucé la calle de tierra, allá en la casita de Los Toldos. Me acerqué al caballo y puse una lata llena de venenitos ante él. Pero así y todo quería vivir. A la mañana siguiente lo espié. Estaba allí, revoleando la pata rota. Prefería, inexplicablemente, vivir.
A esta hora de la madrugada pasa, muy alto, un avión. Tal vez viene de Brasil, o de Francia, o de España. Veo el vestido de Dior que cruza los cielos altos sobre el mar y viene como un ángel vacío. El piloto Acosta lo trajo puesto en el maniquí de mimbre, parado, afirmado en el espacio de cuatro sillones. Me llamaron resentida, pero el único resentimiento justificable es el que termina en un acto de belleza. Todos hablaron aquella noche del 9 de julio en el Colón, por el vestido de Dior que había cruzado los cielos para la gala del 9 de julio de 1948, en el Colón. Yo, la Chiruza, la Yegua En el entreacto, la risa de Lifar: me había manchado con una gota de yema de huevo. Estaba muerta de hambre y feliz de aquel triunfo de la Resentida
En París, en el Ritz, nos encontramos con Cocó Chanel. «No se vista demasiado», me dijo. «Raro que me lo diga usted, la mayor creadora de moda » «Cuando hay una personalidad, los agregados de atuendo más bien desdibujan la fuerza del personaje. No se peine tanto, no siga modas. Usted es, no deje que los modistas escondan su esencia. Las pobres mujeres, esas que no son nada, son las que deben gastar millones en ropa »
-¿Volvió el dolor?
-Fue el peor ataque, padre. Por suerte ya cumplí treinta y tres años. Hoy es el último día. Le pido que venga después del mediodía. Hoy me moriré y quiero que usted se emplee a fondo con Juan. Dígale a Taiana que no lo deje solo un minuto al General.
Escucho el ronroneo. Bajo la lluvia se levanta el miserere de miles que lloran por mí. Es un continuo murmullo como el de la máquina de coser de mi madre, allá en Los Toldos. Me quisiera dormir como entonces en ese ronroneo invariable y a la mañana volver a escuchar los teros y treparme al paraíso de la vereda. Toda infancia es un lujo. Y ése fue mi lujo, y nadie lo sabe. Con la tigra, mi madre. Y mis hermanos, los Duarte.
Ya atardece. Nadie se anima a entrar. Voces de médicos. Juan escondiéndose de la obvia compasión y de las palabras de gente que no le puede ni decir ni calmar en nada. Ya entrarán y tendré que expirar para que no se le haga demasiado tarde a tanta gente.
* * *
(De la declaración de su manicura Sara Gatti al periodista Otello Borrón)
-Me dijo la Señora: «Te mandé llamar. Dejá de llorar porque tenés los ojos como tomates. Ya me peinó Alcaraz, ves, como siempre, con el pelo liso, tomado atrás. Pero quiero un último pedido: dentro de un rato van a entrar porque me voy a morir. Después te van a llamar para «prepararme». Por favor, me sacás este esmalte colorado chirle que tengo puesto y me ponés ese Queen of Diamond transparente, poco brillante, que te hice comprar. El de Revlon».
El autor es novelista; escribió, entre otras, La pasión según Eva (Emecé)