La Nación, 14/08/1980
Uno se encuentra con la fiesta de toros generalmente como turista en las grandes ciudades de España, en las plazas «Monumentales». Será el bautismo de sangre. Si realmente el virus prende es probable verse obligado al arduo trabajo de toros.
Entonces tal vez será necesario trajinar mucho. Cruzar el verano enhebrando plazas famosas con perdidos ruedos que durante los dos o tres días de Feria anual despertarán como una pandereta la eterna siesta pueblerina.
A veces será necesario subirse a un auto con temperatura de 38°, a las tres de la tarde, convaleciendo una de paella y vino de Rioja. Habrá que desafiar caminos perdidos de Castilla, o pasar esa divisoria sagrada en el universo torero: Despeñaperros, que separa a Andalucía de las Otras Españas. (Según los andaluces: «Toreo, de Despeñaperros p’abajo. De Despeñaperros p’arriba, se matan toros, si, cómo no».)
El auto avanzará a los tumbos por el ardido «tambor de cuero» de la Castilla nerudiana, para llegar a las 5 en punto de la tarde a Badajoz, o porque son 6 MAGNIFICOS TOROS 6 del Conde de la Corte en Linares, o porque es «El Viti» o hay que ver a José Mari Manzanares.
El trabajo de toros obliga a los gurúes obligados, los amigos españoles. Zarandeo y tolvaneras calientes, pero cómo cerrar las ventanillas del auto? Para colmo, quizás cerca de Jaén, nuestro amigo que va junto al chofer lanzará la terrible sugerencia al cargar nafta: “¿Qué tal un café y un coñacito?». Aceptación general.
Cambiarán los amigos, cambiará la década. El trabajo de toros tiene sus leyes precisas. Cambian los protagonistas, no el reto ni el ámbito.
Hace veinte años el grupo incluiría un francés teorizador, o un catalán antifranquista, o una universitaria alemana fascinada por la inexactitud ibérica. Las variaciones no afectan lo central. Aquella vez bajábamos hacia Jerez de la Frontera; hoy subimos hacia Toledo. La eternidad de España manejaba otros rostros, incluso el mío.
Ahora eran los escritores Armas Marcelo y Caballero Bonald, el periodista Pepe Esteban.
El campo amarillo quemado. Se cruzan aldeas recogidas prudentemente en una siesta de persianas cerradas y pijamas (se podría incluir oración, para los católicos). Los gorriones saben que si osasen volar, caerían fritos.
Tumbos y polvo. Polvo y tumbos. En la siguiente estación de servicio nos cruzamos con los otros protagonistas (los principales) de la fiesta: un cochazo de lujo de los años treinta, un «Hispano‑Suizo» al que seguramente alguna vez subió Scott Fitzgerald En su interior toda la cuadrilla y su jefe, el Matador, con taleguilla de luces‑pero en camiseta. El chico que limpia el parabrisas nos dice que van con atraso para la feria de Daimiel, «Ej el Palomo, mi paisano».
Amarradas al portaequipaje trasero las «petacas» de cuero repujado, con las capas, muletas, monteras.
El interior del auto tiene un lujo de madera noble, cuero y cristal biselado, digno de un viejo tren inglés, pero está transformado en patio andaluz: alguien corta chorizo colorado; se pasan una bolsa de lona con agua fresca que viaja colgada, sostenida con un cordón peludo; en los estrapontines, opuestos a la dirección de marcha, dos peones banderilleros derramados, degollados por un sueño siempre interrumpido. El Matador entre los picadores, uno de ellos canturrea. El apoderado y mozo de estoques ordena la contabilidad en el asiento de adelante, separado por un cristal biselado, rajado y unido con papel adhesivo.
De este extraño recinto surge un olor profundo y purificador de cigarrería incendiada.
El chofer engrasado hurga echado bajo el tren de dirección.
(Quien conozca el medio sabrá que nada es apacible ni amable en ese ambiente: sórdidos reclamos de dinero, protestas por vacaciones denegadas o sospechosos descuentos jubilatorios).
Por ahí el Palomo sacó la cabeza por la ventanilla como Facundo alentando sus míticos postillones. «Vamos, basta de cachondeo:»
Partieron hacia el sur, nosotros continuamos hacia Toledo.
Muchas veces uno se cruza por los campos de España con esos autazos («Packard» o «Bentley», hasta algún antiguo «Rolls Royce»). En la última década algunos diestros como el Cordobés intentaron el avión particular ‑ e imagino que las variaciones del patio andaluz serian mínimas ‑.
Llegados a destino, generalmente el día anterior al de corrida, se instalarán. El Matador en el hotel más lujoso, donde recibirá al periodismo especializado y al adquirido; a la noche cenará en alguna casa de la señoría local, gozando la gloria con calma y circunspección de académico.
A todo esto la cuadrilla estará en una pensión de cuarta remendando capas corneadas en la corrida de ayer y enderezando estoques que perdieron su alma en la temporada anterior.
Verdaderos profesionales, ninguno de ellos dirá nada serio sobre toros, o su arte e historia. («Ala, que para eso están los periodistas franceses ‑ que lo hacen tan bien!» – o advenedizos fervorosos, como Hemingway, que escribió un tratado mientras iba aprendiendo a distinguir un «natural» de un «derechazo»). Más bien se diría que odian a los toros y esa vida que fascina a las señoras suecas (de ambos sexos).
El auto aparecerá al día siguiente, perfectamente lavado, reluciente de bronces y cristales, con el chofer‑mecánico que vimos el día anterior cubierto de grasa, reclamando rencorosamente horas extras impagas; ahora impecablemente vestido con su uniforme azul, circunspecto, con la gorra en la mano, al pie de la escalinata del «Alfonso XIII» o del «Condestable» para llevar al maestro hasta la Plaza.
EL COMBATE CONTRA LA BESTIA (O EL MAL)
Llegamos a Toledo con tiempo. Teníamos «Sol y Sombra», como le había recomendado José Bergamin a Pepe Esteban. José Bergamin, con sus 84 años, acompañado por su hijo, ya estaba instalado en su asiento. No venía por Curro Romero, el famoso sevillano; sino por el gitano Rafael de Paula; un extraño, inefable y desigual torero que Bergamín admira.
Por el graderío pasó un vendedor de puros cubanos; y otro, que iba y venía, ofreciendo cognac en diminutos vasitos de plástico. Nada más fino.
La tarde fue mala. Ni los toros hicieron lo que de ellos se esperaba ni Curro Romero logró vencer su apatía, a pesar de la buena disposición de sus devotos. Terminaría en una gritería, la que llaman «bronca». Yo lo comprendí por mi vecino de asiento, un señor de edad con riguroso saco negro y camisa almidonada, seguramente estirada con plancha de carbón. En sus manos y en su rostro se veían años ‑ancestros‑ de labranza. No se lo veía dispuesto a la menor concesión. Al segundo capotazo escuché su voz densa: «Nada. Aunque te aplaudan, que nada».
Su opinión autocrática fue inhibiendo a todos, tres filas a la redonda.
Cuando Romero hizo los primeros pases de muleta, dictaminó: «Sinvergüenza:». Todo porque Curro había echado un pie atrás.
Pero en la suerte de matar estuvo definitivo (y desde allí se silenciaría en un rencor sin alivio). Cuando Romero erró la primer estocada por echarse mal entre los cuernos, murmuró: «A provincias…». Se veía que eso incluía la peor degradación. Mi vecino pensaba que Toledo no sólo seguía siendo la capital de España, sino la de todo el mundo que valiese la pena, de ser considerado. «‘Vete a torear a provincias…» y esta vasta exclusión iba desde New York hasta Madrid.
Mientras volvíamos hacia tal mis amigos cobraron fuerza con el aire fresco de la noche. ‘No estuvo mal. Un quite estupendo de Rafael de Paula». «Bueno el tercer toro». «Los toros son así, hay que ver lo que haya de bueno, el que espera la completa…».
Hubo un demorado aperitivo en un parador de la ruta.
Pero la fiesta continuaría, alguien sugirió en la penumbra del coche: «Aquí, antes de Villaverde, hacen unas morcillitas de Burgos estupendas…». Todos aprobaron. Sucesivas sugerencias fueron aceptadas: se agregó cochinillo lechal (dos porciones para cuatro, moderadamente) y el vino, «Sangre de Toro». Todo esto empezaba a las once de la noche.
Escuchamos el noticiero taurino de Radio Nacional de España. Se comentaba la herida de veintidós centímetros de un banderillero en Puerto de Santa María «sin interesar la femoral. Pronóstico reservado». Al informarse de Toledo se dijo que Rafael de Paula había merecido una vuelta al ruedo y Curro Romero «pitos en el primero y bronca en el segundo». Palomo Linares había salido en andas de Daimiel.
Ninguna palabra sobre la esencia dramática de la «Fiesta». Un sobreentendido unía a mis amigos con el comentarista de Radio Nacional; al vecino iracundo de saco negro con Palomo Linares. Algo los unía. Un antiguo mito llegado desde los tiempos de Creta y del Minotauro, plasmado a lo largo de siglos en esa fiesta profunda y general de España.
El viejo rito en el cual un hombre desafía, e intenta vencer con arte la presencia de la bestia, del Mal. Y en cada domingo, desde tantos remotos veranos, el mal pierde su mayúscula para que el Hombre ‑unamunianamente‑ se corone con ella.
Un intenso y renovado aprendizaje y elogio del coraje. Un secreto tónico existencial.