Usted comenzó escribiendo poesía, pero pronto cambió este género por el de la novela. ¿Qué lo llevó a realizar este giro?
Tal vez el hecho de que no era un buen poeta, pero creo que la mayoría de la gente tiene una personalidad poética que a veces no se manifiesta por escrito porque escribir poesía supone una dimensión más avanzada. No obstante, los impulsos poéticos, las emociones poéticas, las intuiciones de orden poético son un ingrediente esencial en la prosa, la levantan, le dan un contenido mayor. Me parece que en la literatura la madre, la diosa es la poesía. La poesía es la síntesis que crea el lenguaje y que nos lleva por su hilo refinado hacia un entendimiento superior de la realidad, es el intento de buscar la trascendencia. En mi caso la poesía ha sido un elemento que pasó de la escritura poética a mi narración como una emoción, como una búsqueda, como una dimensión ennoblecedora de la prosa. Creo que toda la literatura latinoamericana del siglo pasado, que fue la gran revolución literaria después de la novelística norteamericana, está verdaderamente levantada por esa libertad que le dio el conocimiento de la poesía, especialmente de los poetas del 27 y de los grandes poetas latinoamericanos como Neruda, Vallejo o Huidobro.
Su primera novela tiene un título desconcertante, Los bogavantes. ¿Hace alusión al hombre como remero de una galera en la que está condenado a remar sin saber hacia dónde se dirige o podríamos tomarlo en otro sentido?
Efectivamente, los bogavantes son los personajes que conforman esa novela que escribí a partir del año 62, publiqué en el 70 y en el 68 fue presentada en España al premio Planeta. De alguna manera en ella se encuentra la crisis de esos años que va a culminar en el movimiento de mayo del 68 en Francia. Los personajes son los bogavantes, los que van adelante, uno en el orden de lo femenino, otro es el burgués que busca las nuevas ideas y un cambio en su vida, y el otro es el artista, un pintor; son los remeros que dan el ritmo a los demás que están atados a la galera, que es a fin de cuentas una prisión. Los bogavantes son también esos crustáceos de largas antenas que viven en las arenas y en el fango, y que son tremendamente crueles porque se devoran entre ellos, son animales caníbales y al escoger esa palabra como título de la novela quise jugar también con ese sentido, es decir tomar la palabra en su doble acepción.
Escribió Los bogavantes en París entre 1962 y 1963. ¿Cómo vivió esta época previa a mayo del 68?
Me había graduado de abogado, era muy joven y fui a Francia a hacer el doctorado en ciencias políticas con una beca del gobierno francés. En ese momento París era un hervidero de ideas nuevas, de contravenciones, era la crisis del marxismo institucionalizado, del capitalismo acosado por las ideas de Sartre y Camus, era un mundo vibrante. En ese París conocí a Sartre y luego le escuché en Saint Germain des Prés donde dio varias conferencias, entre las que recuerdo la que dictó al regresar de Cuba con su mujer Simone de Beauvoir. Ambos estaban comprometidos con Cuba, con el socialismo, con ese clima de querer cambiar el mundo. Lo que sentía un joven en ese momento era que se había nacido para crear un mundo mejor y que eso admitía la violencia, lo que fue muy lamentable y causó muchísimas muertes en América Latina; pero la idea era esa, la de un humanismo revolucionario que trascendía el marxismo institucionalizado, el marxismo no diría aburguesado pero sí transformado en un aparato de corrupción.
Aquel era un humanismo que criticaba todas las instituciones, en especial la familia, y defendía la libertad de la mujer y de los sexos. La zona de falla que recuerdo en todo esto es la carencia de signo religioso; habían heredado ese sentimiento anárquico de que lo religioso es solamente un elemento opresivo, no se daban cuenta de que existía el budismo, por ejemplo, que no tiene ningún carácter opresivo. De todas maneras esa carencia de proyección metafísica fue el problema más grave que tuvo la izquierda, tanto la izquierda del mundo socialista institucionalizado como este humanismo de izquierda y revolucionario en el que se estaba creando un hombre que iba a ser víctima de otra forma de alienación y de sumisión, lo que ha terminado en la sociedad neoliberal que conocemos. Los jóvenes de ahora no tratan de cambiar nada. Tal vez es peor.
Su segunda novela, La boca del tigre, fue publicada en 1971. En ella muestra el fracaso de la utopía socialista, pero lo hace mucho antes que otros intelectuales, en una época en la que aún se creía en las posibilidades del socialismo. ¿Influyó su estancia en la Unión Soviética para que pudiera tener esa perspectiva?
Siempre fui escéptico, hubiera sido un mal revolucionario como soy un mal burgués. Mi escepticismo me aísla y lo pago caro porque soy un escritor que no puede ser incluido en el sistema de los escritores, soy algo así como un marginal por mi forma de ser o por este escepticismo permanente. Cuando fui a Rusia tenía mis reservas. Aunque siempre tuve en mí la admiración, la pulsión por Roma, por el imperio. En Rusia encontré un imperio consolidado, tremendo, pensé que iba a durar muchísimo tiempo y nunca me plegué a los críticos contra el comunismo, pero también me daba cuenta de que el socialismo había fracasado. Cuando escribí Los cuadernos de Praga puse en Guevara cosas que el Che realmente sintió cuando estuvo en Alemania oriental y sobre todo en Praga; el desacuerdo total con un comunismo fracasado que había perdido su grandeza, el heroísmo de sus jóvenes revolucionarios que ahora pertenecían a la burguesía del Partido y que, de algún modo, estaban cosificados. Uno vive de desilusión en desilusión, pero tampoco puede haber ilusión tras ilusión, es difícil decir esto en un mundo donde la gente prefiere vivir de ilusión en ilusión, no como yo que viví escepticismo tras escepticismo ante los nuevos hechos.
¿Cómo vivió su contacto con el pueblo ruso?
La experiencia que se narra en La boca del tigre es casi autobiográfica, conocí muchos de esos personajes y tuve trato con ese tipo de gente que aparece en la novela. Lo que puedo rescatar del pueblo ruso, más allá de lo político, es su extraordinaria calidez humana, ocurre lo mismo cuando uno conoce al pueblo latinoamericano; se lleva una impresión que va más allá de lo político porque hay una impronta humana y cultural que prevalece sobre cualquier forma política. Ahora acabo de regresar de Rusia porque salieron dos libros míos allí y fui a presentarlos, es la primera vez que vuelvo en treinta y dos años. Encontré el mismo pueblo que había conocido, loco, creativo, metido ahora en un capitalismo salvaje, tal como antes estuvo sometido a un socialismo temible y comisarial, pero en el fondo está el pueblo ruso. Uno no se puede hacer ilusiones sobre la condición humana, tiene que pensar que realmente la condición humana es una ilusión que no tiene ninguna importancia, como en el caso del budismo, o que es realmente una condición muy caída y realmente difícil de redimir, como en el caso del cristianismo, que tiene la visión del hombre caído, expulsado. No soy en realidad muy elogioso con el hombre.
¿Por qué cree que los antiguos países socialistas dieron ese cambio tan brusco hacia el capitalismo salvaje que viven ahora sin poder hacer una transición paulatina?
El hombre no es moderado, pasa de un absoluto a otra forma absoluta, extrema; es lo más común. La moderación la tienen antiguos pueblos que no son tan brillantes ni apasionados. El salto del pueblo ruso y del mundo socialista lo viví en Argentina en los jóvenes católicos que se hicieron montoneros y asesinos terroristas; pasaban de un extremo a otro, de un absoluto católico, de la duda sobre si serían sacerdotes o místicos a la voluntad de hacer una revolución total. La mala costumbre del absoluto es peligrosa, pero al mismo tiempo crea los cambios de las sociedades. Aún no sabemos cómo se mueve la sociedad, como tampoco sabemos la forma como opera el cerebro humano. Estamos, como especie, en una larguísima edad media. Mejoraremos en el futuro, o nos extinguiremos. El Cosmos se sentirá aliviado…
Los personajes de sus novelas, Álvar Núñez Cabeza de Vaca o Lope de Aguirre, entre otros, son viajeros impenitentes. ¿Tiene esto relación con su existencia trashumante? ¿Qué concepción tiene del viaje?
La antigua idea de que la vida es viaje, de la vida como un pasar, como un itinerario que se va cumpliendo a través de una topografía que puede ser una geografía o un espacio interior se trasluce en mis novelas. El personaje en mis novelas es viajero y esto es verdaderamente recurrente en todos mis libros desde el primero al último, como ocurre con Colón en Los perros del Paraíso, Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante, o Walther Werner en El viajero de Agartha. En esta pulsión veo la idea de que el viaje es esa continua sensación de despedida que es similar a la estela del barco que va desapareciendo en el agua. El viaje es un poco la perplejidad ante la vida, ante el tiempo que pasa y va dejando a nuestras espaldas una nada que es muy difícil de superar salvo a través de una obra de arte, como hizo Proust. No sé si es un recurso estético el que considere mi vocación narrar viajes, pero realmente es ineludible decir que mis novelas están siempre ligadas al viaje.
El tema del poder ha sido objeto de continua reflexión por su parte en novelas como Daimón o Los perros del Paraíso. ¿Por qué le resulta tan atrayente este tema?
El poder es un tema contradictorio; no podemos cambiar la vida sin el poder y deseamos cambiar la vida por la repulsión y opresión que nos causa el poder. Estamos encerrados en torno al tema del poder; sin poder no hay política y sin política no hay cambio, y cuando entramos en la política para el cambio nos termina dominando el poder, un ejemplo es la revolución rusa o la caída del maravilloso y noble liberalismo en esta burla del mercantilismo desenfrenado de la sociedad contemporánea. Me gusta desentrañar la forma como nosotros los hombres vivimos esa contradicción permanente. He estado más bien del lado del poder, no soy un escritor que haya visitado los contrapoderes ni siquiera en mi vida personal porque desde los treinta años he sido diplomático por lo que soy un emboscado, como diría Jünger; estoy en la sociedad pero la desdeño como también desdeño la ingenuidad de los que no creen en el poder y creen solamente en los valores sin darse cuenta en qué medida las mejores intenciones son burladas por la organización del poder mundial en lo económico y en lo político.
Personalmente vivo esa contradicción, es probable que por eso cuando escribo mis novelas igual que siempre aparece el viaje aparece también el tema del poder. Quisiera exorcizar el poder, ennoblecerlo, santificarlo aunque sé que es muy difícil, imagínese la experiencia de América Latina cuando llegó el poder santificado de la nueva religión europea, del judeocristianismo y derivamos luego en curas opresores como el obispo Landa que quemó todos los códices mayas. Hemos vivido esa contradicción de occidente al haber asumido formas nobles para imponer un poder y terminar servilizando y vapuleando toda nobleza política desde la ebriedad del poder, porque el poder crea una especie de enajenación por lo que es una de las dimensiones importantes de nuestro conflicto humano, de nuestro estado de seres intermedios, como decía Rilke, al estar entre el animal y el ángel. Somos seres desdichados, muy destructores y no obstante tenemos la jactancia de creernos los privilegiados de la Creación.
En su novelística el mito está omnipresente, de hecho muchos de los personajes que usted recrea tienen una aureola mítica incuestionable, como Eva Perón o el Che Guevara. ¿Qué relación ve entre la literatura y el mito?
Creo que es otra relación ineludible del ser humano y pienso además que el personaje mítico es un paradigma, un impulso, un ejemplo en el caso de las vidas ejemplares, como se decía antes, y un llamado en este momento en que la condición humana ha caído, en el que el hombre es un ser sin relieve; por eso cuando surge algún personaje como el Che Guevara o Eva Perón lo saludo con nostalgia. Estos personajes caídos del Renacimiento o del espíritu de Nietzsche que irrumpen en una sociedad profundamente aburrida en lo transaccional, en lo convencional y tratan de levantarla, de quebrarla hacia lo heroico me parecen extraordinarios. En alguna ocasión hablé de este tema con Borges, que admiraba mucho a Carlyle y el tema de los héroes en él. Hay una nostalgia en el gran arte; nosotros no producimos ni dioses ni titanes. Es tiempo de mediocridad.
Este es un momento muy grave de la humanidad, pues nos enfrentamos a un mundo gris basado en la seguridad y en los pequeños goces y placeres, al que le falta una dimensión espiritual y en el que sé que resulta casi ingenuo recomendar una vida con heroísmo, pero de todos modos me siento volcado hacia ello. Cuando escribí sobre Eva Perón encontré una dimensión humana de mujer en esa América Latina machista, en esa Argentina tremendamente conservadora, que me atrajo notablemente, y algo semejante me sucedió con Guevara luego. Ambas figuras se han ido transformando en paradigmas. En personajes mundiales. En ambos casos mi móvil no fue político.
En Los cuadernos de Praga recrea la estadía secreta del Che Guevara en esta ciudad mientras preparaba su campaña de Bolivia. En su prólogo a la novela declara que Vlásek, un antiguo agente, le facilitó el acceso a una versión mecanografiada de los Apuntes filosóficos y Los cuadernos de Praga que escribió Guevara durante esta etapa ignorada en su vida. ¿En realidad tuvo acceso a estas obras o son una invención que apuntala su novela?
Es una semiinvención que sirve de soporte a la novela y digo esto porque Guevara era un escritor, un criptómano que no escribía, un poeta que no tenía que escribir poemas; los escribía como los verdaderos poetas, como por accidente. Fui varias veces a Cuba para escribir mi libro y en un encuentro con una persona que había acompañado a Guevara durante su estadía secreta en Praga me confirmó que escribía como siempre, también escribió un diario en el Congo que fue descubierto y publicado a medias porque tras este fracaso se encerró en Tanganika para redactar con un secretario al que dictaba la aventura y la derrota que había vivido en el Congo. En Praga estuvo cinco meses en dos “casas de seguridad”, vivía escondido para preparar su viaje a Bolivia y ahí escribió mucho, según me dijo esta persona. Quiero decir que esos cuadernos existen, pero no los vi. Creé los cuadernos en base a datos que él expresó en cartas, en documentos y sobre todo a partir de la forma como actuó en su compromiso real. No vi esos cuadernos pero sé que existen y la versión que tengo es que esos cuadernos están en Cuba. Pierre Kalfón, el biógrafo francés de Guevara, da por cierto y existentes esos Cuadernos… Se supone que los puede tener Aleida March, la viuda de Guevara.
Los cubanos fueron muy generosos conmigo y me permitieron conocer a gente que había acompañado a Guevara. Entrevisté en París, porque se había separado del régimen, a Benigno y a otros que lo acompañaron. La mujer de Guevara, Aleida March, me invitó a la casa donde ellos habían vivido y en la que, en aquel momento, estaban preparando la inauguración de un museo. Fuimos a esa casa y nos sentamos en los mismos sillones donde se sentó Guevara el último día que estuvo en la casa y me dijo una cosa curiosa, que tenía muchos papeles suyos, incluso que cuando cayó Perón en el 55, escribió un poema titulado “Una rosa para Juan Domingo Perón”.Lo pedí, pero no me lo quiso facilitar. En cambio pude transcribir otro poema que consiguió Lee Anderson, que aparece en mi libro y es muy interesante para mostrar el yo profundo de Guevara.
Hay muchos documentos de Guevara porque era un criptómano, como dije, no olvide que durante la campaña en Bolivia escribió un diario sentado entre las ramas de los árboles, imagínese si no iba a escribir en esa Praga invernal con un invierno que dura seis meses o siete. Hasta la fecha se han editado tres tomos de las obras completas de Guevara, pero allí tampoco estaba el diario del Congo que finalmente se publicó porque tres compañeros de Guevara escribieron el libro El año donde no estuvimos en ninguna parte, para recordar esa aventura donde Guevara tuvo la primera indicación de que la visión teórica que tenía de un hombre universal que reclamaba la justicia no era viable: hay hombres que reclaman otras cosas, según otras culturas. La antropología marxista era una generalización torpe, una globalización pedestre.
Usted ha declarado que el Che llevó a cabo una rebeldía contra los poderes socialistas y occidentales. ¿Podría ampliarnos esta idea?
El Che Guevara, como Eva Perón, sentía una repulsión total por el sistema liberal capitalista, consideraba a los ricos como una desgracia. Eva porque los había sufrido en su infancia y Guevara por el esnobismo de una persona que supera su clase. Por un lado estaba la sociedad capitalista occidental aquella en la que se puede vivir mejor, lo que es una paradoja total porque si bien está fundada en el egoísmo es la que ha dado más cosas a más gente, pero sucede también que es una sociedad filosóficamente intolerable. Por otro lado estaba la sociedad socialista donde él reclamaba el heroísmo, la generosidad, los valores cristianos, la preocupación por el otro, la comprensión y el respeto, pero se encontró con una sociedad represiva tradicional, con ambiciones capitalistas. La gente también quería las cosas, quería un consumo, quería viajar, quería la libertad del hombre pequeño de la sociedad occidental. El Che se encontró encerrado entre esas dos evidencias. Cuba era como una llamarada heroica, pero aislada y apagándose en medio del Atlántico, él creía que la revolución cubana solamente iba a poder salvarse de su agonía final revitalizando los socialismos mundiales y para hacerlo pensó que se debían crear uno, dos, tres, cuatro Vietnam. El primer Vietnam hubiera sido el de Bolivia y después el de Argentina; esa era su ilusión. Guevara pensaba que creando estos Vietnam, tanto los rusos como los chinos iban a tener que decidirse en una confrontación con Occidente antes de trazar definitivamente su rumbo. Tenía una idea de titán, extraordinaria. Envié el libro a Fidel Castro y sé que lo aprecia. Tengo tres libros publicados en Cuba, pero sé que Los cuadernos de Praga no se van a publicar nunca allí. Esa idea titánica de cambiar la sociedad por medio de una revolución global es una idea romántica. Pienso que Guevara era un mal estratega, pero humanamente era un gigante porque se jugó hasta su muerte por sus ideas. Después de la crisis de los misiles, en 1962, Guevara sentía que el capitalismo iba ganando la partida y que había que jugarse el todo por el todo.
¿Considera que el régimen cubano fue el responsable de enviar a Guevara a esa misión suicida en Bolivia?
En Los cuadernos de Praga muestro que por su mal estado de salud Guevara no podía llevar a cabo una campaña guerrillera y que sus hombres ocultaban esta verdad por el respeto que les infundía, por eso en mi novela, en el combate final con los perros, lo salva un chico checoslovaco que tiene como única ambición conocer Miami. Detrás del mito está esa realidad terrible. Por otra parte, cuando Guevara llega a Bolivia, es muy probable que a través de Tania, los servicios secretos norteamericanos ya le siguieran la pista, es decir, que ya estaba entregado. Hay una teoría que pongo en mi novela: una de las personas que reclutó a Tania fue Markus Wolf, el espía más famoso del comunismo, retratado por Le Carré, el escritor inglés de novelas de espionaje. En el año 62 Guevara fue a Berlín, allí conoció a Tania que era argentina y traductora. El la invitó a Cuba y Tania era ya un agente de Alemania Oriental. Uno de sus reclutadores se pasó a la CIA…
No creo en la teoría de que Guevara haya sido entregado por Castro porque Guevara eligió el camino del trotskismo, de la revolución permanente. Castro no le podía seguir porque eso hubiera supuesto la caída de Cuba. Tras el acuerdo de los misiles del año 62, una garantía que dura hasta hoy, Castro no podía arriesgar nada, por eso le dio un mínimo de apoyo logístico: la gente que lo acompaña a Praga y que se forma en Cuba para acompañarlo a Bolivia, es mínima. No creo que Castro tuviera ningún interés en hacerlo caer, no necesitaba hacerlo caer, era, como decía Hölderlin, un hombre que corría hacia su catástrofe. Castro no tenía posibilidad de dar un apoyo mayor a Guevara, primero porque estaba la tenaza norteamericana que no quería otra revolución en América Latina y segundo porque Castro obedecía la visión soviética, la teoría de Suslov, que establecía que ningún movimiento “voluntarista”, como decían en esa época, podía intentar revoluciones en nombre del marxismo sin que estuviesen controlados desde Moscú para tener una visión estratégica que no alterase el proceso de enfrentamiento con Occidente que manejaban o creían manejar desde el Kremlin.
En La pasión según Eva recrea el personaje de Eva Perón volcado en su faceta de redentora social. ¿Considera que Eva Perón fue una “socialista inconsciente” o quizás una demagoga?
No. Una demagoga no, porque la demagogia es un acto histriónico de seducción falsa. No es el caso de Eva que trabajaba veinte horas al día y dio su vida muy pronto. Fue una apasionada. Era una socialista sin teoría socialista y con repulsión por la ideología comunista y al mismo tiempo con la pulsión cristiana del cristiano comunista primitivo. Su caso, como todas las cosas de la Argentina, es extremadamente complejo. La pulsión social como la vivió Eva es más cristiana que socialista, era una idea notable que exigía bastante coraje porque se trataba de utilizar el poder para superar el dolor humano. La acción social en su caso nace al revés, no de la teoría del Estado sino de la teoría de la realidad del dolor, lo que me parece original y maravilloso. Eva vivenció todo desde el dolor humano. Le parecía infame no atender al dolor humano, sobre todo si uno tenía poder político. Lo hizo con tanta pasión que lo que podía haber sido un ejercicio privado de beneficencia admirable, pero personal, lo transformó en una estructura de acción social de los sindicatos y le dio una extensión nacional que cambió la sociedad argentina. La situación de la mujer también cambió, porque creó el partido peronista femenino, les dio el voto, nombró en aquel momento treinta diputadas femeninas lo que en ese momento era un acto revolucionario, y les colocó en puestos clave de la acción social.
En El viajero de Agartha narra el viaje que realiza Walther Werner al Tibet en busca de un talismán que dotaría de fuerzas nuevas al espíritu y que ayudaría a los nazis a vencer en la guerra. ¿Qué concepción motivó a los nazis para emprender estas empresas esotéricas?
Siempre me interesó el tema del nazismo, hay una fuerza muy grande y extraña que movió al pueblo alemán, y que no está dilucidada. No se trata de un grupo de diez locos que cambian todo un país y provocan cincuenta millones de muertos. Hay mucho más detrás de eso, una verdadera revolución, un intento de cambio casi religioso. Estudié mucho lo que se llama el nazismo esotérico, por algo utilizaron el signo oriental y búdico de la esvástica. No era una casualidad, había un deseo de renacimiento pagano, un deseo final de acabar con el judeocristianismo. Es un tema que me fascina y que se encuentra oculto en Occidente, donde se prefiere la versión de la locura total. Lo grave es que detrás de todo lo ocurrido entre 1933 y 1945 hay una concepción filosófica y religiosa.
El instituto Ahnenerbe existió y se hicieron expediciones a Oriente, hay personajes implicados en lo que se llamó la sociedad de Thule que son importantes. Hubo misiones para buscar el Santo Grial, como la misión de Otto Rahm, que viajó al sur de Francia para buscar el secreto de lo templarios y murió en esa misión en el año 1938. Hubo misiones al Tibet que están documentadas; ese universo me interesó. Werner va a buscar un talismán que es un símbolo de un conocimiento secreto, es la vieja idea que llegó a su culminación con Gurdjieff y con René Guenon, que llegaron a creer que el hombre tenía que reconstituir un conocimiento secreto que estaba perdido por el mundo. Las religiones nos revelan conocimiento a través de una epifanía, de los profetas, de un mesías, en cambio los nazis creían que el hombre había tenido un conocimiento que había destruido en su decadencia y que había que reconstruir o reencontrar ese conocimiento oculto. Estimaban que para ello había que viajar a Oriente, donde el hombre había preservado esa visión y ciertos poderes superiores de la condición humana. Los nazis pensaban que el hombre estaba frustrado en su evolución, que estaba detenido en su evolución y que en la mente humana había la misma energía que en un átomo y que había que liberarla. Esa energía en este mundo ocultista se llama el vril; es el nombre que daban algunos ocultistas a esta fuerza que en el hombre aparece en el acto de heroísmo o en la furia de la madre cuando ve que amenazan a su hijo, en la indignación del justo o en la del hombre que necesita salvar su vida en una situación límite. Esa fuerza recóndita, que intuimos, algunos charlatanes la llamaron vril.Pero es útil que tenga un nombre. El psicólogo Reich la vinculó al sexo, como en la India.
En suma: los ocultistas piensan que hay una fuerza en el hombre que no está desarrollada porque los hombres somos seres intermedios y que la jactancia de considerarnos a imagen y semejanza de Dios, los dueños de la tierra, de los animales y plantas, como enseña el Génesis, es una barbaridad. El hombre tiene que considerarse intermedio y llegar a esa superación. Esta superación tiene dos caminos, uno filosófico que pasa por la idea del hombre superior, y otro genético que apunta a la mutación genética, que ahora ya estamos viviendo. De alguna manera la sociedad actual es una especie de cumplimiento de las ideas nazis. Secretamente el hombre, aunque lo disimula con la ética, está tratando de modificar su orden genético. De hecho el conocimiento del árbol del bien y del mal, del genoma humano, va a propiciar a los hombres cultivar sus propios seres, este será un momento de ruptura total. La suprema y gloriosa perversidad…
El otro camino, es el de Nietzsche que para por la evolución filosófica. Nos hace despreciar al hombre que somos, y nos invita a ser superhombres, que es, en última instancia, la vieja noción de santidad en el hombre occidental. Esta noción es muy extraña. El pueblo alemán vivió una vibración que no han vivido otros pueblos. Investigué esto y hasta hablé con Ernst Jünger sobre esto. Recordamos los jóvenes que mucho antes del nazismo, desde 1915, se iban en campamentos como boy scouts. Se llamaban los Wandervögel, o sea los “pájaros viajeros”. Eran jóvenes de todos los pueblos que se asociaban y vivían la naturaleza de una forma muy sana. Había un hambre de la naturaleza, de interrumpir esa ruptura entre el hombre y la naturaleza, esa ruptura que creó la sociedad capitalista y tecnológica que nos lleva a un enfrentamiento final a través de lo que llamamos ecología. Era una convocatoria para interrumpir la involución disfrazada de evolución, como ocurre con el hombre de la sociedad moderna, que es un hombre muy menor, sometido a la máquina, a las cosas.
En esto interviene la noción de la Nada de Jünger. La Nada se viste de formas encantadoras como la tecnología, el progreso, la sociedad de consumo, la democracia falsa, sin verdadera participación. La nada es aparentemente lo contrario de la nada, es decir, la acción de las cosas que estamos viviendo, que en realidad son nuestra destrucción profunda, sólo cabe responder por el camino de lo que Jünger denomina contracultura. Para poder llegar a nuestra propia cultura tenemos que hacer el camino fuera de la cultura oficial, fuera de la cultura que está impuesta. Así surge la noción del emboscado, el hombre que tiene que vivir apartado, sabiendo que hay un gran enemigo que está devorando la sociedad. Estos hombres, y digo así porque también vinculo a Martin Heidegger, tenían una visión terrible de la sociedad moderna, industrial, capitalista, socialista. El emboscado es nuestro ser profundo, ese yo crítico y sentimental que se esconde en el bosque de la sociedad perversa, consumista, tecnolátrica, para preservarse.
En Los demonios ocultos desarrolla el tema de los nazis que se refugiaron en América Latina. En el prefacio a esta novela comenta que la escribió tras haber conocido algunos de estos nazis refugiados en la Argentina. ¿Podría hablarnos de esta experiencia?
Yo era estudiante en Buenos Aires en los años 53/56 y en esa época había muchos oficiales alemanes, muchos alemanes y muchos nazis, tres categorías diferentes. Habían oficiales inocentes como Hans Rudel que escribió un libro muy conocido, piloto de la Luftwaffe al que conocí y que sobevivió a 2.000 misiones sobre Rusia. Fue el más grande piloto alemán. Tenía yo un amigo, que era hijo de alemanes, y hablaba perfectamente el alemán, se llamaba Guillermo Krigner. Con él iba a los bares en los que se reunían los alemanes, entre ellos había algunos nazis. A los nazis les gustaba ir a una cervecería de la calle Lavalle que se llamaba ABC. Ahí vi a Ante Pavelic el asesino croata, con su guardia de los ustasha, era una guardia de jóvenes que llevaban un birrete con un pompón negro como el de Mussolini. Se reunían en varias cervecerías del barrio Belgrano. El más importante era Johann von Leers que era el teórico de este nazismo exiliado. Publicaba una revista que se llamaba Der weg, “El camino”, que se distribuía todo el mundo. Otra publicación que se llamaba “La voz de La Plata”. Conocí al segundo de Goebbels que todavía vive en Argentina porque no fue criminal de guerra y se llama Von Owen. Los verdaderos nazis eran prófugos, como Mengele o Bormann que se dice estuvo en Argentina y que aparece en mi novela Los demonios ocultos. Hubo criminales nazis, como cuento en mi libro, que se refugiaron en Argentina se llamó la operación “Tierra de Fuego”. Era un programa que tenía la finalidad de encontrar en América del sur la posibilidad de encontrar un refugio y un renacimiento. Había dos sociedades para protegerles una se llamaba “La araña” y otra “Odessa”.
Era un mundo muy raro ese Buenos Aires. Una ciudad fascinante y peligrosa porque recibía todo: los nazis y los refugiados judíos de la famosa organización Zwi Migdal. Tenía amigos que eran extraordinarios analistas de la cábala y que viajaban por todo el mundo, iban a reuniones a Praga, Israel, a Varsovia y se dedicaban a estudios de la mística judía. Era un mundo en el que se mezclaba todo, el mundo subterráneo de los nazis con la oligarquía argentina, una clase media muy fuerte, movimientos sindicalistas marxistas. A ese Buenos Aires lo recuerdo con gran nostalgia. El contacto con el nazismo me marcó, escribí dos novelas y voy a escribir otra más sobre este tema que es una especie de continuación de El viajero de Agartha, pero con un personaje que de alguna manera es el señor von Leers que murió en El Cairo y que va a explicar en cierto modo una verdad que ni el capitalismo, ni el socialismo, ni los judíos podían digerir: que el nazismo no fue un accidente y que esos setenta millones de personas unificadas en una voluntad de totalización y dominio del mundo es un episodio que se podría volver a repetir, porque es un sentimiento profundo del hombre, con consecuencias tanto o más terribles que las ocurridas.
Desde su primera novela, Los bogavantes, ha abordado el tema de la utopía mostrando la imposibilidad de alcanzar la misma. ¿Obedece esta visión a una convicción de Abel Posse o a los resultados que dicha idea ha tenido en la historia?
La utopía nos enciende, nos dirige, nos llama hacia una acción en la que pese a fracasar puede decirse que, de alguna manera, damos un paso adelante. De este modo podemos afirmar que el progreso está hecho de una sucesión de utopías fracasadas, pero esa sucesión de utopías fracasadas, a veces ridículamente fracasadas, como en el caso del marxismo, sin embargo despiertan y aportan, en la condición secreta del hombre, un impulso. Esto es lo que queda de la utopía, así que debemos seguir la búsqueda de la utopía y saber que nos vamos a desilusionar y tal vez consolarnos pensando que quizás al final de todo eso habremos dado un paso hacia delante para mejorar la condición humana. Este juego en mis novelas es permanente, como ocurre con el descubrimiento del Paraíso en América, por parte de Colón, tal como lo recreo en Los perros del Paraíso, y la idea final y casi ruin de la “Conquista”, con sus episodios lamentables de opresión y saqueo. Pero de ese trágico encuentro ha surgido el mestizaje de América, que es un episodio maravilloso de la historia de Occidente.
En su última novela El inquietante día de la vida muestra la imagen del protagonista, el criollo Felipe Segundo, como un personaje que vive de espaldas a su mundo y se encuentra mirando siempre a Europa. En estos momentos de crisis en Latinoamérica quería preguntarle si considera que la misma viene de esta actitud y lo que cree que deberían hacer estos países para superarla.
Creo que estamos saliendo de la crisis porque nuestro Continente nunca nació y hemos estado en un estado larval o en una etapa de infancia prolongada No hemos asumido nunca las riendas de nuestra política, de nuestra economía, según lo que somos. Hay una diferencia enorme entre nuestra cultura refinada, que produce una inteligencia notable y una voluntad de vida, y al mismo tiempo esa incapacidad para ser países normales, como Colombia con su violencia secular. Argentina un país poderoso y rico que se autodestruye, Brasil tiene sesenta millones de marginados. Así que creo que ahora estamos en un buen momento y lo digo con verdadero entusiasmo porque creo en América Latina, la quiero, es mi mundo aunque he vivido la mayor parte de mi vida en la orilla opuesta que es Europa, pero mi mundo afectivo y profundo es América Latina. Este es el momento de esa gran unión, de esa solidez concreta en los mercados y en la promoción de nuestros jóvenes, y eso se está creando. Antes ni siquiera se visitaban los presidentes y creo que a través de MERCOSUR va a surgir algo muy importante; la alianza de Argentina con Brasil, Uruguay y Paraguay por ahora, y Chile, Bolivia y Perú, enseguida. Creo que será la posibilidad de crear una América independiente.
Así como en pocos años hemos vivido la agonía del socialismo lamentable que nos amenazó con ser totalitario y ocupar todo el mundo y ahora es una ideología menor, de la misma manera tenemos el problema terrible de un liberalismo que dejó de ser el liberalismo de la libertad y se ha convertido en un mercantilismo atroz de potencias económicas, de negocios y de empresas. Creo que en los dos casos el mundo se está agotando y que América Latina tiene la posibilidad de crear su propio mundo y puede ser ejemplar, porque tenemos una dimensión espiritual muy notable.