La Nación, 06/03/1990
Inmediatamente después del proceso de descolonización e independencia de los países del África negra se produjo, en la década de los sesenta, un comienzo de competencia Este‑Oeste protagonizado por las superpotencias y sus aliados. El objetivo, obviamente, era inclinar ese continente de enormes riquezas potenciales en favor de uno u otro bloque. Francia e Inglaterra se mostraron activas para esbozar planes de desarrollo y de cooperación en sus ex colonias. Por otra parte China y la Unión Soviética, con ambiciones ya diferentes, iniciaron vastos ejercicios revolucionarios.
Por múltiples razones que no viene al caso analizar, ya en la década del setenta el África negra deja de ser campo prioritario para el conflicto Este‑Oeste. El forcejeo de las superpotencias se desplazó a otros ámbitos de guerra fría. A partir de entonces, África quedó librada a su suerte. Nadie se esmeró por captarla. Fue un territorio congelado en el juego estratégico mundial. Los planes de desarrollo y cooperación impulsados por Occidente empezaron a perder el entusiasta impulso de los primeros tiempos. África quedó librada a una independencia sin tutorías. Se establecieron socialismos ortodoxos como en Mozambique o Angola, nacionalismos tribales o se fundaron imperios traginapoleónicos como el de Bokassa. La guerra de Biafra, que sacudió al mundo por su crueldad, transcurrió ante la horrorizada inactividad de los países industrializados del Este y del Oeste. Idi Amin pudo permitirse el canibalismo ritual con sus enemigos políticos.
Todo lo que pasaba en África negra empezó a tomarse como ocurrencias en un mundo de segunda, en un universo aislado que ya no tenia consecuencias para la oposición estratégica Este‑Oeste.
Por razones diferentes pero coincidentes, las superpotencias experimentaron la conveniencia de indiferenciarse. Tal vez no sea demasiado arriesgado decir que África negra quedó condenada a su independencia, sin madurez para iniciar un camino autónomo de desarrollo. Inclusive Nigeria, que tuvo su auge como país petrolero, recayó en graves dificultades.
Ni los soviéticos plasmaron formas socialistas que al menos asegurasen la mínima subsistencia alimentaria (recuérdese los casos de Etiopía y Mozambique) ni los países occidentales se comprometieron en sus esfuerzos neocoloniales. En la última década, el África negra es el exponente más trágico de hambre masiva, migraciones forzadas, tribalismo político.
Nuestra América
En América latina podríamos llegar a una situación similar. De alguna manera hemos condicionado nuestra conducta internacional y gran parte de nuestra política interna a la realidad de la oposición liberal capitalismo‑comunismo. En algunos momentos nos permitimos el juego pendular a través del tercermundismo y el tercerismo. La historia se precipitó y el conflicto Este‑Oeste ha cesado por colapso fulminante del imperio soviético. Todos nuestros conceptos y hasta nuestro maniqueísmo político quedan desubicados ante el tremendo cambio aún no asimilado en una nueva reflexión y una nueva conducta política. Sin embargo hay un hecho concreto: América latina ya no es determinante ni influyente, cualquiera sean sus opciones. Ni para consolidar el sistema comunista expirante ni para afirmar un capitalismo que en algún momento se pudo ver afectado por la expansión socialista en su esfera de influencia.
No figuramos en los objetivos políticos de las grandes potencias más bien empeñadas en asimilar
las fulmíneas transformaciones del mundo socialista. En cierto modo hemos quedado huérfanos de padre y madre, abocados a una verdadera independencia que exige de nosotros una respuesta creativa, comprometida y novedosa. Nadie se ocupará de nosotros más que nosotros mismos. En su reciente visita a la Argentina, Carlos Fuentes lo sintetizó con estas palabras: «Ya no hay más un solo camino hacia el bienestar; cada modelo debe responder a cada cultura».
Es sintomático que una potencia como los Estados Unidos, que consideró desde Monroe a América latina como su esfera natural de influencia, no tenga ningún plan orgánico de desarrollo para la misma desde hace treinta años, desde los tiempos de Kennedy y de su declarativa «Alianza para el Progreso». Aunque sea todavía temprano para afirmarlo parecería que los Estados Unidos se limitarían a una integración de los países del hemisferio norte, asumiendo a México, Centroamérica y la cuenca del Caribe. Algunos comentaristas estadounidenses empiezan a sugerir, ante la definición de una Europa ya definitivamente liberada de la tutela yanqui, la posibilidad de un Plan Marshall latinoamericano. Pero ésta seria una apuesta ilusoria. No se debe olvidar que ese plan fue una respuesta (marxista) al desafío de la guerra fría. y de la expansión militar soviética. (Digo marxista porque paradójicamente el mundo occidental prefirió entonces creer en la economía como «motor de la Historia», mientras que los soviéticos eligieron la «superestructura» político‑ideológica como la carta de un triunfo que no se produjo.)
Los buenos deseos no deben hacernos perder el sentido de realidad. Los Estados Unidos están ante una formidable crisis. La historia se le vino encima junto con su triunfo sobre la URSS. Es muy probable que durante largo tiempo estén imposibilitados para invertir en América latina. Su primera urgencia será «reciclar» su enorme ‑paquidérmico‑ complejo industrial‑tecnológico‑militar‑estadista transformándolo en industrias competitivas que puedan empezar a contener la presión comercial y económica del Japón y de Europa.
La carrera armamentista llevó a los soviéticos al estado de coma del sistema, pero los Estados Unidos quedaron muy malheridos: el esfuerzo costó mucho más que la sonrisa de Reagan. Los Estados Unidos están hoy abocados a una enorme crisis financiera y a problemas sociales, educacionales y de infraestructura tan graves como los de la crisis de los años treinta. Tendrán que demostrarse a si mismos que tienen intacto el poder de recuperación que supieron demostrar a lo largo de su historia.
Ante la posibilidad de indiferenciación internacional hacia los problemas de América latina, deberíamos responder con una reflexión profunda y madura, preparando una ajustada estrategia ante una situación casi de tan grande desamparo como la que encontraron nuestros próceres fundadores después del Congreso de Viena, cuando las potencias europeas modelaron su paz prescindiendo de ese periférico mundo latinoamericano que Inglaterra no había podido conquistar con sus expediciones y que España no supo retener ante la ofensiva militar de los libertadores. Y, sin embargo, pese a las dificultades de entonces, pese a aquella nada de desiertos físicos y culturales, una clase dirigente lúcida, patriótica y convencida del destino de esas tierras, pudo consolidar naciones como Brasil o la Argentina, que a fines de ese mismo siglo se constituirían en «tierra de salvación» para millones de emigrantes españoles, italianos o centroeuropeos. La Argentina, el país de las «pampas vacías», sería la sexta potencia financiera mundial en 1928.
Hoy necesitamos la misma fe y determinación. Hasta ahora la conciencia de integración pertenece más a las cancillerías que al resto de una clase política más bien volcada hacia lo provinciano y lo inmediato.
Esfuerzos continuados como los realizados para tejer una unidad justa y estable con Brasil y Uruguay tienen que ser el objetivo primordial de nuestros gobiernos. Los tiempos han cambiado y sin una firme acción en el campo internacional no pueden imaginarse «salidas» nacionales.