La Nación, 06/09/1991
PRAGA.‑ Curzio Malaparte cuenta en «Kaputt» que los, SS, para vengar a sus colegas caídos en el frente ruso, ataban los cadáveres con alambres, cara a cara, con los soldados rusos prisioneros. La fuerza de la vida nada podía con la corrupción de la muerte: a los dos días el vivo enloquecía o enfermaba. La corrupción pasaba del muerto al vivo, en sentido inexorablemente único, sin reciprocidad.
Ojalá esta atroz anécdota no sea aplicable a la situación de Europa y del llamado Occidente ante la inminente disolución del imperio soviético. En menos de una semana las cancillerías europeas pasaron de la euforia por la defenestración del Partido Comunista a una reserva preocupada. Se había festejado el fin de la guerra fría, pero un peligro de signo distinto se cierne desde el Este. Cae un roble de 75 años y nadie sabe controlar esa caída‑ Se había festejado el «fin de la historia», pero pese al inocente optimismo de Fukuyama que nos había prometido un happy end estamos abocados a un nuevo desafío.
La concepción economicista del mundo que difunden los anglosajones y parece ganar todos los espacios de interpretación había querido ver en la perestroika una mera y clara posibilidad de grandes negocios, integrando al mecanismo económico occidental enormes mercados y mano de obra barata..Pero las fuerzas liberadas por la política gorbachoviana superan de lejos los propósitos iniciales. Estamos ante la hecatombe de un imperio, un orden con el que bien o mal se había aprendido a dialogar, sin que se vea la viabilidad de otro orden de recambio. Este es el centro del problema y de las actuales preocupaciones. Hace rato que se ve correr a Gorbachov detrás de, los acontecimientos como quien trata de frenar un caballo desbocado (o peor: de cabalgar un tigre).
Rusia y toda la Unión Soviética se le vienen encima. Han talado el roble sin calcular para dónde cata. Parece más bien un trabajo de esos mujilrs de Gogol. En todo caso el árbol no cae hacia el siglo XXI: están renaciendo nacionalismos absurdos, casi previos al zar Alejandro Primero. Hay unas setenta disputas étnicas y fronterizas que indican la posibilidad de una temible yugoslavización que Europa no podría soportar sin consecuencias desastrosas. (Precisamente, Yugoslavia es el banco de pruebas de la impotencia mundial ante estos procesos.)
La lucha en el caos
Dos hombres flotan y luchan en el torbellino soviético. Uno es políticamente primitivo, populista, carismático y acaba de demostrar un coraje a toda prueba; es Yeltsin. Su política es de vuelo corto y se refiere exclusivamente a su Rusia, la República Rusa. Se desinteresa, hasta ahora, del desmembra. miento, de la Unión Soviética. Tiene más decisión que reflexividad. Capitaliza el sentimiento primario de que los rusos son víctimas ancestrales de la ambición de imperio. Ve en el internacionalismo comunista la última expresión de esa voluntad por la cual Rusia «soporta» masas de orientales, gitanos, georgianos, judíos cubanos y, sobre todo exóticos pueblos musulmanes. Pelo Yeltsin olvida que hay 90 millones de rusos en esas repúblicas de la URSS cuya independencia recomienda. No piensa en los conflictos ni en las migraciones inasimilables que sobrevendrían. En cierto modo Yeltsin encarna el viejo espíritu peligrosamente anarquista tradicional en una política rusa en la que siempre se osciló entre la violencia populista de Pugachev, el rebelde, y el autocratismo teocrático del zar.
Yeltsin eclipsa a Gorbachov, (nunca muy popular) al desarticular con su coraje el golpe restaurador. Gorbachov es casi humillado ante la Asamblea. Dos días después, para recuperar el espacio perdido, se propone ir más lejos que Yeltsin contradiciendo sus posiciones anteriores: disuelve el Partido Comunista y desmembría la KGB. Es una clásica huida hacia adelante. Sacrifica todo el poder en una arriesgadísima jugada táctica para mantener su espacio en la cúspide é imponer una solución final orgánica. Siempre vio en Yeltsin al demagogo que conduce hacia la atomización anárquica. Pero en esta jugada hay algo de fatal: la Unión Soviética queda como ‑una enorme nave a la deriva. El Partido Comunista era el único aparato de poder con penetración capilar en todo ese continente‑país euroasiático. Sin él, la URSS queda como descerebrada, sin la única conducción. En vez de aplicar la táctica leninista (el Estado y la revolución), de usar la estructura creada por el enemigo ‑el Estado para afirmar el nuevo poder, Gorbachov desarticula ese aparato indispensable para ganar puntos ante Yeltsin.
Sin el partido como arma para ejecutar las reformas, la Unión Soviética prácticamente no existe. Es como un Vaticano, pero sin fe unitiva: Gorbachov, en realidad, queda reducido a un prestigioso agente de relaciones internacionales.
La Unión Soviética, constitucionalmente, entra en disolución. No hay poder de comunicación ni de acción para impedir que el reformismo signifique atomización, centrifuguismo.
Llegamos al punto donde Europa y los Estados Unidos comprenden que por ahora sólo uniendo a Gorbachov con Yeltsin y con una fuerte y decidida ayuda occidental, improvisando sobre la marcha un nuevo orden constitucional, se podrá impedir el caos. Los poderes externos (los enemigos tradicionales de la URSS) tienen ahora que construir un sistema de arbotantes para evitar que la gigantesca y babélica torre sepulte a todos en su caída
Desilusión y anarquía
Este proceso rapidísimo y convulsivo transcurre en un cuerpo social fuertemente maleado por la desilusión, hecho que también es dable observar en los países del centro de Europa. Popularmente, la gente empieza a sentir que el pasaje a la panacea de la economía de mercado será imposible a corto y mediano plazo. Sienten que no basta privatizar salchicherías y dar en propiedad tierras que tendrán que producir con ingentes subsidios. Se comprenden las enormes dificultades para poner en marcha un eficaz aparato productivo en sustitución del existente, creado para otro planeta político y económico, el planeta gris.
Mientras tanto tratan de impulsar como pueden un absurdo capitalismo sin capital, empresas sin clase empresarial y efectuar, una parodia de feliz revolución liberal capitalista con gente que hace 75 años viene siendo educada en un sentido fervorosamente contrario al de la moralidad ‑o la inmoralidad capitalista. La masa quiere conservar todas las ventajas sociales del sistema monolítico (vivienda barata aunque mala, educación, sanidad) y no comprende cómo hay que ser y qué hay que hacer para volverse capitalista. ¿Qué hacer ante ese poderío industrial paquidérmico, tecnológico-militar, creado para una sociedad donde el principio de competencia se considera egoísmo irracional y punible? Nadie pensó este proceso en su dimensión filosófica. No existía el libreto del pasaje del socialismo al capitalismo. Habrá que hacer el camino al andar, como diría Machado. Pero ya se sabe que no será una ruta turística.
EL marqués de Custine, diplomático francés, es tenido por el mejor observador occidental de esa curiosidad histórico‑política que siempre fue Rusia dentro del panorama europeo. Custine, quien escribió sus famosas Cartas en 1849, supo entender la esencia represiva de las Rusias con tanta exactitud como su compatriota Tocqueville interpretarla la fuerza democrática de los Estados Unidos.
Cito dos frases memorables de Custine: «El gobierno en Rusia no es más que la disciplina del cuartel sustituyéndose al orden verdaderamente civil; es el estado de sitio. convertido en Estado normal… Todo orden social cuesta demasiado caro en Rusia como para que yo lo admire». Y más adelante dice: «El pueblo ruso está destinado a pasar invariablemente del poder absoluto a la más absoluta anarquía; desconoce el término medio». Este término medio de Custine seria nada menos que la perestroika, la civilidad democrática. No habrá más que desear que el marqués se equivoque, por el bien de Europa; por el bien del mundo.
Se avecinan tiempos duros. Aunque sea difícil imaginar el éxito, los poderes externos, de la comunidad, de los Estados Unidos, deberán construir ese armazón de arbotantes para reformar el edificio. Habrá que intentar con toda energía y lucidez, sin pretender mezquinamente sacar partido ni jactarse de victoria alguna. Se corre el peligro de entrar en la terrible dialéctica del relato de Malaparte: que el muerto devore con su corrupción al vivo.