El Nacional, 3/08/1993
En esta década final el mundo político pareciera deslizarse más hacia el siglo XIX que hacia el XXI. Vemos renacer ‑con entusiasmo‑ demonios que queríamos sepultados: el proteccionismo egoísta de los países ricos, un descarado principio de intervención internacional que se ejerce asimétricamente, sin equidad, cierta barbarie racialista como la que aparece en Yugoslavia y otras zonas de conflicto (pero también en las legislaciones «defensivas» de Francia y Alemania ‑la cortina de hierro quedó sustituida, desde este lado con una infranqueable mampara de visados‑).
Parecería que Occidente negase sus propios valores. Las contradicciones son flagrantes y salta sus propios «principios» como si hubiesen sido piezas tácticas empleadas mientras duró la guerra fría. Internacionalmente, superado el «equilibrio del terror», creado por ambas superpotencias, al haberse infartado sorpresivamente una de ellas, en vez de pasar a la tan deseada democracia de naciones, a través de la GNO, caemos mas bien en una nueva hegemonía, casi por inercia. Las Naciones Unidas están cumpliendo un rol apenas instrumental. Después de tantos horrores estamos aceptando el principio de intervención internacional, como un hecho consumado. Aceptamos que alguien se erija en gendarme universal sin preguntarnos, como el poeta Ovidio: ¿Quién custodia al custodie?»
Pareciera que, de tanto temer las ideologías, occidente se quedó sin ideas y sin estadistas que las encarnan con vigor y determinación.
Asistimos a una verdadera hecatombe de la clase política mundial. Más que crisis de poder es crisis de falta de imaginación.
En un momento clave, faltan estadistas, o los que hay están descalificados. Lo de la corrupción es lo externo, en lo profundo hay una rebeldía contra las democracias partidistas vacías. Los pueblos sienten que el político surgido de un desganado domingo electoral, no representa ni interpreta la angustia de seguir a la deriva con ideas pensadas en el siglo XIX y degradadas por el mal uso durante este siglo atroz, desde el actual liberalismo «anglosajón», olvidado del humanismo originario, hasta el marxismo que agonizó ante las botas de comisarios que nunca pudo haber imaginado el propio Marx.
El desprestigio de los políticos afecta tanto la Europa opulenta, como a Estados Unidos y a nuestra América. Los pueblos sienten que los dirigentes no tienen poder para frenar o dirigir la gran maquinaria de intereses económicos, comerciales, militares, que se mueve ya como un robot sin dueño. El actual triunfo tecnológico‑científico no da el rédito esperado. A sus pies hay una masa infinita de hombrecitos grises, neuróticos, consumidores de dosis letales de subcultura audiovisual. Hay tedio, falta de pasión y una masificación peor o igual a la que temió George Orwell cuando escribió «1984» pensando en el mundo comunista y no en el actual Japón o en las oficinistas de Nueva York.
El complejo económico‑tecnológico‑industrial de las naciones más avanzadas se estrella ante el inesperado muro de la ecología y ante la realidad de que no segrega una aceptable calidad de vida, sino subcultura comercializada a escala mundial.
La juventud de todo el mundo oscila entre el peligro de la desocupación, la alienación triste o la evasión breve y fatal de la droga, la violencia o la imbecilización rockera. No se sienten convocados a nada heroico o noble. Tampoco quieren ser herederos de nuestros paraísos de carta de crédito y de fast‑food.
América Latina, la Nonata
¿Y nosotros? ¿Qué tenemos que aportar en estos tiempos críticos?
Hasta ahora, en lo político mas bien le dimos la espalda a Bolívar durante siglo y medio. (CAda homenaje público que le hacemos suena a expresión de culpa o a una renovación de deuda impaga.) En lo económico, seguimos siendo una posibilidad errante. Los grandes momentos de desarrollo (Brasil, Venezuela; ahora México o Argentina) no significaron progreso armónico. Y menos, progreso social.
Hay un vicio básico y repetido: no tenemos un modelo propio, pensado por nuestros ociosos o imaginativos filósofos. Carecemos de una imagen propia de la calidad de vida a la que podemos aspirar, según nuestro entorno natural y nuestra cultura. Alguna vez hemos querido ser soviéticos, ahora suizos u holandeses.
Lo cierto es que nos conformamos a ser una eterna periferia imitativa. No creemos como Bolívar, San Martin, Sarmiento, Rodó etc.‑ que podamos ser centro de algo propio, de nuestro cosmos. Nos hemos construido una anquilosada costumbre de ser suburbanos del mundo. Nos han descalificado desde hace mucho y ahora nosotros mismos nos autodescalificamos.
No queremos ser, ni nacer.
¿Pero que somos ante el mundo? Pese a los sucesivos desastres políticos y económicos, pese a las desigualdades sociales, nuestro único perfil sano y reconocible, es cultural. Somos una cultura. Si nos comparamos con el hombre‑masa que segregan los «primermundistas», debemos reconocernos una vitalidad, una individualidad, estilo e idiosincrasia que nos une desde los Pirineos hasta Tierra de Fuego. Nuestro idioma es pujante y conlleva un sistema impresionista de valores y de disvalores. El idioma nos en patria pese a nuestros dislates y atomizaciones oportunistas.
Somos una cultura, pero viuda, infecunda. Como diría Spengler, una cultura que no acierta a creer y a darse las formas de civilización que le corresponden. No hemos sabido poner en valor nuestro principal valor.
Integración: ¿de contadores o de héroes?
Haciendo el balance de nuestro siglo, podemos decir que sólo este factor cultural (que sobrevivió seguramente porque los políticos lo subestimaron) nos permite comprobar que no estamos desintegrados ni vencidos. Desde su realidad es que hoy, en la última década hemos tomado conciencia de integración:
Sin embargo los actuales esfuerzos en este sentido no zafan de la fatalidad imitativa, y de la exclusivización bidimensional, político‑económica. Seguimos sin darnos respuesta. Sólo desde una conciencia cultural nacional‑continentalista podemos crear el mundo que necesitamos.
Ya no existe un modelo de «primer mundo» que nos espera. Más bien estamos asistiendo al naufragio moral y cultural de ese primer mundo que hemos mitificado.
En cierto modo estamos desamparados, y tal vez mejor este punto de orfandad que seguir esperando las soluciones del «mal padre».
La nueva clase política de América Latina tendrá que cortar camino y no repetir los callejones sin salida donde cayeron los supuestos guías.
Si observamos el mapamundi, comprobaremos que nos toca administrar la mitad no contaminada del mundo: Amazonia, los Andes, Atlántico Sur, Pampa Húmeda, Caribe, Antártida. Y nuestros pueblos…
Las ideas del siglo XIX acaban de morir. Agonizaron a lo largo de este siglo de terrores y estridencias. Hay que pensarlo todo: una nueva relación con la naturaleza y la Tierra, una nueva administración de recursos, un nuevo concepto de riqueza, de socialidad, de calidad de vida.
Para todo esto nuestros políticos son demasiado realistas. Para colmo les gusta creerse «pragmáticos”
No. Lo que necesitamos son héroes. Fundadores como aquellos apasionados jinetes de la Independencia, capaces de alzar el fuego que agoniza sin temer incendios.
No podemos ya permitirnos un futuro de horteras coronados, ni una integración de contadores.
Necesitamos una república de héroes, de místicos, de poetas y de soldados enamorados de lo noble, capaces de movilizar y convocar esos millones de jóvenes que hoy caen en el enorme bostezo de esta Nada con elecciones quinquenales.