El Cronista comercial, 04/10/1996
Bajo la terraza del hotel Presidente. Está en una lateral a doscientos metros del Malecón. Se oyen las olas fuertes rompiendo contra el largo murallón. Pasa un perro flaco. Pasan alegres estudiantes con sus blusas de un blanco opacado por la escasez de lejía. Como un zorro viejo, esquivando los baches, pasa un Oldsmobile 1954. Estos autos sobrevivientes (Buick, Chevrolet, Pontiac) aparecen en cualquier esquina y son una presencia de la Habana de los 50, los viejos tiempos con Sinatra en el Tropicana y el engominado George Raft, tan gangster en los films como en sus actividades privadas, según cuentan. Una morocha enorme y aburrida, con guardapolvo blanco, me trae la cerveza Hatuey que he pedido. Vaso de plástico, que vacío se volará con sus hermanos llevados por la brisa que sopla del mar. En el extremo de la terraza, junto a la entrada del hotel, mi amigo, El Chory, con su par de timbales, canta ‑o dice muy quedamente los boleros de siempre. Sin quebrar el ritmo levanta un poco la mano o las cejas para saludar a los amigos que pasan. El perro flaco sube los escalones de la terraza sin temer al portero con su uniforme de almirante despedido; pega una vuelta de investigación alrededor de mi mesa y al ver que no hay proteínas se echa junto al refrigerador de los helados.
Prostitución y helados
Aparece un ejecutivo pobre (son los que van a ese hotel medio, que Tiene todo el encanto del año 28 con sus caireles y lámparas art‑deco). Parece holandés. Anda de sandalias, blusa lavable multicolor y una estupenda mulata, o «jinetera», que lo acompañará en su semana de inversiones. Hay decenas de estos ejecutivos que buscan salvarse en esta Cuba extenuada económicamente. Italianos, alemanes, españoles, centroeuropeos, todos con su mulata a cuestas, que a veces, como lo vi en la piscina del Hotel Nacional, al tercer día se aparecen con los hermanitos y la mamá para comer helados. La envidiable morocha del holandés hoy tiene ojos azules. Ayer eran verdemar. Un ejecutivo anterior se ve que le regaló esas pupilas de plástico que la transforman en una rara beldad. Pero sólo al atardecer, porque se ve que le causan molestia y se las saca para dormir y para el desayuno. Ella bosteza, tiene la mirada perdida sobre las espesas palabras del holandés. Ella hace rato que se fue volando con orixá, y el holandés sigue hablando en su castellano rudimentario. La prostitución siempre fue aburrida, ¿pero puede haber algo más tedioso que la prostitución con ficción de “seriedad ejecutiva»?
Llega con frescura de atardecer la brisa de mar. El Chory arranca con su infinito Manisero. La dulzura de la rumba extiende la proclividad al silencio. Se establece un extraño clima, como si todos estuviéramos en una sala de espera. Sólo El Chory unifica y sintetiza los tiempos de la Historia de Cuba, desde Guantanamera a Siboney. Comprendo que hay un ritmo raro, de vida detenida. Es lo que llaman «El tiempo especial». Como de dignidad amenazada por un inmediato estrépito. Como de catástrofe que no irrumpe.
Esperando a los bárbaros
Sí: toda Cuba parece estar esperando el alivio de la barbarie. Es como en el inolvidable poema de Kavafis, donde todos los personajes de la ciudad que se cree sitiada cumplen, no obstante, desganadamente sus funciones. Esperando a los bárbaros. Y se llega a la noche tibia y los bárbaros no aparecen. Las chicas de la terraza del hotel Presidente bostezan. Miran con ojos de pájaro a esos ejecutivos que prefieren hablar entre sí en alemán o en inglés. Mi amigo, el perro flaco, sigue echado como un destartalado perro de Giacometti, pero sin la fama parisiense del prototipo. El hambre ilumina: sabe que cuando cierren el comedor, algún atrasado pedirá hot-dogs recalentados.
En el poema de Kavafis todos esperan, incluso el rey. Y hay un final murmullo de desilusión al ver que los bárbaros no llegaron: «¿Y ahora, sin los bárbaros,/ qué será de nosotros?/ Esa gente, de algún modo, era una solución.»
Desde mi primera invitación en 1988, cuando me concedieron el premio Rómulo Gallegos, no había vuelto a Cuba. Paso mis diez días invitado por la Unión de Escritores. Hablo con ellos, camino. Me pierdo por los barrios y por los vericuetos de La Habana Vieja. El enorme tráfico de dólares de a uno. Hablo con dirigentes, con periodistas que me reciben en su casa con toda la dignidad del racionamiento. Vamos por la noche a escuchar cantores de boleros. La Casa de las Américas, los restaurantes privatizados. Todo sumergido en el «tiempo especial» que Cuba vive. Pero en todo caso, la inteligencia andaluza y elegante de Cuba. La emoción de Cuba. El fantasma de Lezama, entre el de Proust y el de Borges. La eterna rumba de Severio Sarduy. El viaje iniciático de Carpentier a la profundidad de América. La gracia de Lecuona en la música que cae de alguna ventana rota. Toda la emoción de Cuba en la risa y las voces de los chicos del colegio de enfrente. Emoción eterna que siempre vuelve, como el oleaje del malecón.
Acoso y soledad
Los bárbaros rodean Cuba y la transforman en una doble isla. Económicamente padece el cerco impuesto por la tradicional torpeza norteamericana y el impacto sordo y desganado de una productividad (o improductividad) socialista agónica, ineficiente, que perdió los necesarios apoyos y soportes del sistema socialista mundial desde 1990. Los bárbaros están en Miami y desde hace casi cuatro décadas sólo perfeccionan un lamentable espíritu de venganza: restituciones, .sus intereses heridos desde la revolución. Esta intolerancia, que no piensa en soluciones ni en la voluntad de once millones de cubanos, cierra todo horizonte de negociación. A este rencor se suma el del orgullo de los Estados Unidos, que en las playas de Cuba padeció su primer Vietnam. Es explicable, pero ya no justificable, cuando toda la comunidad internacional condena el boicot contra la isla y el pueblo de Cuba. Ahora estalló el tiempo de la «transición», sin que nadie pueda responder en profundo al significado de esa exigencia formal en lo que hace a Cuba. Porque el dilema no consiste en una respuesta irreal y formal para retornar al nivel de Barranquilla, de Cali o de la mayoría de las ciudades de América Latina eternamente sumergida. Las palabra pluralismo, democracia y apertura económica, hoy perdieron el contenido entusiasta que llegaron a tener en 1989, en el apogeo de las ilusiones surgidas de la implosión del sistema socialista. Rusia, Polonia, Bulgaria, Ucrania, etc., son hoy testigos de que las ilusiones no correspondían a la realidad. En América Latina, el país modelo, México, sucumbió al fuego cruzado de Chiapas (como rebelión cultural) y al fracaso de Salinas de Gortari como motor de un neoliberalismo demasiado confiado. ¿Se le puede recomendar a Cuba el mismo camino?
El doble cero
Cuba está sola, doblemente aislada, como se dijo. Se sabe protagonista de una extraordinaria aventura de igualación y de promoción social de sus ciudadanos. Por tanto, se siente obligada a no ceder ante la presión irracional que la llevaría a renunciar a logros y conquistas sociales que todavía son ejemplares en nuestro desastrado continente. La democracia que le presentan como modelo es simplemente una fachada que encubre la realidad: el entorno a una despiadada plutocracia, al racialismo y a una muy posible portorriqueñización. Ni Estados Unidos con su diplomacia de fuerza, ni la gente de Miami con su resentimiento, han pensado en soluciones reales para los once millones de cubanos que se han educado en el socialismo. Y los cubanos, pese a las privaciones en la vida cotidiana, lo saben. La moda, el discurso internacional dominante, la fatiga de sostener un socialismo insular ya sin el contexto de un sistema socialista solidario, obliga a los dirigentes a tácticas variables como las que se ensayan en el campo de la economía y que pueden desembocar en episodios chocantes como los de las jineteras o de los falsos mendigos, o de los traficantes de cigarros Partagás. Los dirigentes y la mayoría de la población son conscientes de lo que pasa. A partir del peor momento, en 1993, se incrementan notablemente los intercambios con América Latina (de un 7 a un 47 por ciento del total de las importaciones cubanas), se afirman las inversiones europeas y se obtienen triunfos diplomáticos, al punto que América Latina, la eterna y frívola indiferente, como esa gorda de Botero que se mira en el espejito, empieza a comprender su obligación de fraternidad (de autodefensa).