La Gaceta de Cuba, Abril 1989
Estamos en mi casa de la isla de San Luis. Llueve en París en esa perra noche de otoño y se oyen las gotas golpeando en el techo de cinc. Dan ganas de que la cena no cese, se prolongue en vino, en diálogo. Faltan seis días para el viaje de Manuel.
‑Al fin, ¿viajas o no viajas?
‑Todavía no lo sé. Un congreso de críticos y poetas debe ser peor que uno de novelistas, ¿no?
‑Los poetas son solemnes y poco resentidos. No ingresaron en la industria editorial, y todavía se quejan.
‑Hoy me llamó Elisabeth Burgos ‑cuenta Manuel‑. Me dijo que más bien no debería viajar. Dijo que Lima es la muerte, y París, la vida.
Se rió. Burgos había jugado con la idea de su último libro, que al fin, después de mil dudas, Scorza se había decidido a publicar, «La danza inmóvil». Allí había tratado de analizar la ruptura esencial entre vida y revolución, entre muerte y aceptación de la realidad, entre el crear muriendo (o matando) y la chata relatividad de la vida cotidiana, de la lenta, la exasperante evolución (o involución).
En la novela hay dos muertes paralelas: la del héroe ‑libertador‑guerrillero‑, en plena selva peruana, y la agonía del personaje que “no murió”, una novelista que se queda en la realidad de placer y aburrimiento. (En ese libro Scorza, sin saber que sería una de las últimas frases de toda su obra, escribió: «Los autores jamás piensan en sus editores, y se mueren irresponsablemente donde se les ocurre.») Le digo:
‑Esa división es un poco maniqueísta, no es nada americana, más bien surge de un residuo de culpa judeocristiana…
‑Yo no escribo culpas ni condeno a ninguno de los dos personajes. El tema es difícil, fuera de moda, por eso tardé tanto en publicarlo. A Couffon no le gustó. A ti tampoco te gustó, me di cuenta antes del viaje a Lima del año pasado.
‑A mí me gustó «Redoble por Rancas». Allí está todo. Ningún autor necesitaría más después de haber escrito ese libro.
Sabine, mi mujer, interviene:
‑Pero, en el fondo, más allá del romanticismo, ¿qué muerte sería la más «verdadera», la del romántico o la de quien comprende la relatividad?
‑¿De las dos muertes…? ¡Ninguna! ‑ Manuel se rió con ganas‑. Tal vez lo mejor sea la larga muerte del escritor, siempre dando vida a los otros, fabricando ilusiones, impulsos… No. ¡Nunca la muerte! La vieja puta, como dijo Neruda.
Después agrega como pensándolo:
‑Sólo se puede terminar en el absoluto de la muerte (el asesinato o el suicidio como única salida) cuando se perdió realmente todo. Es el caso de la gente de Sendero Luminoso. Ya no creen en ningún diálogo. Sienten que todo diálogo será el prólogo de otra estafa. El poder total o la muerte, que siempre es total. No puede haber otro esquema para quien tocó fondo…
Y Sabine:
‑Quienes no tienen nada que perder ni se suicidan ni matan. Se quedan quietos, en una especie de sopor, «I’ennui» de Baudelaire, el hastío, la nada. En la más profunda angustia no hay actividad, ni vital ni mortal. Matar o suicidarse es signo de vitalismo, paradójicamente…
SCORZA acaba de publicar un artículo extremadamente prudente sobre Sendero Luminoso en «Le Monde».
Le digo que su último libro es la crónica de su ruptura personal. Le digo que, contrariamente a lo que se afirma, uno se hace escritor no para recordar, sino para olvidar, para «liquidar» (cada libro es un exorcismo y un sepultar fantasmas), pero que Manuel sigue tan pegado a los fantasmas como el primer día que se puso ante una página en blanco: los miserables de la sierra peruana, los fusilados, los chicos con esa mirada dulce y brillante que sólo da el hambre.
‑Estás condenado al destino de los escritores cholos, a ser un médium entre la cultura de los blancos invasores y el espíritu opaco, cerrado hace siglos, del indio. Ellos no escriben novelas, la mudez forma parte de la rebelión eterna. Dos almas en un solo cuerpo. Grandes desgarrados: Vallejo, José María Arguedas. Quebrados entre la razón occidental y la sinrazón o la contrarrazón india, esos «Ríos profundos», de Arguedas (el libro más dostoyevskano e intenso de toda la literatura iberoamericana). A Arguedas le tocó lo lírico, lo interior. Vos te caíste hacia fuera, hacia la épica, el hacia dentro. Son las dos caras de una misma moneda.
‑Un sol devaluado, meado por los perros que merodeen una estación de servicio de la Esso ‑dice Manuel riendo.
‑Ribeyro también cuenta, es el cronista de la caída, del fracaso de Lima como ciudad civilizada. Equivale al fracaso que narró Onetti en el ámbito rioplatense. El fracaso del sueño, de la irrealidad de la supuesta integración.
‑¡Qué tal literatura la del Perú! ‑exclama Manuel‑. Vallejo y los poetas actuales que son tan buenos. Arguedas, Alegría, Ribeyro, Bryce Echenique, con su «Mundo para Julius»; Vargas Llosa, con «La ciudad de los perros». Ves que soy discreto, no me pongo en la lista. Es mejor, ellos siempre me ningunearon, me esnobearon. Yo siempre insistiendo en cosas de mal gusto: los pobres, los piojos, la revolución. Los fantasmas que tú dices… Soy un mal enterrador de fantasmas. Nunca dejaron entrar en el club Nacional, en el Jockey Club de la literatura peruana. En España lograron crearme mala fama. Mi última novela me la criticaron mucho.
Me hicieron una imagen de vanidoso, de ridículo…
‑Vos tampoco te ayudaste mucho… Es malo cuando a uno lo tornan por el lado de las anécdotas exageradas o chistosas. Vargas Llosa dice de ti que haces literatura huachafa, que eres huachafo o cursi en casi todas tus páginas…
‑¿Sabes lo que escribió Arguedas de él en esa especie de juicio final‑‑que es «El zorro de arriba»? Algo así como que Vargas Llosa nunca había aplastado piojos contra una piedra. Parecida cosa dice de Cortázar…
‑Difícil fundamentar una estética con un límite tan parasitario, me huele a cierto resentimiento que hay en algunas partes de ese libro. Borges, Proust…
Y Manuel:
‑¡Qué tal; monstruos! Proust reventaba más que piojos, ratas! Parece que al final de su vida sólo se excitaba así, atravesando ratas, que encargaba a un fornido carnicero de Les Halles, con una aguja de colchonero. Gozaba viéndolas agonizar en su charco de sangre, de sangre rosa, de rata… Los piojos de Arguedas son lo de menos. Son casi tan puros como símbolos. No. Uno siempre anda reventando piojos o ratas. El escritor siempre es un enfermo (un enfrentado), y en primer lugar suele ser un enfermo sexual. En Vargas Llosa no hay ratas, es verdad…
‑Todo le va bien. Va derecho al premio Nóbel. Es alguien realmente envidiable. Es la imagen diurna del escritor, lo opuesto sería Arlt o Vallejo. Me gustan los toros y siempre pensé que su correspondiente en el universo de los toros, su alter ego, sería Paquirri: brillante, seguro, solar, sonriente. ¿Pero, interesa? ¿No es como que carece de gravedad? Gide decía que los escritores tienen que elegir entre la gravedad y el brillo. A los toreros les pasa igual… Arguedas, en cambio, sería como Belmonte…
‑A él tampoco lo aceptaron en el club Nacional de las letras peruanas. Nuestra sociedad literaria es como cualquier otra: hay escritores bien y los que no lo son tanto. Algunos somos francamente huachafos ‑dice Manuel.
‑Passolini hablaba de «palazzo»: la gente realizada, los creadores, los que alcanzan en medio de este infierno a vivir sus propias vidas, a hacer lo que les gusta. No se trata de problemas económicos. Un hombre como Octavio Paz debería ser el gran chambelán de «palazzo», ¿no?
Teníamos un postre de quesos variados de Francia, vino de Burdeos. Manuel se ajustó sus anteojos de Schubert andino para contemplar el paisaje de la mesa. Su frente y sus pelos para arriba, medio revueltos, siempre me hicieron pensar en un Trotski en eterno exilio. Un Trotski cholo quebrado por dudas ancestrales.
‑Tiene razón Elisabeth Burgos, hay que elegir París, la vida, los quesos; Venecia (el palazzo de Venecia!), el champán Krug y hablar con Teresa Anchorena, la argentina más interesante que he conocido por París…
(En esa misma mesa, un año antes de ese diálogo ‑Manuel ya ni se acordaba de lo que yo ya nunca podré olvidar‑ estábamos con dos personas más una amiga francesa se puso a examinar un juego de tarot veneciano. Una carta deslizó impúdicamente se le cayó en el plato. Medio sonrojada se apuró a devolverla a sus veintidós hermanos, era el arcano de la muerte.)
‑Si me regalan la prolongación de pasaje de Bogotá a Lima me largo no más. No me resulta tan pesado el viaje en avión porque yo puedo dormir profundamente: dos whiskys, tapones en las orejas y un antifaz negro de esos para tapar la luz. Pero necesito saber que faltan horas de vuelo sin escalas. No me dormiré antes de Madrid ‑e imitando la tonada porteña agregó‑. Uno es modesto, che, uno necesita el océano para dormirse.
Vivía a unas diez cuadras de mi casa, en la rue Larrey, y, a pesar de la lluvia, como siempre, prefirió volverse a pie.
‑Esta no es lluvia, es garúa. La garúa es liviana, anda por el aire como humedad de alta montaña. ¿Cómo quieres que desaproveche la garúa metiéndome en un taxi?.