Revista mensual del Pabellón de España, Sevilla, 20/11/1991
Nuestro continente idiomático, El Nacional, 11/12/1992
ABC, 16/10/2001
Formamos un continente verbal. Somos muchas naciones y muchas razas; incluso somos más de un continente pero somos un solo idioma‑continente. Durante años hemos subestimado esta realidad. Hemos vivido divididos como si el idioma fuera un lazo exterior o una mera casualidad. Hoy sentimos que él factor idiomático se sitúa más allá de la palabra «comunicación» y que es mucho más que un sistema de señales compartido por muchos millones de seres.
El idioma español, en extraordinaria expansión, no es para nosotros una mera «lingua franca», en el sentido de un útil sistema exterior de comunicación entre extraños. Más allá de esa cualidad comunicativa, el español conlleva una dimensión metafísica, un estilo y tradición espiritual, un discreto sistema de valores que actúan muy indirectamente. Valores y desvalores, si puede decirse, como la gana, la desconfianza de la precisión y cierta proclividad a la metafísica que nos distingue (aristocráticamente) en estos tiempos en que tanto se privilegia lo práctico, o «lo pragmático» como dicen hoy.
En este sentido profundo o espiritualmente unitivo, el español ‑o el hispanoamericano, como se prefiera‑ es el idioma de mayor extensión y vitalidad del mundo.
Sabemos que la lengua inglesa es la más hablada y que se constituyó sin dudas, en la lingua franca de nuestro tiempo. Pero, aunque universalizada, es un puente exterior de entendimiento superficial como el que pueda unir a un tendero de Indonesia que se dirige a su proveedor de Manchester o a un diplomático alemán cuando dialoga con su colega de Washington. Proporcionalmente, es mucho menor el número de gente en lengua inglesa que participa de una misma cosmovisión. Incluso en el caso de un nigeriano o de un hindú, ambos ciudadanos del Commonwealth, el idioma que hablan con un inglés o con un canadiense, no conlleva la propia cultura, y menos aún una cosmovisión.
Nuestro idioma casi crea nuestra nacionalidad. Es tan importante el peso de sus valores culturales inmanentes, que se torna tanto o más determinante que la geografía y la etnia (elementos tradiciones para los criterios de nación usados por los politólogos).
Heidegger señaló que «el idioma es la casa del Ser». En el caso del idioma español, pasa a ser nuestra casa común. El gran espacio donde nuestras naciones comparten su destino, incluso pese a una costumbre política que no supo poner en valor esa realidad.
Partiendo desde este punto de vista, desde esta visión de idioma‑continente, se comprenderá que la literatura pueda adquirir para nosotros una dimensión de importancia política y no precisamente porque pueda contener elementos o tintes políticos de superficie, sino por ese sentido unitivo profundo.
Si esa «casa del ser», esa casa común que habitamos, tiene un guardián, ese guardián es la literatura. Ella se transforma necesariamente en el espacio ‑el ágora‑ de nuestro encuentro más profundo. Aunque todavía queramos hablar de literatura latinoamericana, o española, y hasta creemos cátedras diferenciadas, lo importante es que nuestras literaturas están esencialmente unidas y se crearon y crecieron dentro de un permanente ciclo de influencia creativa mutua. Los grandes novelistas latinoamericanos de estos últimos decenios, que constituyen nuestro nuevo Siglo de Oro, partieron de un conocimiento profundo de la literatura clásica española, de la generación del 98 y de los poetas del 27. Borges, Barcia Márquez, Lezama Lima, Carpentier, Sarduy, crean su lenguaje dentro de la gran tradición española.
Carpentier o Borges tienen hoy que ser tan propios para un español como Valle Inclán o Unamuno para todos los hispanohablantes. Creo que tiene interés esta digresión porque ya la literatura trasciende en nosotros esa mera dimensión estética. Como se señaló, es la sangre unitiva de un Continente verbal, de una gran unidad cultural.
Hoy el factor cultural ‑subestimado por los politólogos neopositivistas ‑ocupa un lugar central y no adjetivo. Hemos vivido desde el siglo pasado el paroxismo de la ‘Política del poder» y del voluntarismo político y ahora prevalece una visión limitada ‑y limitadora‑ de un economismo exagerado. Sin embargo, pese a estas acentuaciones o exageraciones, casi en forma secreta, el mundo se organiza en torno a la interrelación y la dinámica de los factores culturales. Los factores raciales, religiosos y las culturas, se definen en grandes espacios.
En Europa, la súbita reunificación alemana y la dinámica lanzada por la «revolución de terciopelo», son demostrativas de movimientos cuya explicación escapa de la mera dimensión política y económica. Se fundan en lo cultural. Factor que está en la base de la creación de la Comunidad Económica Europea: la armonización de mercados y economías es el reconocimiento de una identidad cultural previa que estuvo arbitrariamente fragmentada. En el caso de Alemania hay un paralelismo con España: el factor idiomático es básico para la germanidad. El crecimiento de la influencia de Alemania hacia el centro de Europa pasa por el reconocimiento de un valor cultural que el sistema comunista creyó superable. (El checo Kafka o el austriaco Musil o el praguense Rilke, son más bien ciudadanos de pleno derecho del continente verbal germánico.)
La preponderancia del factor cultural explica el resurgimiento de China, y la exitosa consolidación de Japón e India. El laborioso y difícil proceso de plasmación del potencial árabe no puede explicarse fuera del contexto del renacimiento de la cultura islámica, con su acento espiritual‑religioso.
Iberoamérica es uno de los grandes espacios culturales del mundo. Uno de los más ricos, vitales y creativos. Lejos de reconocerlo, vivido un demasiado largo y dañoso tiempo de confrontación. La etapa colonial en América fue lo contrario del Descubrimiento: fue un minucioso cubrimiento de los valores de una cultura aborigen multifacética que podía haber sido integrada sin innecesarias fracturas.
Recién en este siglo nos recomponemos de esa ruptura. (podría decirse que los elementos que nos curaron o que ayudaron a hacer cicatrizar las heridas, fueron la literatura, el factor religioso y, primordialmente, el maravilloso idioma español que como un agua benéfica terminó por modelar y limar las aristas de oposición entre ambos mundos).
Guadalajara y 1992 en su proyección política
En política, el tiempo perdido se olvida y se torna insignificante si es recuperado en un movimiento final creativo.
La conmemoración del V Centenario más que por su evocación del pasado nos debería interesar como punto de partida, como señal del verdadero renacimiento que vive nuestra cultura y el concepto unitivo de iberoamericanidad.
Hasta hace pocos años hemos visto recrudecer en España, ante el obvio y exitoso esfuerzo por integrarse en la Comunidad Europea, un reflejo trasnochado tendiente a subestimar su proyección iberoamericanista. Europa está en el pasado existencial de España tanto como la aventura de la proyección cultural de la hispanidad en América.
Algunos políticos de visión corta creyeron que se trataba de un pasado simple o de un archivado pretérito, perfecto o imperfecto. E1 tiempo verbal que debemos usar es el anotado: pasado existencial. Merced a él España y nuestra América están ligadas inexorablemente. Es en su proyección americana, en su universalización hacia Europa y hacia el Atlántico, que España adquiere todo su peso y su gravedad histórica (incluso ante el contexto europeo).
Inexorablemente moriría el águila de dos cabezas del emblema de los Austria, sea cual fuere la cabeza que se cercene. (Carlos V, Felipe II, Cortés, Atahualpa y Moctezuma, son episodios definitivos e indisimulables, aunque algunos diplomáticos quieran esconderlos en el portafolios al discutirse el precio de las hortalizas en Bruselas).
1992 nos invita no solo a conmemorar el origen de nuestra identidad, sino también a nuevas fundaciones.
Nuestro estilo, nuestra idiosincrasia, los valores de nuestra cultura están a la espera de una jerarquización y respuesta política demorada durante decenios.
Nosotros mismos, españoles y latinoamericanos, hemos vivido en un clima de oposición estéril y de mutua descalificación: de España hacia esa «Indias» cuya cultura no supo apreciar ni integrar y las naciones americanas que se independizaron en oposición a la cultura española.
Recién en este final de siglo Vemos un horizonte más abierto, como sintetizando la infausta contradicción.
España y las naciones de Latinoamérica viven un renacimiento pese a las dificultades recientes. Asistimos al colapso de hegemonías políticas que hasta hace poco parecían omnipotentes. Brasil, Argentina, España, México, Venezuela, Perú, son facetas de ese gran Continente que tiene mucho que aportar por su potencial económico, pero sobre todo por el poder de creatividad. Mucho se espera de Iberoamérica en la actual crisis cultural ‑o subcultural‑ de un mundo industrial-tecnológico‑ que da muestras de peligrosa anemia vital.
La reunión de Guadalajara no es un hecho aislado sino. un proyecto profundo. Es un paso promisorio para concretar una dimensión política que responda a esa verdad cultural de una gran Iberoamérica, armonizada desde los Pirineos hasta Tierra de Fuego.
Ese gran Continente verbal y humano se está rebelando contra su auto descalificación. 1992 tiene que ser vivido por todos nosotros en la clave del renacimiento„ y la recalificación de nuestros pueblos y de nuestra cultura.
Es tiempo de que decididamente sepamos legitimar nuestros valores y cualidades. Es necesario pensar en grande y para ello hay que ser plenamente concientes de que nuestra reserva cultural es un aporte indispensable en este exitoso mundo critico donde las «grandes sociedades» confundieron la palabra progreso con datos de marketing, mera productividad material o con el ilusorio superpoder de los megatones.
Abel Posse. Novelista argentino. Premio Internacional Rómulo Gallegos. Daimón y Los Perros del Paraíso son sus novelas vinculadas al Descubrimiento y la Conquista. Diplomático de carrera, se desempeña actualmente como Embajador de Argentina en Praga.