La Gaceta, 10/08/1980
Ernst Robert Curtius, el extraordinario crítico alemán, recordó en sus famosos «Ensayos Críticos» acuella actitud básica de los poetas que, según Aristóteles, tendían a dos posibilidades: el elogio o la censura. Desde los tiempos de Goethe y Hólderlin, grandes celebradores de la existencia, los poetas, muy determinados por el modelo francés del siglo XIX, habían preferido la censura, como dice Curtius: «Los naturalismos, expresionismos, existencialismos varios, reunidos contra el hombre, “la vida, el ser».
La poesía de occidente, ocupada en una conciencia parcial, se negaba la posibilidad cimera de la celebración. Curtius hizo estas observaciones al saludar a Jorge Guillén como un poeta celebrante, señaló su excepcionalidad en una lírica mundial que había privilegiado la «mirada hacia abajo». Otros casos similares fueron los de Saint‑John Perse y Pablo Neruda, genios pánicos.
El de Rainer Maria Rilke fue un camino de celebración que merece un análisis especial. Su curioso itinerario consistió, fundamentalmente, en la búsqueda del canto de celebración y elogio de la existencia como el resultado de un difícil itinerario interior que partió de una sombría visión del mundo y de la vida, que el poeta denominó «Ia queja», para alcanzar ¿después de atravesar los círculos del infierno interior y de la realidad de la condición humana, la posibilidad de ser un «celebrante». Rilke rehuyó la afirmatividad confesional de poetas religiosos como Werfel o Claudel. Tampoco estaba dotado para ese paganismo, instintivo y vital, que sería la raíz profunda de un poeta como Neruda.
El camino de Rilke es interesante porque asume el mundo oscuro, angustiante, elliotianamente baldío y roto; y desde allí se alza por un camino ascético, purgativo, hacia una consagración laica, hacia un reencuentro de lo divino en el camino de la realidad del mundo. Una mística «legitima» y actual sin límites confesionales ni esoterismos de pega. Es quizás por esto que su aventura interior tiene una tan grande vigencia.
Luego de la etapa sombría de sus primeros cuentos y del «Malte Laurids Brigge» (novela de la caída y de la existencia, pariente ‑poética‑ de «La Náusea» de Sartre), después de un intermedio estetizante cuya obra más destacada es el «Libro de Imágenes», Rilke dejó atrás el poeta que se conforma con su propia capacidad de belleza y de canto e inicia la búsqueda mayor, transformando lo poético en un poder de conocimiento, tal como podrían haberlo comprendido Dante o los grandes poetas presocráticos.
Esta etapa mayor culminará en la «Elegías» y Duino, el castillo de Duino, está directamente ligado a su nacimiento.
El «Castillo de Duino y la Epifanía rilkeana
Sobre el Adriático, a 120 kilómetros de Venecia y cerca de Trieste se alza un bastión que culmina los altos roquedales cortados a pico sobre el mar. Visto desde el agua el castillo tiene algo de monacal, de claustro español, despojado de todo adorno barroco al punto que parecería obra de Herrera, el arquitecto del Escorial.
Su historia se pierde en el tiempo. En la época de Constantino era un fuerte y todavía se conserva una torre que resistió a los hunos y a los sarracenos. Conoce destrucciones, saqueos y días de reconstrucción y triunfo. En la guerra del 14 poco después de la estadía de Rilke, fue dañado por los bombardeos. Su actual propietario es el Príncipe Raimond ven Thurnund Taxis, el nieto de la Princesa María, la amiga y protectora de Rilke.
El recuerdo del poeta permanece vivo porque Duino fue un lugar de revelación realmente decisivo en su obra.
Todos los años, en la primer semana de octubre, se conmemora a Rilke en el «Centro de Estudios Rilkeanos» que tiene allí su sede.
Por invitación del propietario se traslada a Duino gente vinculada a Rilke o a la exégesis de su obra.
He podido asistir en las celebraciones de los años recientes y ha sido oportunidad de estar en ese espacio particular donde se produjo la transformación espiritual más importante en la vida del poeta. (El mismo, en sus cartas, habló de verdaderos «cataclismos» interiores).
El lugar tiene tradición esotérica. En el peñón que se alza frente al actual emplazamiento del castillo hay ruinas de una fortaleza; allí, se dice, los druidas celebraban cultos al sol y a la luna. El paisaje es agreste ya que se trata de las pétreas ondulaciones del Carso que se sumergen en el mar.
Es un espacio que Rudolf Otto, el gran estudioso de la religión, habría calificado de numinoso (capaz de propiciar una sensación básica de tipo religioso porque nos sentimos dependientes, seres creados. Quien haya estado en un santuario como el de Machu Pichu podrá comprender la esencia de este sentimiento).
Rilke, merced a su amiga Marie von Thurn, vivió en él desde octubre de 1911 a mayo de 1912 en absoluta soledad (ya que rehuyó el contacto hasta con la gente de servicio y se instaló en la parte más aislada, la expuesta al mar).
Así describió el lugar en una carta a Hedwig Fischer: «Es un inmenso castillo elevado al pie del mar, que como un promontorio de la humana existencia atalaya, con muchas ventanas (entre ellas la mía), el espacio marino más abierto, de cara al Todo, podría decirse…».
Desde esas ventanas se ve un mar azul que lame una inaccesible costa de acantilados muy altos. En verano toda la luz del Mediterráneo estalla confundiendo los limites de los objetos, la vida transcurre en la sombra húmeda de la vegetación. En invierno los días son similares a los de las costas nórdicas: el viento bravo (allí se trata del famoso bora que obliga a la gente a transitar tomada de las paredes en las calles de Trieste), un mar color verde profundo, encrespado y frío, días cortos, más austriacos que mediterráneos.
Durante aquel invierno de 1911/12 Rilke se preparó para recibir esa síntesis, esa visión, que en los grandes poetas suele ser culminación de un complejo de intuiciones, ideas, sentimientos, experiencias, maduradas en un sistema espiritual que supera toda previsión crítica y estética. Es cuando cruce y se define el verdadero poeta.
El tráfico entre lo visible y lo invisible, el ángel
Una de estas indagaciones profundas se refirió al sentimiento de nuestra imperfección básica, de origen cultural y conciencial, merced a la cual vivimos frustrados por nuestra conciencia de la muerte (a diferencia del animal, las plantas, la simple materia mundial). Hay un mundo cercano, material, visible y un mundo paralelo, el «país de los muertos» que nosotros, los humanos, tenemos vedado y velado. No habría otra posibilidad de liberación para nuestra angustia que retornar o reencontrar ese sendero de comunicación entre lo visible y lo invisible, entre la esfera de la vida y la de la muerte.
Rilke comprendía que nuestra infelicidad no estaba solamente en el entorno de nuestra circunstancia, nuestras penas cotidianas y los conflictos de la época, la llamada «Historia» sino en esta básica ruptura que nos impide soportar la muerte (el fin de la temporada conciencial y corporal), no como algo destructivo, sino como la transformación dentro de un orden natural y cósmico.
A través de la puerta de la muerte seríamos restituidos a otra forma de existencia, según el orden secreto del universo. Pero nuestra conciencia está escindida de esta forma de vida trans‑individual y se transforma en conciencia del dolor, de la imposibilidad, del fracaso.
Toda armonía, todo verdadero poder, consistiría en comprender esa comunicación entre ambos mundos. Ser capaces de apropiarnos de nuestro ser‑en‑la‑muerte como tratamos de poseer nuestro ser‑en‑la‑vida. Rilke había llegado a la mayor apuesta posible: al umbral de la reconquista de la inmortalidad. Aunque su camino no podía ser ya el de las religiones tradicionales ni el de la tradición judeocristiana, sin embargo el símbolo de ese poder unitivo entre lo visible y lo invisible fue el ángel.
Rilke comprendía por ángel no lo que se entiende comúnmente en la tradición religiosa., sino seres perfectos que habitaban el reino de la vida y de la muerte. En cierto modo se trataba de verdaderos superhombres, entidades liberadas de esa carga humana que consiste en sólo ver lo terreno y lo perecedero. Eran entes perfeccionados por el conocimiento pleno del destino general de las cosas: retornar del ser al no ser. (Aquí la concepción rilkeana no se apartaba del presocrático Anaximandro, para quien todas las cosas retornaban al origen «de donde habían surgido», ciclo cósmico que debería sugerir a los humanos una mayor sabiduría ante la muerte).
El ángel, ser más evolucionado que el hombre, ha recibido el conocimiento de la vida y de la muerte, puede por eso celebrar. El poeta intenta, desde la imperfección humana, una meta semejante, y en esto coincide con el místico.
La experiencia de Rilke en enero de 1912 fue un verdadero encuentro en esta jerarquía más poderosa.
Hay en Duino, en la parte alta, sobre el mar, una terraza que aún está habilitada. Fue allí, según contó el mismo Rilke, que salió en un día de fuerte viento bora y en el rumor áspero de la ventisca creyó escuchar aquella pregunta famosa, que marca el comienzo del ciclo de las «Elegías»:
«Sver, wenn ich schriee, hurte mich denn aus Engel Ordnungen?».
«Quién, entonces, si yo gritase, me escucharía entre las jerarquías de los ángeles?».
El poeta encuentra el verso. Parece ser una voz exterior. (Tal vez como el dios de los hombres esa voz esté construida dentro del hombre, pero por el espíritu de la divinidad).
En la noche de ese mismo día estaba escrita la primera Elegía, a los pocos días completaría la segunda.
La experiencia del «mundo abierto»
En Duino tuvo otra experiencia también decisiva para su cosmovisión poética: la percepción de la posibilidad de habitar el mundo sin el desdoblamiento conciencial que hace del hombre de la cultura de Occidente un ser incapaz del pleno estar. Estamos separados de la realidad inmediata del mundo por nuestra conciencia del espacio, ya que abordamos el mundo desde una barrera de categorías de interpretación. No estamos en el mundo sino ante él. En cuanto al tiempo, nos cuesta habitar el presente, estamos presionados por el pasado o corriendo hacia el futuro, pero el ahora nos resulta casi inabordable. Sólo perdiendo la presión de la conciencia podemos acceder a una vivencia más natural del aquí y del ahora. (El poeta veía en la culminación física de los amantes la más intensa posibilidad de acceso a la realidad. En este mismo sentido se podría decir que las drogas de uso sagrado, conocidas por casi todas las civilizaciones, cumplían con un efecto propiciador, servían para ablandar o postergar el predominio de lo conciente y racional).
En el jardín de Duino, Rilke tuvo una experiencia de carácter místico: logró superar la separación conciencial e ingresar en una entrega hacia lo Abierto del mundo. Narró a su amiga K. Kippenberg que su mirada había perdido la capacidad de percepción de lo inmediato y que ella tendía hacia lo infinito más que hacia la finitud del entorno. Dijo que se habla sentido fuera del tiempo, pero que nunca había tenido una sensación más intensa de habitar el presente.
Rilke, con estas experiencias fundamentales, enfrentaba el centro de la enfermedad básica del hombre de la cultura occidental: el desvío conciencial y racionalista que nos esconde de la Unidad universal. Desde esas vivencias en Duino se propuso desandar con su razón poética un error cultural milenario. Desde ese momento su poética sería una de las aventuras espirituales de mayor envergadura desde los tiempos de Dante.
Mientras que para Dante y para los poetas metafísicos el reencuentro con la muerte y el mundo de lo visible y lo invisible se producía en un más allá, en otro mundo al que se accedía por la imaginación o la fe Rilke intentó la unificación en la realidad terrenal. Es tal vez por esto que fue justamente calificado como «el heraldo de la realidad».
Se negó rigurosamente a la tradicional tentación metafísica de construir un mundo paralelo. Se esforzó por trascender hacia el mundo y no hacia un más allá sustentado por la imaginación, la creencia o la fe.
Su pasión liberadora lo llevó a revisar nuestra relación básica con el mundo, eso es nuestro concepto de espacio y de tiempo. El desvío conciencial (de tradición cultural) nos separa tanto de lo Abierto del espacio como de la eternidad del tiempo. En realidad la metafísica de occidente no habría sido más que un subterfugio para calmar nuestra nostalgia de unidad: un artificio imaginario para consolarnos de nuestra desunión básica.
Rilke se propuso un verdadero retorno al espacio y un pleno habitamiento del presente. El presente nos es casi inaccesible ya que lo vivimos desde la presión del pasado o instrumentalizado por el prepotente concepto de futuro.
Es por esto que Rilke es más revolucionario que los poetas que entienden por revolución sólo los cambios exteriores. Su poética tiene el valor de sembrar un saludable escándalo al proponernos la reconquista de la plenitud vital como fundamento de toda celebración. En cierto modo nos invita a desprotegernos de la cobertura racionalista milenaria y reiniciar un nuevo camino para una razón humana peligrosamente limitadora. Rilke era absolutamente pesimista frente a la vida que se configuraba en su tiempo y que se plasmaría en los dos modelos políticos y sociales que se reparten nuestro mundo: el capitalismo liberal y el comunismo marxista.
La soledad final de Rilke, más que el mero apartamiento físico que prefirió en sus últimos años en Muzot, tiene que ver con una absoluta incapacidad para aceptar las formas de vida que detrás del aparente éxito ocultaban el vacío, la neurosis colectiva y la desnaturalización.
Su soledad fue la del místico. Su voz y sus conclusiones tal vez sean inaceptables para la actual situación del hombre (tan inaceptables como las propuestas de vida, individual y colectiva, que pudiera hacernos un místico).