La Nación, 25/05/2005
¿A quién se le puede haber ocurrido la tentación de existir? (La tentación de pasar de la duración a la vida, de la quietud colonial a la historia.) Mucho tuvo que ver en esto las alegrías de las invasiones inglesas. Aquel roce con las violencias de la realidad, que nos dejó una estela de anécdotas y recuerdos de triunfo.
Teníamos más de 200 años de marginalidad, de sobrevivencia sin aventuras, y ardíamos por echarnos en el caldero de la independencia.
Se vivía muy bien. Era un edén de costillares gratuitos, espacio infinito, inabarcable: la leyenda de un sur de indios, lagos y montañas de hielo; un norte de desiertos acosados por el puma y las jaurías hambrientas. En el centro, sobre el absurdo Mar Dulce, Buenos Aires, que era un poblachón de adobe. Se vivía para la mesa, se moría en la cama. El atraso de la medicina nos ahorraba las humillaciones de la senectud. Estábamos preservados de los sobresaltos de la modernidad y de la cultura. El Dios de Santo Domingo, de la Catedral o del Pilar era implacable y fuerte, más el carácter de Jehová que el de Cristo. Nada escapaba a su ojo triangular. Figurábamos en muy pocos mapas; la Iglesia era lo único universal que nos acercaba al mundo.
Era un Buenos Ayres de 50.000 personas, contando los 8000 mil negros esclavos. Nada alteraba la paz. El Fuerte mostraba hacia el río cañones oxidados. Los piratas, cuando lo intentaron, quedaron varados entre los bancos y bajíos del Plata. La gente se dividía muy simplemente: los decentes y los otros. Mariano Moreno, el liberal, lo definió así: “Se considera persona decente a toda persona blanca que se presente vestida de frac o de levita”. Y entre los decentes el trabajo personal estaba mal visto. El pintor y viajero Essex Vidal escribió que los porteños eran exquisitos en el arte de no hacer nada.
Sin contar sopas ni postres, las comidas eran de cinco platos, casi invariables: asado de costilla, pollo o perdices, pescado frito, cordero y puchero. Esto explicaba que los viajeros europeos nos describiesen como un pueblo de personajes de Botero: los porteños eran rechonchos y con pantorrillas abotellonadas, como un mazo de barajas compuesto solamente por sotas. Según Haigh, Gillespie, Vidal y otros agudos observadores, ellas eran mucho más rápidas, graciosamente deslenguadas y propensas a la guitarra, al baile y a la doble intención. Pero cuando se las atacaba, suponiéndose liberalidad, corrían hacia el marido, el novio, el padre o al mismo Fuerte para librarse del asedio. Hablar de política se reducía a referirse a las reyertas y chimentos municipales. Lo demás se susurraba: era la enfermedad grave, tal vez terminal, de la España de Fernando VII.
A veces se veía en la rada algún navío europeo, pero lo que fascinaba era el contrabando que se traficaba con nocturnidad: licores, ropa fina, cigarros, cuchillos de Solingen, osados calzones venecianos, y lo más temido, la pornografía filosófica tan estrictamente prohibida: Rousseau, Voltaire, Diderot. El terrible iluminismo, las ideas nuevas. Ya había un grupo de conspiradores liberales que aprendían laboriosamente francés o inglés con sólo el diccionario.
Entre el 22 y el 25 de mayo, en una semana, con la ambigüedad que ya tenían los porteños, se hizo amablemente una verdadera revolución, que luego se consolidaría en Tucumán en 1816. Fue una revolución de terciopelo: se aseguraba la más constante fidelidad y adhesión a nuestro amado rey, señor don Fernando VII, pero se deponía al virrey Cisneros.
Con habilidad política, pero también con sinceridad, la revolución del 25 y la proclama del 26 demostraban que la revolución no era contra España ni contra los españoles. Hasta se suspendió una resolución de confinamiento de los españoles opositores. Esto, más que una hábil táctica diplomática, provenía de nuestra indecisión. ¿Qué haríamos con los desiertos? ¿Podríamos resistir el embate imperial? ¿Puede una república sustituir la organización de un imperio?
La señoría campestre de las pocas ciudades temía esos desiertos vacíos. Los gauchos eran centauros solipsistas, irreductiblemente anarquistas. Nada odiaban más que el progreso que terminaría con ellos en sólo un siglo. La heroica resistencia cultural de Rosas nada pudo hacer ante la fiebre de la modernidad. Aquella otra globalización. Fue apenas una minoría la que encendió nuestro iluminismo político. Belgrano, Moreno, Castelli, Saavedra, Rodríguez Peña, Paso. Todo ocurrió en una cuadra, entre el Colegio Nacional y el café de Marco se gestó esa incontenible voluntad de ser, de caer en la historia, que pagaríamos con 50 años de atroces cabalgatas, degollinas, caudillos aseñorados, quiebras estrepitosas y guerras heroicas. Era el precio para entrar en el siglo y merecer un casillero en las cancillerías de “las potencias centrales”. Pero la Argentina fue y las armas de San Martín y Bolívar se coronaron en Ayacucho.
Para 1910, mostramos una Nación moderna, articulada, que pronto estaría en el pelotón de vanguardia. Habíamos dominado los desiertos y casi por decreto nos creamos una nación, una mitología y hasta la etnia mediterránea-europea que sancionamos en la Constitución.
Ahora no sabemos con qué cara enfrentar el bicentenario. En aquel país de jauja, uno de cada dos bebes muestran signos de desnutrición y de falta de hierro. Otros desiertos nos amenazan. Es el vacío moral y ético que se refleja en las caras baldías de la dirigencia más mediocre de nuestra historia. La peor en el peor momento. Secuestraron nuestra débil democracia. Nos eligen los candidatos (si viene al caso, ponen a la patrona).
La Argentina bosteza ante tanta mediocridad: es como si hubiese retornado el virrey. Necesitamos una pueblada moral, como la de aquel 25. Esta vez para volver a ser, para movilizarnos y restablecer el orgullo perdido. El orgullo de reconquistar el puesto que tuvimos ante el mundo. Restablecer el coraje de ser, la pasión de patria y la ética de servicio, en este desierto espiritual que nos agobia. “Las naciones sin orgullo ni viven ni mueren. Su existencia es insular e inútil. Sólo la pasión podría arrancarlas de su monótono destino.” (Emile Cioran).