Anales de Literatura Hispanoamericana, n°28, pp.63-67, 1999
Los escritores, los críticos, los lectores, los mismos editores, conformamos de alguna manera una unidad. Somos los habitantes de un continente verbal, que en el caso del iberoamericano, es el más feraz y rico de esta segunda mitad del escandaloso siglo que se extingue. Macedonio Fernández dijo, que debiéramos designarnos como «la familia de Cervantes». Sería justo.
Y tuvimos suerte de trabajar en tiempos de esplendor y renacimiento. Porque las letras de Iberoamérica están viviendo su segundo siglo de oro. En ningún idioma se ha dado una riqueza semejante de invención creativa, de revoluciones formales y de tan honda relación entre la dimensión estética y materia existencial de nuestros pueblos y provincias literarias.
Arrancó nuestro renacimiento con la Generación del 98 y el modernismo de Darío y Lugones, para afirmarse en esa culminación que son los poetas del 27 y la conmoción de Vallejo y del oceánico Neruda. La novela latinoamericana es una síntesis, una consecuencia, una resultante de estas alturas precedentes. Y le tocó a la novela latinoamericana zarpar hacia la reconquista del espíritu cervantino (esa tumba de Cervantes que supo preocupar a Azorín y a Unamuno). Reconquistar a Cervantes significaba nada menos que liberar a la novela del esquema balzaciano o sthendaliano. Significaba poetizar definitivamente la prosa y salvar a la lírica de su enclaustramiento. Veníamos viviendo en la nostalgia de esa gran liberación esperando el turno para otra «salida» en el lomo de Rocinante. La aventura de la prosa latinoamericana para la consecuente movilización espiritual que necesitábamos.
El siglo pasó y nos queda el oro de la mayor aventura estética que hayamos emprendido. Tal vez con el tiempo se podrá decir que fuimos el último momento antes de esa decadencia que es tan palpable en las letras europeas de hoy y en esa literatura norteamericana que no se sostiene en la cuerda de Faulker, Dos Passos, Steinbeck o Caldwell y los poetas del Sur.
Tal vez se podrá decir que fuimos los últimos bárbaros los últimos que creyeron. Tal vez la literatura, en su esplendor aparece en un momento previo a la decadencia.
A Luis Sáinz de Medrano le cupo el privilegio de haber seguido, estudiado, amado y soportado ese magma creativo desde la más encumbrada cátedra de nuestro Continente. Hubo de tener la mayor disponibilidad y apertura ante mundos creativos que se integraban antes de todo acercamiento político o ideológico.
América y España estaban separadas desde las independencias de América y fueron las palabras, el agua pura de las palabras, las que nos unieron en una conciencia espiritual de unidad, que no se expresaba en formas civilizatorias propias. (Todavía nos dejamos dispersar en la política y en la economía de los otros). Pero la palabra, las letras, son los que sentimos como propio. Son las letras las que nos apueblan aunque todavía no sepamos conducirnos como un solo pueblo con un alma grande y común. Nunca ha sido más verdadero que en nosotros el aserto de Heidegger: La palabra como la casa del SER.
Las palabras de España, con los entrañables maestros del 98 y luego con los exiliados del 27, invadió los espacios americanos. Y esa palabra retornó en la voz de Neruda, Borges, Guimaraes Rosa, Rulfo, Arguedas, Vallejo, García Marquez, Carpentier, Lezama Lima; para recomponer un ciclo creativo donde lo geográfico, en cuanto a provincias literarias, carecería ya de significado: nuestra literatura trasunta una espiritualidad, un estilo, atisbos de una cosmovisión heterogénea, que se sitúa más allá y tal vez antes del Imperio abolido, donde nunca se ponía el sol…
Sáinz de Medrano empezó a amar y enseñar la literatura cuando nuestras letras eran de segunda. Valle Inclán o Unamuno eran excentricidades fuera de España (salvo para algunos críticos alemanes como el gran Curtius o Vogel). Nosotros mismos creíamos que la literatura seria se hacía en otras partes. Del complejo y de la autodescalificación hemos pasado a la evidencia de un Renacimiento y a hechos significativos como que Neruda, el poeta, García Márquez, el novelista, puedan ser los talentos de tiradas y famas mundiales, dignos de competir cuantitativamente con los efímeros artesanos de la industria editorial bestselerista.
Sáinz de Medrano vio sucederse todas las prepotencias de la moda: las decadencias del nouveau roman, el telquelismo, el estructuralismo crítico-creador-co-creador, el tardío descubrimiento del placer de leer o el alivio idiota de lo light. Es precisamente Curtius quien, hablando de un gran crítico poeta, T. S. Eliot, afirma que el verdadero crítico-creador y co-creador, se afirma en una previa categoría existencial: en la convicción de que la literatura es vida, una forma de vida, una forma de su goce, de su conocimiento, de su superación (y yo, recordando a Rilke, agregaría de su celebración).
De aquí entonces que no puedan prevalecer ni modas ni ideologías en el gran crítico. El acto fundamental de la crítica es de carácter irracional, como lo que surge irracionalmente del creador. Amor, intuición, exaltación, novedad, riesgo. Quién no esté dispuesto a esta dimensión ingresará en el tropel de los mediocres.
Se podrá analizar hasta los extremos de Barthez y algunos formalistas rusos un texto. Pero la aproximación del crítico es de una complejidad que torna inefable toda racionalización. Los señalados elementos irracionales entran a jugar y tornan ilusoria y vana la voluntad de clarificación. Hay un sentido de la literatura y en ese espacio se une el creador y el crítico de raza. La simple emoción del lector sigue siendo el centro insustituible. Candor, disponibilidad, complicidad perversa, libertad de asombro, ganas de fantasía, secretos retornos de sensatez en medio del caos articulado, insolencia impulsora, respetos imprescindibles. Nadie sería capaz de dosificar o racionalizar el universo de contradicciones y de secretas convergencias del espacio literario.
Ser crítico es entender al que entendió o descubrió lo nuevo o lo nuevamente destacable. Es comprender al que comprendió o vio. Es un acto de básica generosidad. En tiempos de Schlegel y de Goethe el crítico pertenecía al género de los exploradores y descubridores. Esto implica saber rehuir las imposiciones de la conveniencia o de la moda o del negocio editorial o de la tontería arbitraria y semanal del periodismo. Es saber que los logros son tardíos o escondidos y que ser crítico es una fascinante realidad desde que fueron ellos -al fin de cuentas- los que nos dieron a luz esos autores que hoy nos parecen ineludibles en todas las ediciones de todo el mundo pero que se pagaron sus propias ediciones primeras: Proust, Kafka, o Borges, o Joyce…
Luis Sáinz de Medrano después de una larga vida en el oficio de enseñar y de ser un crítico en el alto sentido que hemos señalado, se aleja a una nueva etapa de la infinita y recóndita vida de los libros. Sabe de largos años donde la fatiga administrativa o el tedio siempre fueron disipados por el renacido fervor de una frase acertada o por ese estudiante que se enciende en el estremecimiento de un verso que la supimos acercar a tiempo.
Muchos hoy lo saludamos como a un maestro que supo amar y hacer amar muchos momentos de nuestro nuevo Siglo de Oro.
Sabemos que se aleja de las fatigas del profesorado, pero que sigue con nosotros en la Cátedra que siempre le pertenecerá, por cabalidad, talento y serena fuerza de pasión.