Diario 16, 4/09/1983
Sorprende que en estos tiempos que corren tan apurados y desgarbados, pueda haberse producido el triunfo de un estilo como es el caso de la obra de Jorge Luis Borges, que parece un tintero con la esfinge de Góngora en medio de pilas de truculentos novelones, «best‑sellers» con chistes de actualidad y con el consabido terrorismo político‑literario.
Su triunfo hispanoamericano y mundial parece más bien un chiste borgiano para que muchos jóvenes de buena fe se arriesguen a malgastar su vida en la buena literatura.
Es el triunfo del estilista, del artesano como los de antes, del miglior fabbro (como calificara el Dante al trovador provenzal Arnaut Daniel). Triunfo de la palabra forjada y del texto sobre la literatura mensajera, sobre la palabra servilizada y servicial. Éxito de la página y del párrafo sobre el río del discurso general e informe, meramente conductor. En Borges, como en todos los grandes estilistas, los protagonistas fuertes y prepotentes de la página (esto es, los personajes, la historia, la trama, el contenido) salen derrotados. Están, pero no se llevan la luz de la gloria, que la acapara el estilo, la voz de Borges misma. Se puede decir que si el lenguaje del autor se serviliza para producir un quijote o una Ana Karenina, es en buena hora. Borges lo sabe y por eso en más de una ocasión se calificó como «autor menor» (sin perjuicio de que muchos de estos autores menores hayan podido ser estilistas mayores). Algunos críticos europeos vieron en Borges al escritor que les hubiera gustado tener. Resumen de biblioteca culta y germánica, producto final de una larga aventura ya en decadencia. Le atribuyeron equivocadamente una extensa y sólida erudición y hasta intentaron rescatar de su obra conocimientos esotéricos. Caían, sin darse cuenta, en los juegos de espejismos de Borges, en su ilusionismo literario. Se dejaron engañar por las citas perdidas en el fondo de libros medievales o asiáticos, en la pseudo erudición, en las aproximaciones insólitas de tiempos y personajes imaginarios.
Borges es un malabarista, todo lo usa para su caldera verbal (no en vano Navokov lo calificó de «fachada sin casa»). Usó en primer lugar esa biblioteca ‑no muy variada y preferentemente anglosajona‑ que le dejó su padre al morir, con el agregado de la «Enciclopedia Británica», en cuyo ramaje jugueteó y borgeó felizmente como pajarillo de rama en rama.
De la lectura atenta, admirada y repetida de su obra, de sus diálogos, me queda el recuerdo de un artista gramial.
Un artesano del verbo como tal vez no lo haya habido desde el tiempo de Góngora.
Pero los que buscan en Borges a un gurú y un iniciado se equivocan de templo. Borges, artista puro, no es un hombre de sabiduría como algunos pretenden presentarlo. Ni de conocimiento enciclopédico ni exegeta de la filosofía y teología universal. Diría que su formación filosófica es bastante frívola, que más bien carece de sólido fondo. Sus boutades, insolencias y citas rebuscadas muchas veces esconden lagunas asombrosas, como lo son su desconocimiento de Nietzsche y de Heidegger, o sus errores y vacíos sobre la literatura española (no leyó bien ni Baroja, ni Azorín, Valle‑Inclán, Machado o Miró. En una ocasión me molestó que me repitiera aquello de «andaluz profesional» refiriéndose a Lorca, al ahondar en el tema me di cuenta que sólo conocía su superficie literaria, el folklórico lado tipo «barrio de Santa Cruz» que padece Lorca, y que desconocía sus zonas líricas y graves, como es el caso de su teatro). Creo que vale la pena destacar en este tiempo de homenaje de mitificación de Borges algunas de estas cosas. El mito y la esencia deben reunirse en torno a lo debido. Es un artista excepcional. Para decirlo no hay que agregarle esa inexistente sabiduría libresca que le atribuyen quienes se entramparon en sus encantos. Su don raro, su genialidad, es haberle devuelto a las «palabras de la tribu» todo su esplendor de belleza. Armonía de artificio y síntesis. Bizantinismo verbal genialmente rescatado en belleza.