La Nación, 28/12/1991
Quien viva en el exterior podrá comprobar el cambio de imagen en relación con la Argentina. Antes nos preguntaban por ella como por el lelo de la familia. Por un maravilloso gigante paralizado por una causa metafísica, indefinible. Algunos lo hacían con verdadera indignación, ya que nadie se resignaba a ver que el país podía todo no hacía nada o estaba en el borde de la nada, lo cual es peor.
Ahora empezamos a ser, a ocupar ese espacio que siempre se esperó de nosotros desde los triunfos de principio de siglo. Eso se manifiesta en toda la prensa especializada y en la opinión de funcionarios y empresarios de los puntos más remotos. (Incluso en la prensa española, habitualmente bien desinformada por sus corresponsales en la Argentina).
Cambio de opinión, desde los altos foros hasta las páginas de la prensa diaria, que sirve para crear lo que más necesitamos: confianza. Confianza de los otros y confianza de nosotros en nosotros mismos. Confianza para ser. Y voluntad de ser, porque un país, como un individuo, se crea desde su voluntad.
Si bien estamos lejos de los peligrosos arrecifes (tal vez mayo sea un mes decisivo), hay algo que resta como definitivamente positivo en nuestro optimismo de hoy, y es precisamente ese alivio, semejante al experimentado en el primer mes del Plan Austral. Salimos de la conciencia del fracaso y de la retórica morbosa de nuestra autodescalificación. Por más dificultades que tengamos para consolidar este nuevo arranque, creo que este hecho positivo es irreversible y es algo que se adeudaba esta generación de melancólicos que nos pasamos treinta años apostando o preguntando por el precio del dólar.
Nuestro país necesitaba un sacudón económico, una adaptación realista al mundo. No es que haya cambiado el peronismo, el que cambió en el último lustro en forma inusitada como para que pueda hablarse de nueva era es el mundo. Esta fue la lucidez de nuestro gobierno. Fue una decisión política la de reinsertar la economía de acuerdo con el mundo real. Empezó con el nombramiento del señor Born y luego de varios tanteos desembocamos en la extraordinaria capacidad y en el equipo del actual ministro de Economía. Si se pasa este tormentoso cabo, dentro de pocos meses podríamos estar ante la evidencia de un «gobierno histórico», de tanta importancia para nuestro renacimiento económico como el de Carlos Pellegrini después de la crisis del noventa.
Así como el peronismo en 1946 significó la actualización social que necesitaba la Argentina para romper el esquema socialmente subdesarrollado, democratizándose la circulación interclasista, hoy, a partir de 1989, le toca protagonizar la actualización económica. Y lo hace con coraje ejemplar.
Para ser necesitábamos poner en orden la casa económica. Sin el arranque económico, es sabido, no es posible sostener la casa social ni la cultural.
Parafraseando a Heidegger se podría decir que allí donde crece lo que salva crece también el nuevo peligro. Y el peligro que nos amenaza es el de siempre para los argentinos: exitismo apurado, frivolidad, jactancia. La ceguera de no saber distinguir fines y medios, sobre todo en el nivel de nuestra clase política. Si bien esta instancia de política económica es indispensable y nos hace «volver a ser», no hay que olvidar que la política es un todo orgánico, un complejo de valores y necesidades, físicas y metafísicas.
Los peligros del economicismo liberal pueden ser tan graves como los del otro materialismo, el ya difunto. Se puede transformar en la brutal razón del más fuerte o del más hábil (en esas cosas de la compraventa). Podría haber un capitalismo genocida que se olvide de todo lo humano y termine por desembocar en el temido new fascismo: un mundo sin solidaridad, sin dimensión espiritual. Un mundo no de industriales modernos sino de meros tenderos.
En este momento de renacidas esperanzas sobre nuestro destino económico tenemos que empezar a meditar sobre estos problemas que nos urgirán decisiones a brevísimo plazo. La experiencia de los países del «primer mundo» en lo cultural demuestra zonas de alarmante subdesarrollo y necrosis creativa. Hoy sabemos que el mercado y el mercadeo, erigidos como valor supremo de la existencia, no podrán crear valores morales ni una ética. La experiencia norteamericana es abrumadora en este sentido: están enfrentados a una tremenda crisis educacional que ya se manifiesta en concreto daño económico. Están pagando el precio del negocio educacional, de la subcultura que ya invade no solamente la audiovisualidad sino el mundo editorial y el periodístico, de las sectas como frivolización y comercialización de lo religioso, de la droga como evasión de la nada espiritual y afectiva en que se abandona sistemáticamente a los jóvenes.
La Iglesia, que no sabe poco de Occidente, denuncia ya firmemente este desvío generalizado en casi todo el mundo económicamente desarrollado. Se está produciendo algo similar, aunque por otra vía, a lo que se acusaba en el sovietismo: la economía o el Estado son cada vez más fuertes y el individuo tiene una calidad de vida cada vez más disminuida, carece de dimensión político‑religiosa, se transforma en una hombre‑sombra.
El bajón cultural de toda Europa y de los Estados Unidos es una prueba de esta gran zona de peligro.
Iberoamérica y nuestra Argentina son un bastión. Estamos tan descalificados ‑y sobre todo auto descalificados‑ que no podemos creer todavía que tenemos una gran responsabilidad y obligación de aporte a un mundo bastante anémico de «hombredad», como diría Unamuno. Un mundo donde la calidad de vida está por debajo del poder tecnológico industrial.
En todo caso, ahora que estamos en el debido sendero, ahora que andamos andemos por el camino del Ser con mayúscula; sabiendo el peligro que entraña ser en un solo sentido, y no ser en los aspectos tal vez más importantes de la vida, sea nacional como personal.
El camino no implica tener que repetir los pozos, bajones y jamerdanas en que otros cayeron.
Estamos ante una gran batalla cultural. La política cultural en escala mundial será la clave decisiva del futuro inmediato. La Argentina e Iberoamérica tienen mucho que preservar, desarrollar y ofrecer en este campo.
La cultura argentina espera.
Ojalá nuestros políticos mediten sobre el tema. No deberían olvidar que la generación del ochenta arrancó con la revolución económica de Roca y Pellegrini, pero al mismo tiempo se erigía, desde esas pampas todavía bárbaras, un modelo educacional muy superior al que tenían entonces países como España, Italia o Japón: el esquema educacional sarmientino. Este aspecto cultural está en la base de nuestra calidad de vida. Sin él hubiéramos sido una mera factoría, uno de esos países sosos como los de la periferia del fenecido imperio anglosajón.
El secreto de la cultura, de Oriente y de Occidente, fue el de saber que sin esa dimensión espiritual, sea en la vida de los Estados como en la de cada hombre, la existencia se transforma en vacío, en sólo apariencia, en no ser.