Diario 16, 14/10/1989
En el siglo XIX, Sarmiento, uno de los más vigorosos prosistas de las letras hispanoamericanas, plasmaba su obra mayor, Facundo, inspirándose en la vida del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga. En esta personalidad avasalladora, Sarmiento intentaba desentrañar algunas claves decisivas para la interpretación sociopolítica de nuestra América. Asentaba la oposición de «civilización» y «barbarie», como uno de los leit‑motiv de nuestra organización (o de las dificultades, aún vigentes, para nuestra organización comunitaria). Frente al Sarmiento «civilizador», surgió el gran poema épico de José Hernández, el Martín Fierro.
En Brasil Euclides da Cunha, cronista de la guerra del Sertón, aborda lo histórico magistralmente para mostrarnos las contradicciones del Brasil profundo. Guimaráes Rosa en su obra cumbre, El Gran Sertón. Veredas, culminará esta línea.
La historia está presente en Carpentier (El Siglo de las Luces, El reino de este mundo); en Roa Bastos en Yo el supremo; en Carlos Fuentes con Terra nostra; en Manuel Scorza en la famosa saga de Redoble por Rancas; en gran parte de la obra de Jorge Amado, Fernando del Paso, Ruffo y tantos otros. Lo cierto es que en la gran literatura latinoamericana son excepción las obras que no surgen en relación a preocupaciones vinculadas a nuestra historia. ¿Cómo podemos explicar esta realidad? Tal vez sea lícito contestar con otra pregunta: ¿Quién escribió nuestra historia?
España recogió sólo la versión de los vencedores, de los conquistadores, de los difusores de la vida nueva y de la fe nueva, la de su Imperio. Los primeros cronistas fueron los mismos descubridores, empezando por Colón con su famoso Diario. Con Cortés llegó el mayor escritor‑cronista, Bemal Díaz del Castillo; con los Pizarro, el soldado‑cronista Cieza de León. La primera narración de ese viaje que era casi interplanetario la hacen los guerreros. Luego toman la pluma los eclesiásticos, los escribanos y funcionarios y por último los académicos.
Los académicos del liberalismo de fin de siglo mantuvieron de algún modo las grandes líneas de la «historia oficial», de los vencedores. Las plumas habían trabajado en la misma dirección de las espadas (salvo honrosas excepciones, o mejor, «filtraciones»). Es la historia vista desde la arrogancia del hegeliano «hombre del Espíritu». El «civilizador» que parece confirmar su verdad debía desacreditan o subestimar la organización, la fe, la personalidad de los conquistados.
Descubrimiento mutuo: los aborígenes descubren Europa el 12 de octubre de 1492 y los europeos encuentran un mundo que creían las Indias. Fue un doble y trágico malentendido.
Colón, el primer cronista, describe la paz del ambiente, los buenos cuerpos desnudos (desde la conversión de Constantino los cuerpos desnudos eran sólo campus diavoli, mera carne de burdel). En Colón, el aventurero que lleva todas las contradicciones ‑sublimidades y trampas‑ del Occidente judeocristiano, aquellas visiones del maravilloso Caribe lo llevan a confirmar sus sospechas de que el Paraíso de Adán y Eva, la tierra de Jahvé ‑y de la Caída‑ tienen que ser ésas. (Lo comunicará a la reina Isabel y al primer interesado por jurisdicción temática: al Papa Alejandro VI.)
Se produce allí la primera alteración de los equitativos «términos de intercambio» (lacra que nuestra América sigue padeciendo y que culmina con la actual e insuperable deuda externa continental): Colón y los suyos cambian cascabeles, gorros y cuentas de vidrio por oro y perlas.
La primera aproximación a América produjo en el descubridor‑cronista admiración sincera, percepción de armonía y bondad. Esto se repetirá años después en el gran escritor (que no sabía que lo era) Bernal Díaz del Castillo cuando nos describe el boato, la pompa, de la corte de Moctezuma y el increíble mercado de Technotitlán. Lo mismo ocurre en Cieza de León, a quien seguimos como cronista por los caminos del inca. Hay que tener en cuenta que Madrid era una villa mayor, con calles embarradas y unos sesenta mil habitantes. Sevilla, la ciudad de la Conquista, tenía unos ciento veinte mil habitantes. Los monumentos más admirables eran algunas catedrales surgidas de la pasión religiosa medieval y las filigranas, jardines y torres nacidas de la presencia musulmana.
Los palacios y plazas del Cuzco, con su sistema de fuentes y acequias (incluso con cañerías de agua para alimentar los grandes palacios), les pareció a los españoles la evidencia de una inimaginada y poderosa civilización. En América .España descubre y se descubre. Los americanos posiblemente recibieron a aquellos hombres como hijos de vaticinios, de profecías, de oscuras guerras olímpicas. Debió haber sido terrible comprobar que los dioses (tal vez esperados) se transformaban en demonios violadores y verdugos.
En los primeros cronistas, protagonistas vivenciales, podemos leer los pasos que llevan hacia lo que denominaría el «Cubrimiento de América». La tarea de negar la importancia de ciertas grandes civilizaciones locales, de su forma de vida y de sus dioses. El mandato económico de ocupar, poseer tierras y pueblos para someterlos al Imperio, y el mandato teológico de imponer el dios único del Imperio, obligaban a ocultar la evidencia. Era necesario descalificar, llevar al «punto cero», transformar a los hombres en salvajes o infieles, a los dioses locales en demonios, a su forma de vida en «barbarie». La Corona no estaba para admirar sino para imperar. Se inicia entonces la descalificación de América.
DOMINACION. El «otro» es negado in totum. Esto necesariamente conlleva el genocidio, como primer paso. La dominación militar va seguida del sistema de esclavitud encubierta bajo las encomiendas y otras formas sobre las cuales se legisla con abundancia, detalle y «espíritu humanista». (Podemos estudiar las leyes que no son otra cosa que un enmascaramiento ibérico, que resurge con entusiasmo incluso en nuestros días, cuando el «Descubrimiento» está ya sobradamente descubierto por los americanos y por los españoles y europeos de buena fe.)
Es innegable que los americanos originales han sido anonadados y luego mestizados. Los datos de Angel Rosemblat sobre Hispaniola (la primera experiencia colonial), nos dicen que de 250.000 indios en 1492, sólo quedaban 500 en 1538. En 1492 la población original era, naturalmente, de un cien por ciento local ; en 1942, cuando Rosemblat editaba su libro, sería solamente de un seis por ciento. Para Rowe, en el Perú de 1532 había unos seis millones de seres: en 1628 sólo eran 1.100.000. Los datos son inciertos, pero las evidencias son incontestables. El «impacto» (para hablar toynbeeanamente) fue feroz. Guerra, esclavitud, suicidios, enfermedades, humillaciones. El americano fue desde entonces un habitante de segunda en su propia tierra.
No hay que culpar sólo a España: el general Custer, Rozas o el general Roca no eran españoles. El exterminio siguió en el siglo pasado en Estados Unidos, Canadá y Argentina. En este siglo el aborigen es sistemáticamente perseguido, hoy mismo, en Brasil, Centroamérica y en muchas otras partes. Alcanzado el «punto cero», España extendió la forma de vida de su Imperio mediante una administración y virreinatos a su imagen y semejanza. Al genocidio lo acompañará el teocidio. La guerra de dioses seguiría a la guerra de hombres. La salvación del catolicismo imperial se impondría a punta de lanza. La Inquisición en América cumpliría el objetivo de perseguir los demonios locales. Los castigos por conservar las creencias religiosas americanas fueron terribles. Los templos de México y del incario fueron arrasados. Los locales, en muchas partes, enterraron sus dioses a la espera de un renacimiento teológico, de una improbable teofanía. El catolicismo imperial ‑implacablemente a‑cristiano‑ se impuso. El obispo Landa, en Yucatán, mandaría a la quema toda una biblioteca de Alejandría americana: miles de códices quichés.
El horror de Las Casas y el cristianismo profundo de Montesinos y de tantos otros nada podrían impedir. La guerra contra el paganismo americano, el panteísmo y la relación hombre‑cosmos, sería perseguida hasta el fin. (Este es un tema muy duro. El catolicismo en América no hizo su mea culpa y esto conlleva consecuencias graves. Se sigue contundiendo religión con poder imperial.) Lo cierto es que la tarea de cubrimiento del alma americana fue uno de los elementos más importantes del proceso de la Conquista.
LA NUEVA RAZA. Al descubrimiento de la tierra siguió el de los cuerpos. El grupo ibérico actuó como un verdadero banco de esperma que reparó ‑por vía erótica‑ el genocidio imperial. Casi de todos los imperios e imperialismos europeos, hay que reconocer que sólo el español tuvo esta cualidad. Ni los británicos en África y la India, ni los holandeses y franceses en Asia y África, crearon una nueva etnia. (Su desprecio incluía almas y cuerpos.) Los españoles no despreciaron los cuerpos. Colón en su Diario queda fascinado por la belleza de los indios tainos. Eso se repetirá en México (la relación Cortés‑la Malinche) y en Perú, donde el padre Valverde autorizó la violación de las Accla‑huasi, las vestales del Sol.
Lo cierto es que España fue la simiente de un continente mestizo. La costumbre seguiría con las sucesivas oleadas de inmigración europea. Los latinoamericanos son una etnia surgida del mestizaje agudo. Los hijos de los conquistadores se acercarán al color de los conquistados. Como bien lo afirmara Alejo Carpentier, somos un «continente mestizo». Alberto Salas describió esta realidad minuciosamente en su Crónica Florida del Mestizaje de Indias. Los mestizos quedan unificados, instalados por medio de un gran elemento unitivo: el idioma español, el castellano.
LA LITERATURA IBEROAMERICANA.
Nuestra literatura llegó casi a los umbrales de este siglo intoxicada por la «historia oficial» de la Conquista. Hubo un encubrimiento consciente e inconsciente de la realidad del descubrimiento‑cubrimiento. Fueron los poetas y novelistas quienes lanzarían sus carabelas de papel para descubrir la versión justa. Empezaron a moverse en las entrelíneas de la crónica como cazadores furtivos. Esta fue una gran tarea de consecuencias culturales importantes y con repercusiones en lo político. (El universo de raíz anglosajona de nuestro continente alcanzó a ser un «espacio realizado» y marchó por vías diferentes.)
Fueron los escritores los que ajustaron el disparate de la historia imperial, recogiendo incluso los pocos rastros de la versión de los vencidos. Había que recuperar una conciencia sepultada del hombre americano. Era necesario legitimar nuestro imaginaire. Poner en valor la idiosincrasia de nuestros pueblos; valorizar nuestra sensibilidad, que, aunque de raíz cultural europea, está modificada por la realidad del mestizaje y la superposición de culturas de las sucesivas corrientes de inmigración. Nuestro trabajo necesariamente tenía que usar la historiografía, para a veces negarla, modificarla, reinterpretarla.
La literatura latinoamericana, más allá de lo estrictamente estético, cumplió una función desmitificadora. Fue necesario desacralizar y desmitificar para descubrir mitos sepultados como aquellos ídolos de los olmecas que todavía duermen en la oscura profundidad de la tierra. Los mitos de la dominación colonial no fueron pocos: los de la religión imperial, las filosofías, formas de vida y moralidad. A éstos siguieron los mitos neocoloniales: la razón europea, ideas de «civilización», el modernismo, el progreso, ídolos de celuloide, el consumismo (la «pesadilla de aire acondicionado» que preocupó a Henry Miller y a Cortázar).
Hay que reconocer que en nuestra literatura se trabajó más para desmitificar que para crear nuestros propios mitos motores. Sin embargo, ese trabajo de todos (Borges decía que hay un solo escritor que se expresa en un libro compuesto por todos los libros) tiende en América Latina a crear un campo de reflexión y de conciencia de nuestro ser y de nuestro Continente. Es para nosotros una tarea imprescindible. Somos todavía un espacio cultural y humano que padece una increíble postergación en el orden político y económico de nuestro tiempo. Nos toca descubrir. Descubrirnos.
La tarea literaria de «conciencia» y «descubrimiento» tiene múltiples direcciones. Creadores como Jose María Arguedas, Artt, Manuel Scorza, Sábato y Juan Rulfo, han sido los voceros de la angustia de hombres ‑de la urbe o de la tierra‑ que vivieron y viven el sentimiento de estar despojados de una dimensión sagrada. Otros, como Guimaráes Rosa, García Márquez, Bryce Echenique, tuvieron y tienen a su cargo esa revalorización de nuestra idiosincrasia, y de un estilo afectivo, erótico, y de vida en general, que significa legitimar todo un espacio humano, el latinoamericano, que antes se interpretaba con categorías puramente europeas. No puedo olvidar a los poetas, quienes siempre suelen dar la versión más ajustada del alma de su tiempo y de su pueblo. Sin Vallejo, Neruda, López Velarde, poco podríamos comprender del hombre americano. Nuestra forma de sentir, de amar, de creer, está reflejada en esas grandes voces. En otra línea, Lezama Lima, Borges, Severo Sarduy, Cortázar, han sabido apropiarse, y expropiar, grandes parcelas de cultura europea, reciclándolas con nuestro lenguaje. Un lenguaje ad usum americano.
El Fuentes de Terra Nostra o el Fernando del Paso de Noticias del Imperio se constituyen en maestros de una revisión y readaptación de las interpretaciones históricas e historiográficas con el fin de encontrar esas raíces ocultas o quebradas que hacen de nuestro Continente una realidad insolucionada, adolescente. Lo común a todos ellos es que han sido trabajadores de un nuevo lenguaje. En ningún caso han dejado de privilegiar el objetivo estético. Desde el lenguaje han ido exhumando una realidad oculta, del mismo modo que desde la historiografía colonial y parcial han tratado de rescatar una verdad de América más ajustada.
Desde el brillante y noble fracaso de Bolívar en nuestro Continente no hubo otra forma de unidad que la de esa conciencia que comparten y vivifican los creadores. El gran antropólogo Malinowski afirmaba que ‑cada cambio histórico crea su propia mitología, que tiene relación indirecta con ‑los hechos históricos». La literatura latinoamericana está empeñada en esa gran tarea fundadora (o mejor re‑fundadora). Eso hace que sea la «usina» creadora más viva del panorama literario de estos años.