La Nación, 06/04/1980
A lo largo de este ciclo bimilenario de la conciencia de Occidente, dominada por la cosmovisión judeocristiana (desde el cristianismo hasta las actuales ideologías socialistas) es interesante analizar esa “contracorriente”, es “otra conciencia” que cobijaron los poetas y los místicos al margen del pensamiento de su tiempo.
Gozaron de cierta libertad de expresión frente a las ortodoxias sucesivas en razón del desprestigio, de la marginalidad, de la palabra poética (porque para la razón occidental sólo lo exacto y comprobable podía coincidir con lo verdadero, aparte de la sinrazón de la “verdad revelada”), una divertida inexactitud que podría permitirse por su carencia de peligro inmediato.
Mientras el pensamiento público imponía su error recurriendo a trucos que impedían el pensamiento libre (la dogmática, el racionalismo castrador, la razón de Estado, la ortodoxia, el academicismo, la Universidad), el conocimiento poético, libre y sólo escuchado al azar, procedía según claves precisas a mantener su “tradición” en el camino de un esoterismo sapiencial. Detrás de lo meramente literario el “hábeas poeticum” contenía algo más, extremadamente creativo, que transformaba a los poetas y sus adeptos en visionarios, en miembros de una secta custodia de un conocimiento todavía inefable.
En la marcha del mal llamado progreso – que en muchos sentidos, hoy lo vemos, significó una involución de la calidad humana – los poetas han sido los demorados. Fueron, como lo indicara Goethe, los cantores de lo inmediato, del hecho y del lugar, del ahora. Recuperaron por la puerta de lo real, que sólo aparece en el presente, un sentimiento de existencia que sus contemporáneos perdían en una constante futurización vaciadora. Fueron la voz donde emergía el sentimiento vitalista, la raíz pagana. En la mística cristiana, por vía cordial como diría Unamuno, desarmaron la imagen de dios represivo y entificado de la escolástica (tal el ejemplo de San Juan de la Cruz). La lírica escondía la verdadera versión del hombre, significaba un sutil trabajo de contra-Historia, no en vano ha sido la gran perseguida de los totalitarismos que pretendieron asociar siempre los poetas a su épica oficial.
En Occidente la razón poética perdió su batalla contra el pensamiento público del hacer, el pensamiento del orden y de la eficacia. ¿Qué esa poesía para Occidente?: el recuerdo de una espiritualidad postergada, un vacuo récord de altura moral, un prestigio sin destino.
Siempre fueron los poetas irrespetuosos ante el mecanismo de culpa impuesto por la repetida dialéctica de caída‑redención. Rescataron el sentimiento de ser‑en-el‑mundo manteniéndose cerca del ritmo de la tierra y de la naturaleza. Recogían la verdadera voz del pueblo que los políticos suelen oír acomodada por el miedo a la verdad.
Si es posible hablar de una «filosofía de Occidente», desde Sócrates hasta Marx, en cambio sería injusto referirse a una poesía de Occidente, porque los poetas fueron los contempladores, los aguafiestas del mundo del hacer, cantores del presente, de la vida, del amor, del cuerpo. En suma: los «orientales» del Occidente. La situación de ellos ante las grandes transformaciones (exteriores) de la vida pública de Occidente fue ambigua, precisamente porque se negaban a aceptar sólo modificaciones que no liberaban de la traba interior, conciencial, que nos impide la libertad de ser en un mundo abierto. Contrariamente a lo pensado por los políticos, ellos eran más revolucionarios y se negaban a un mero cambio aparencial, a otra triunfal traslación de los muebles dentro de la celda de siempre.
Para Rimbaud o para Nietzsche, como para Rilke, las «revoluciones» propuestas por los políticos de época les parecían espectaculares naderías que escondían más bien una involución. De aquí el carácter eminentemente «reaccionario» que tenía la cultura de los poetas ante los ojos de los políticos.
Los poetas fueron los más resistentes a ingresar en ese dislate casi obligatorio que se extendió hasta hace unos años y se llamó «literatura comprometida» (y que no era más que literatura «afiliada»).
Sabían que sólo en el presente somos. Pero que, paradójicamente, tenemos una existencia de fantasmas semi encarnados al estar transferidos, instrumentalizados, por nuestro futurismo cultural. Sentían que sólo naceremos como hombres plenos cuando podamos retornar a ese presente que corre a nuestro lado como un río en el que nos bañamos a medias, sin entrega.
Sólo recientemente, en cumbres como Rimbaud, Rilke o Nietzsche, el contenido fundamental de la poesía eclosiona después de una larga etapa de ocultamiento y germinación.
Rilke y la religación con lo real
La preocupación del ser‑en‑el‑mundo, como una reconquista de la unidad perdida, fue uno de los temas centrales de la búsqueda poética de Rilke.
Algunas imágenes o visiones experimentadas por el poeta, que con el tiempo se transformaron en obsesiones, sirvieron para definir en su espíritu este tema nuclear de su obra, uno de los aspectos más renovadores e intensos de su poética.
La primera imagen ocurre durante su viaje a Rusia con Lou Andreas Salomé. En una pradera del Volga vieron un caballo que corría al encuentro de la brisa. El animal estaba maneado de modo que era dificultoso el empuje y la libertad de su carrera. Esa traba ‑ de origen humano ‑ frustraba el pleno ser‑en‑el‑espacio, que buscaba el caballo en su carrera.
Rilke sintió durante aquella visión (que recordó con Lou Andreas Salomé hasta el fin de su vida) que el animal quería simplemente estar en el mundo, a diferencia de los humanos, siempre espectadores, siempre ante el mundo. El tema fue recogido en el poema N° XX de la primera serie de los «Sonetos a Orfeo».
Nuestra condena, para Rilke, era ese no poder estar, que seamos continuamente conscientes de los limites de espacio y de tiempo. Espacialmente estamos escindidos de lo Abierto del mundo (das Offene) por una barrera de orden racional‑cultural que se fue endureciendo a lo largo de los siglos (sólo los locos, los místicos, los «alumbrados», han podido burlarla). En el orden de lo temporal estamos incapacitados de vivir libremente el presente porque nuestra razón no puede permitirnos morar en un presente que no esté conjugado, determinado, desde el pasado opresor o el prepotente futuro. Nuestra vivencia del presente queda disminuida, abreviada, por la invasión de pasado y futuro. Nuestra conciencia de ser‑para‑la‑muerte, o sea nuestra capacidad ‑ negativa quizás ‑ de poder recordar la muerte (a diferencia del animal) condiciona nuestro vivir a una «conciencia de pasar» y a un sentimiento de «despedida» (saber que cada día es definitivamente perdido, por momentos vivir despidiéndonos de lo habido, como empujados hacia la muerte).
Rilke consolidó su conciencia en torno de esta situación existencial. En Duino, durante su primer estadía, cuando nacieron las famosas Elegías, tuvo una curiosa experiencia de tipo místico que fue de extrema importancia.
Estando en el jardín del Castillo, entró en un estado anómalo. Se sintió como un aparecido, un retornado. Veía el presente, ese momento, como algo muy lejano. Sin embargo, en ese sentimiento de lejanía, tuvo la plena revelación del presente. Sintió que su mirada no iba hacia adelante, como siempre, sino que se disolvía en el espacio perdiendo la capacidad de captar detalles. La mirada se disolvía en lo infinito, se quebraba.
Para Katherine Kippenberg, su amiga, que narró esta experiencia, se trataba de un estado similar al que siente el budista en sus primeras etapas de iniciación: la interpenetración de las esferas de lo consciente y lo inconsciente.
Rilke sintió que su trascender iba hacia lo real del mundo y lo presente. Se negó a la ilusión de la trascendencia de los místicos que creían alcanzar una relación directa con la esfera de lo divino (la llamada etapa unitiva).
Franz Joseph Brecht explicó este proceso del pensamiento poético de Rilke, afirmando que «la trascendencia ha sido absorbida en la inmanencia, pero de modo tal que la inmanencia subsiste en toda su dureza aunque conservando la cualidad trascendental».
Se produce así una mística de lo real. Algo así como el éxtasis hacia una realidad transparencial, hacia una verdadera realidad que permanece oculta ante nosotros precisamente porque nuestros mecanismos o categorías mentales ‑ referidas al espacio y al tiempo ‑ nos la velan. Nuestra razón, aparentemente desarrollada para develar y dominar la realidad, por un desvío cultural se constituye en el mecanismo de ocultación de la realidad. Rilke omitió el sendero del fideismo místico y prefirió cultivar una línea espiritual que buscaba un reencuentro «laico» con lo real.
Reconquista de «Lo Abierto»
Para Rilke estas experiencias fueron decisivas en su camino para una reunión con el cosmos que está en nosotros, en torno a nuestros pies. Fue así como se transformó en el «heraldo de la realidad», tal como lo calificara Angelloz, renunciando a la equívoca ruptura tierra‑cielo de la mística religiosa tradicional en Occidente.
En este sentido Rilke era fiel a cierta tendencia panteísta que en Alemania se fue transmitiendo, especialmente a través de los poetas y los místicos especulativos, al margen del «pensamiento público» estructurado en torno a las esencias de la cosmovisión judeocristiana.
Otra influencia importante, en la que poco se han detenido los estudiosos rilkeanos, fue la del pensador e investigador de religiones antiguas Alfred Schuler (1865‑1923). Era un activo miembro del llamado «grupo de los cósmicos», allegado al poeta Stephan George. Schuler solía dar conferencias de gran efecto y era una personalidad carismática que Rilke recordó siempre con respeto. Schuler se consideraba reencarnación de un romano y se dice que se hizo enterrar en atuendo de tal. Recomendaba la libertad sexual como una posibilidad cierta de rescatar a Europa de su eficientismo. Curiosamente afirmaba que los seres verdaderamente existentes son los muertos y que nuestra vida no es más que «un instante de excepcionalidad». Esta idea marcó a Rilke y también Schuler habría sido determinante en cuanto al tema del Das Offene. (Lo Abierto, concepto de raigambre poética ya que aparece en la gran elegía «Pan y Vino» de Hólderlin).
Para Rilke Lo Abierto implicaba una doble negación:
«Un ningún sitio que nada delimita…» (Octava Elegía de Duino)
El mundo es concebido como una continuidad no definida ni limitada desde nuestra mentalización. Habitar Lo Abierto significaría estar en el espacio y en el tiempo sin la separación a que nos fuerza nuestra conciencia, nuestro mirarnos vivir.
Rilke señala cómo mediante la cultura logramos que el niño se ponga de espaldas a Lo Abierto:
«Pero ya al niño en su primera edad lo tornamos forzándolo a mirar hacia el mundo de las formas no hacia Lo Abierto».
Quitamos al niño de su «reino (de aquí el prestigio de la infancia como región plena, previa a la perversión cultural). Lo educamos para la eficacia y educar consiste, sustancialmente, en encerrarlo en una red de conceptos sobre el espacio y el tiempo. Lo arrebatamos de la unidad. Deja de ser un ser pleno para transformarse en un ser útil. En este sentido, pese a los infundados reparos de Otto Friedrich Bollnow, Rilke concuerda con Rousseau.
Vigencia de la concepción rilkeana
La actualidad y permanencia de Rilke se deben a la vigencia de su cosmovisión poética. Las sociedades industriales y «tecnotrónicas» padecen ya los límites de su relación anormal con el entorno natural. Hoy ‑ y es un hecho nuevo en la Historia ‑ se siente «el fracaso del éxito», para decirlo paradójicamente.
Rilke fue uno de los anunciadores de las graves consecuencias que podía tener una ruptura entusiasta con el orden natural (bastaría recordar sus famosas criticas a las megalópolis del siglo XX, que calificó de «hechos contra‑natura»; su desprecio por la falta de relación con las cosas, ya que el consumismo apenas incipiente en su tiempo indicaba ya un grave menosprecio de la tradición).
Hoy más que nunca, a medida que el pensamiento político es devorado por un ciego eficientismo seudo‑pragmático que más bien encubre no la voluntad humana sino el movimiento inhumano de la gran maquinaria económica y política que obra casi por impulso propio, encontramos en la voz de un poeta como Rilke una visión convincente y posible para acercarnos a la reconquista de una armonía con el entorno natural.
Es verdad que las visiones poéticas fueron perdiendo peso en la decisión que mueve a los pueblos. Rilke, sabiéndolo, optó por la heroica continuación de un camino sin concesiones. No perdió tiempo en la critica (esa que arrastra a tantos creadores contemporáneos y los pierde en la »repetición» política); supo también rehuir la «queja» (para usar su lenguaje) y no buscó el refugio de la nostalgia, que es tal vez la forma más elegante de la desesperación.
Dedicó su existencia a esa honda meditación en un momento de particular crisis filosófica, cuando se concretaban los modelos socio‑políticos que se reparten el mundo de nuestro tiempo. El Rilke de la madurez (1918‑1927) coincide con el verdadero fin del siglo XIX, cuando se plasman dos corrientes que golpearán a Occidente consolidando, con formas heréticas, la etapa final del judeocristianismo: se trata del marxismo y del freudismo.
Los dos sacuden casi definitivamente el concepto del presente. El primero, que triunfa con la revolución de Octubre y captura el «pensamiento progresista» de Occidente, significa el vaciamiento del presente en pos del mito del futurismo progresista que desembocaría del socialismo en el comunismo y un utópico anarquismo paradisíaco. (O sea una forma neocristiana del Paraíso, como bien lo supo destacar Nicolás Berdiaeff). El pensamiento de Freud (que arrebataría a Lou Andreas Salomé la ocasional amante y continua amiga de Rilke) consolidaría la «enfermedad reflexiva» ‑ o sea el comentado estar‑ante‑el‑mundo ‑ a través de una mentalización del presente y del pasado tendiente a un supuesto ordenamiento del juego de los instintos. Esta prestigiosa superchería seria otro notable episodio en el camino de desnaturalización emprendido por la deformación cultural de Occidente.
La soledad final de Rilke tiene que ver con estas dos rocas con que Occidente construirá su último desierto. Ese Rilke mal interpretado por la superficialidad crítica, por los meros literatos o por los simples ideólogos que se acercaron tantas veces para acusarlo, fue uno de los hombres más graves de este siglo. Su aventura interior fascina a quien quiera hundirse en el universo de sus «Elegías» con la libertad de prejuicios y espíritu de aventura igual a la que tuvo su creador. Había hablado del «malentendido de la fama», con razón: muchos lo recuerdan como a un antipático snob, otros por su falta de compromisos políticos.
El centro de su aventura, terrible y grande, está en el descubrimiento de que «no estamos en el mundo» (como aseveró Rimbaud en una de sus visiones) porque no habitamos ni el tiempo ni el espacio, pasamos sobre ellos, como entes ingrávidos, apartados por nuestras categorías mentales de espacio y tiempo que nos impiden todo vivencia profunda y directa, o sea ser realmente en el ser, en forma no mediatizada por una enfermiza reflexividad.
Este conocimiento de una degradación actuó sobre Rilke como el secreto motor de su búsqueda y obra. Empleó una metodología similar a la de un místico cuyo objetivo no fuese el anonadamiento en la divinidad sino la reunión con el ser, con la realidad del mundo. Fascinado por la sacralidad del ser, busca puertas casi invisibles en la cotidianidad, en el entorno. La antigua admiración de los poetas hacia los místicos tenía que ver con esta esperanza de encuentro que Rilke plasmó.
Retornar del mero hacer al poder estar en el ser. Pretendió volver a un presente sin el ahogamiento de vivirlo como un instrumento hacia el futuro.
Su poética tiene la atracción de un camino de iniciación hacia una sabiduría existencial. Por eso, a través de las décadas el «club de rilkeanistas» fue perdurando a pesar de las interpretaciones superficiales que no afectan a la imagen del Rilke medular.
Como poeta fue uno de los más altos exponentes de un poder lírico orientado, sin ideologizaciones, hacia un legítimo conocimiento de pura raíz poética.
Se remontó desde la «queja» hacia una búsqueda de «celebración» del hecho de existir.
Sabía que sólo es posible «celebrar» desde una sabiduría que, en su caso, fue el producto de una larga vida de meditación poética.