La Gaceta, 5/10/1986
ABC, 11/08/1991
EL viajero desciende desde Jerusalén por las colinas desérticas que bordean la depresión del Mar Muerto. El aire es puro y la luz esplende hasta enceguecer. Los colores y las formas se extinguen en la violenta resolana. Los coches que se aproximan por el camino son apenas formas blandas disolviéndose en un juego de reflejos. Es el desierto de Judea.
Toda la región que recorre el río Jordán era una zona de falla, una quebradura geológica. Todo eso tiene la aridez de un fondo de mar evaporado hace milenios. Un pozo de sal de eras perdidas. Se va descendiendo hacia la mayor hondonada del planeta: el Mar Muerto tiene su nivel a cuatrocientos metros por debajo del pelo de agua del vecino Mediterráneo.
Allí el desierto parece negar toda forma de vida. Los montes pelados mueren en playas de salitre. Unos kilómetros más al sur empieza el desierto absoluto del Negev, con Sodoma y Gomorra, las ciudades exterminadas por la furia de Dios. (Ciudades fantasmas, no obstante señaladas en los mapas).
Una señal del camino indica el desvío hacia Qumram. Un nuevo ascenso hacia los bordes de las impresionantes paredes de roca abrupta que siguen la línea de la costa del Mar Muerto, Desde ese punto, unos sesenta kilómetros hacia el sur, está Masada, la fortaleza de la última resistencia del pueblo judío ante el poder romano.
Qumram: Roca escarpada, senderos de cabras. De tanto en tanto el punto negro de las cavernas. Ningún punto verde. Calígine enceguecedora. En lo alto la cúpula invariablemente azul del cielo. Azul unánime. A veces se divisa el punto casi inmóvil de algún halcón que planea muy alto, sin mover las alas. El viajero munido de una bolsa de dormir y un poco de coraje para romper con lo convencional, podría quedarse para pasar la noche en una de las grutas. Desde lo alto divisaría el lomo del Mar Muerto como una inmensa placa de mercurio encendida por la luna. Hay una vida mínima de insectos acorazados. En una noche de discreta luna, ese ámbito cobra una sugerencia inolvidable. El viajero se sienta a las mesas de piedra donde los esenios, con sus túnicas de lino blanco celebraron sus cenas rituales.
El objetivo de sus vidas era la larga iniciación. Algunos alcanzaron el punto sublime de esa “visión transformadora”.
Todo el ámbito tiene la cualidad que Rudolf Otto designaba con el nombre de “lo numinoso”: un ámbito geográfico que misteriosamente nos estremece en una dirección interior, espiritual.
Los esenios tuvieron a Qumram y Engedi como principal centro desde el siglo II antes de Cristo.
Los rebeldes esenios
Los esenios se preferían marginales. No solamente por la elección de un riguroso apartamiento en ese gran monasterio de piedra y arena que es el desierto, sino porque también, sin presentarse como heterodoxos, se negaron al “sistema” impuesto por Jerusalem y su jerarquía religiosa, el motor de la teocracia israelí, cuyo poder se concentraba en el Sanedrín. De hecho eran los protagonistas de una callada pero firme subversión. Entre ellos maduraba la convicción de que la palabra revelada, la palabra de Jehová, no podría tener como destinatario un único pueblo, “el pueblo elegido”. Les resultaba tal vez inadmisible aceptar que la palabra suprema no tuviese a toda la humanidad, a toda la condición humana como destinatario.
Los esenios renunciaban a la violencia. Optaron por el apartamiento en comunidades destinadas a mantener el germen de una verdad. Qumram fue uno de los centros. Otro habría estado en Egipto, a orillas del lago Mareotis. Durante veinte siglos el mundo de los esenios quedó sepultado. Pero en 1947 un pastor beduino corrió detrás de una cabra que se había escondido en una de las grutas. Encontró varias ánforas de terracota que contenían “rollos” de pergamino. Eran textos bíblicos escritos dos siglos antes del advenimiento de Cristo. La mayor parte de los escolios correspondía al libro de Isaías, el profeta que con la mayor vehemencia acusatoria anunció “el rescate de Jerusalem”, por la llegada del Mesías, portador de la verdad para todos los hombres. “Vengo e unir las naciones de todas las lenguas”, dice uno de sus versículos, También se encontraron documentos concernientes al misterioso libro de Enoch y un “Manual de Disciplina” por el cual se regía la secta.
Los esenios, como los órficos y los pitagóricos, creían en la preexistencia del alma que se encarnaba, “hasta que con alegría logra huir de la cárcel del cuerpo”. Veían en la muerte liberación y el verdadero nacimiento. Creían también en la predestinación: se suceden generaciones de hijos de la luz y de hijos de la tiniebla, por lo cual este mundo no puede ser más que conflicto.
La secta preveía varios grados de iniciación. El cuarto grado, el correspondiente a los profetas, era e! máximo. El que lo alcanzaba merecía la reverencia del Consejo de los Setenta, un tribunal de los más sabios. Las familias y los grupos que se formaban vivían en esas cavernas que hoy se ven entre las rocas altas de Qumram. El viajero puede recorrer las ruinas del templo donde se reunían periódicamente. Están bien conservados (el desierto es conservador) los restos de las piscinas para los baños rituales. También los del scriptorium o biblioteca donde realizarían trabajos de copistería de textos bíblicos como los encontrados. Según Plinio, vestían con túnicas blancas, era su distintivo. Una de las ceremonias más importantes era la cena ritual que los congregaba según las fechas prescriptas en el “Manual de Disciplina”
Cristo en Qumram y Engedi
Los evangelistas canónicos han mantenido silencio sobre los detalles e itinerarios de Jesús desde su adolescencia, cuando su famosa irrupción en al Templo, y sus treinta años. ¿Qué pasó en esos lustros? Para la tradición esotérica Cristo realizó un largo camino de Iniciación cuyas etapas principales transcurrieron entre los esenios. Incluso afirman que habría alcanzado el máximo grado: al del profeta capaz de reorganizar al mundo.
Cristo habría sido uno de los habitantes de estas grutas que se abren como bocas de frescura en le roca ardida. Durante muchos años habría visto este paisaje lunar, de día bañado en increíble luminosidad, de noche con el misterio de esculturas de los bloques de sal que fosforecen en los bordes del Mar Muerto.
Para dicha interpretación, Cristo habría tomado de los esenios el elemento más revulsivo y revolucionario: la idea ecuménica de que la palabra divina tiene que ser para todos los hombres por igual. Esto explicaría el rencor político de los hombres del Sanedrín hacia Jesús: prefirieron graciar al criminal y lo entregaron a los romanos con la condena de morir en la cruz (sólo la autoridad militar de los ocupantes podía aplicar la pena capital). Cristo había socavado el sistema provinciano, nacionalista, excluyente, instaurado por un Israel que corría ciegamente hacia una próxima destrucción. Tal vez en la ejecución de Cristo se vengaran de todos los esenios, esos peligrosos alternativos. Nada de esto es probable o incierto.
Subiendo por la montaña se alcanza el oasis de Engedi: allí el agua fresca, casi helada, de la roca surge como una bendición y crea un inesperado vergel. Se dice que es allí donde habrían transcurrido los ardientes amores da Salomón con la Sulamita, motivo del insuperable Cantar de los Cantares.
La tradición esotérica cree que Cristo tuvo allí un retiro decisivo, cuando alcanzada su máxima etapa iniciática resolvió abandonar a los esenios pera darse a su misión. Es allí donde habría recibido la visión de su propio destino: el de la muerte en la cruz. “El hombre que conoce las letras de su propio destino, ya no teme. Realiza su camino con el paso del invencible”.
Ese frente de piedras ásperas, el inmutable cielo azul, las playas de sal del Mar Muerto, son la eternidad, lo inmutable. El viajero baja por el camino que serpentea hacia la cinta de asfalto que lleva hacia Jerusalem. Ese recorrido son 52 kilómetros y más de veinte siglos. Hoy la ruta está recorrida por ómnibus de turistas y vehículos militares. Por ese mismo espacio los esenios vieron pasar las tropas de Vespasiano y la famosa Décima legión (la Fretensis) que arrasaría Masada, el último bastión de resistencia del nacionalismo judío. Jerusalén ya había sido destruida por Tito en el año 70.
El viajero imagina la angustia da esos últimos esenios que habían denunciado la suicida arrogancia de los filisteos. Ninguno de ellos, en su desolación, habría imaginado que las legiones que pasaban detrás del estandarte del águila romana, llevaban ya el germen de la serena transformación histórica motivada por la muerte en la cruz de uno de los suyos. Aquél hombre azotado, indefenso, que murmuró en la hora final su protesta por el abandono, cubriría el mundo con la nueva verdad, con aquellas dos palabras de la nueva movilización ecuménica: perdón y amor.
En ese momento el cristianismo queda ubicado por encima de la revelación y la tradición bíblica y se erige como religión universal, católica, motor de toda posibilidad de paz.