La Nación, 19/11/2006
En el libro La santa locura de los argentinos, que acaba de publicar la editorial Planeta, el escritor Abel Posse traza sin academicismos un panorama crítico e histórico sobre esta complejidad que nos caracteriza. Aquí, un capítulo
En 1880 todavía el indio guerreaba por la provincia de Buenos Aires y quebraba las frágiles fronteras de Salta y del Chaco. En 1913 inaugurábamos el subterráneo a Primera Junta, uno de los primeros del mundo. En 1930 Buenos Aires tenía fama por su noche infinita, por la elegancia de sus mujeres y sus palacios. Pertenecíamos al puñado de naciones ricas del globo, el G7, que entonces no existía. Desde octubre de 1945 nos permitiríamos un ritmo de democratización social. Nos costó caro, pero sin dudas nos alejó definitivamente de esa lacra de una sociedad dividida en parias y señores, que padece desgraciadamente todavía casi todo el resto de Latinoamérica.
La Argentina surgió al mundo en pocas décadas más rápidamente que Canadá y casi como Israel (con todo el apoyo mundial por su posición geopolítica).
Hicimos mucho en cincuenta años y casi nada en los últimos cuarenta.
Ser argentino significa ser heredero de una particularidad, de una insolencia en la siesta continental. Entre 1890 y 1920, en el extremo de una región olvidada del mundo se consolida un país de primera, una especie de Europa periférica, una agencia de todo lo bueno, una puerta de esperanza.
Esta realidad nos otorga ese sentirnos «hijos de rico», dueños de todas las posibilidades. El fulminante éxito a veces nos aplasta haciéndonos sentir que el futuro de la Argentina quedó atrás. En nosotros se mezcla el orgullo exagerado con esa pesadumbre tanguera de haber sido y ya no ser. Pero, por otra parte, nos movemos como país de primera.
Andábamos por el mundo sin complejos. Nuestros males nos parecían más bien una demora administrativa o una injusticia del pérfido mundo exterior. Esta jactancia es buena, pese a la irritación de los hermanos de Latinoamérica.
Esta seguridad nos hace vivir, pretender vivir en un mundo de primera como Juan por su casa: en las artes, deportes, ciencias. Ese primer mundo está ya acostumbrado a la súbita irrupción del talento argentino: desde aquellas elegantes argentinas en París que invitaban a Proust a sus cenas, cuando pocos lo conocían, hasta el tímido provinciano llamado Fangio, que pide un auto prestado y termina quedándose con cinco campeonatos de Fórmula 1. El máximo exponente de nuestra insolencia creadora es Borges, de alguna manera el escritor que a los europeos les hubiera gustado tener. Capaz de jugar con las culturas europeas como en patio propio, como aquel patio con higuera de Palermo, donde nació. Siempre aparecerá un argentino en los puestos importantes de algo, desde la NASA hasta en la misma y tan exclusiva Académie de France.
Como provenimos de la inmigración, hecho que determina el ochenta por ciento de nuestras sangres, somos también buenos emigrantes. Tenemos algo de rumanos y de judíos en esto. Crecemos en la soledad de la diáspora. Encontramos afuera, con rabia, la comunidad de los hombres que están solos y esperan –o ya no–. Es la otra Argentina, la de los poetas muertos. Lugones, Arlt, Storni, Murena, Conti, Rodolfo Mondolfo, Quiroga, Pizarnik, Martínez Estrada. Es la Argentina que mata de ningunazo o de suicidio. Las dificultades del mundo exterior y de la extranjería a un argentino le parecerán cosa de chicos ante el desierto nacional. Esto, aunque la gente no lo sepa, vale tanto para Gardel, que muchas veces cantó aquí ante teatros vacíos, como para Borges, tenido por escritor de segunda en el grupo de Sur, con una vida de tercera, hasta que Roger Caillois lo difundió internacionalmente.
Los mayores mitos que hemos exportado mundialmente fueron Evita y el Che, dos genios de la rebeldía. Alem, Yrigoyen y Perón fueron caudillos de rebeldía y fundadores de partidos todavía ampliamente nacionales.
La Argentina hasta hace no mucho estaba entre los primeros veinte países del mundo por su calidad de vida real entre las 175 naciones homologadas. La ciudad de Buenos Aires se cuenta entre las diez ciudades de mayor nivel cultural y vital. No es poco. En esto de la calidad de vida entran valores estadísticos y extraestadísticos (niveles de alcoholismo, días de sol, clima, educación, raza, situación de la mujer, consumo de drogas, delincuencia y muchos otros valores que no pueden debatirse en los organismos internacionales).
Sin embargo, como país productor y como poder económico, ocupamos un mal puesto; esto significa que gozamos muchas veces más de lo que producimos (o pagamos o podemos pagar). Nuevos y recientes estadísticos, como Alan White, de la Universidad de Leicester, miden niveles de felicidad. Argentina aparece más feliz que Francia, Japón y muchos países poderosos económicamente. Habrá que ver si nos estudiaron antes o después del 2001…
Teníamos un alto nivel educativo, que se logró a partir de Sarmiento, unido a una nivelación o democratización social que hacía de todos nuestros habitantes verdaderos ciudadanos.
Nuestras expectativas son justas y muy altas; nuestras respuestas económicas pobres, carentes todavía de solidez.
La calidad de vida de los argentinos se debe exclusivamente a ese factor cultural que hoy vemos peligrar. La educación primaria nacional, obligatoria; la universidad, con sus logros y orgullos científicos; la pasión casi popular por las artes, la música, el cine, el periodismo de nivel; la elegancia. Todos estos aspectos conforman ese «factor cultural» que realmente enriquece todavía nuestra vida.
Ser argentino significa tener un conocimiento inefable por un estilo que parecería confirmar la noción borgeana de la «Europa periférica». Pese al drama de las dictaduras, la atrocidad de los desaparecidos y la falta de seriedad generalizada, la cotidianidad de los argentinos se enriquece por un estilo afectivo que no se da en otras partes. Es la abismal oposición entre lo público y lo privado.
La amistad se transforma en un valor excepcional, como una moneda de refugio. La inteligencia individual vive esquivando la alarmante incapacidad para agregarse a la inteligencia colectiva, comunitaria. Los antecedentes de esta patología podrían rastrearse en nuestras dos ramas de origen. En la libertad anárquica del gaucho, que vio en la comunidad y en el Estado el enemigo de su libertad absoluta, y en esas decenas de miles de inmigrantes que no vinieron a fundar una nación, sino más bien huyendo de las suyas de origen…
Para sobrevivir hay que ser vivo, salir siempre con la suya, por encima del otro. Hemos entronizado como valor la viveza, que es como la hija bastarda de la inteligencia. Y Buenos Aires es su capital. Dicta la moda, impone su frivolidad arrasando con los últimos bastiones de discreción criolla. Es la vitrina que difunde nuestra fama de país poco serio, de país poco confiable.
Ante el nuevo ciclo/siglo
En 1989 acabó el siglo XX con el desmoronamiento del sistema soviético. Tuvimos y supimos adecuarnos al ritmo mundial que se inició, respondiendo con una enérgica reorganización económica. Pero estamos demorados ante el nuevo viraje que la alucinante velocidad histórica impone. El tirón de la locomotora economicista ya no es un valor absoluto.
Como en 1816, como en 1853, como en 1880, ser argentino significa estar convocado a una gran aventura, a la posibilidad de tener materia libre y abierta para crear una sociedad distinta y mejor. El siglo XXI nos convoca por igual a sacudirnos ese relente de decadencia y pesimismo en que desperdiciamos varias décadas.
Tenemos una magnífica máquina de vivir, intacta tanto en la calidad de su pueblo como en sus dones geográficos. Nos invita a echarla a andar con verdadera decisión de ser. Con Brasil y el Mercosur conformamos el polo de poder económico y cultural más importante del hemisferio sur, el hemisferio preservado: la pampa húmeda, la Amazonia, los Andes, el Atlántico Sur, la Antártida…
¿Nos conformaremos con haber sido una llamarada que se extingue?
¿Recuperaremos nuestra insolencia creadora, esa fuerza de país claro y feliz?
Para reflexionar, para pensarnos, debemos viajar hasta ese Big-Bang histórico que fue el Descubrimiento y la vida colonial. En aquel 1492, España entraría en el Renacimiento por la puerta grande y nuestra América y sus pueblos e imperios originales, por el sórdido corredor de servicio…