El Mundo, 10/12/2003
Umbral querría ser sólo poeta. Querría poder saltar definitivamente los géneros ancestrales, demasiados limitados para un escritor tan urgido por su poder expresivo. Su palabra es la más poderosa de nuestra lengua. ¿Pero dónde ubicarla? Su poesía no pasa por el poema y su visión del mundo no encaja en la novela tradicional. Huye de sus propias novelas antes que el lector (que querría seguir en el juego). Pero Umbral no le cree al lector ni comprende bien que pueda haber gente de tal mal gusto que siga reclamando los detalles descriptivos y las tonterías de personajes en un mundo aburridamente repleto. Es el opuesto de los narradores bidimensionales de venta y fama previsibles, que escriben con paciencia sin abismos de esas señoras de pelo blanco azulado que en la confitería del Ritz le cuentan la película recién vista a la amiga que saborea una tarta Schwartzwälder.
Umbral, hombre de buen gusto, como Borges o Lezama Lima, se escapa desde el primer capítulo. Hace una verdadera espantá. Salta la barrera. Es cuando inventa un crimen o alguna monstruosidad sexual (generalmente la violación de una muerta o de algún disminuido).Se aburre en su papel de narrador y, como es un delicado (en el código de Ciorán), cree que aburre al lector. Se va. Son espectaculares sus primeros capítulos, sus arias. Después, hasta el final, el lector tendrá que conformarse con recoger algunas magníficas joyas de fuerza expresiva inigualable en estos tiempos de literatura bidimensional y premeditada. La novela de Umbral se va transformando en una playa desertada, otoñal y aquí y allá nos deja levantar alguna maravillosa caracola de esas que encierran rumores de mar grande.
La España que hoy le toca está normalizada como un poeta psicoanalizado o un sobreseído. Umbral se quedó sin su España. La de hoy es la campeona de Maastricht, la aliada de los anglosajones. No hay moscas ni viejos de boina doblados en la gleba de los campos de Valladolid. La sangre reseca ha sido barnizada.
Todo escritor, como todo político, tiene un destino que es inútil tratar de traicionar. Umbral nació con dos caminos. Uno, el de ser el mayor cronista del franquismo, visto desde el Madrid de los 50, desde el periodismo de un escritor cachorro deslumbrado por González Ruano, por las famas del Gijón y con la ocurrencia de todo verdadero artista de sentirse, desde la adolescencia, superior a los maestros de su tiempo. Ese Madrid le permite su misión goyesca y melancólica, a la vez, de los años difíciles que los hombres de su generación recuerdan con el sabor fuerte de todo lo intenso, grapa de orujo, tabaco negro. Es el Madrid de las pobres busconas de pensión, entre la culpa y la vituperación.Putas que zurcen sus asediados calzones en la media tarde del cuarto de alquiler, en la opacidad invernal invadida por relente de café con leche y resto de fabada radioactiva. Tiempos del César visionario y de un escritor caído de la paz triste de las provincias en la capital. Esa España desapareció entre aplausos generales. Con ella se fueron las moscas de la calle Sierpe y los goles de Di Stéfano. Hoy Chicote es un museo y España es un país feliz, como una Santa María pintada de amarillo que flotase en un lago de aceite. Se estableció la dictadura del pensamiento políticamente correcto y Umbral se emboscó en su protesta cotidiana, de columna periodística. Se quedó atrás de su tiempo sin querer ponerse al paso del regimiento de la felicidad. Le pasó lo que a Goya ante el poder y la fama: se sintió un exiliado. Les gusta estar, pero no estar. Entrar en el palacio y huir enseguida.Pertenece a esos tímidos agresivos (la agresión como la defensa).Detestan el sistema, pero nada pueden contra él, que perversamente, como las rameras, mima y adora a quienes lo niegan o desprecian.
Todo gran escritor nace para un libro o nunca existirá. Umbral, que navegaba en la frivolidad de la política menor, en el sonido y la furia del rebelde, en la tontera de la fama literaria, de repente chocará con su libro/destino. (A Gómez de la Serna, por ejemplo, le faltó ese punto definitivo, ese centro de gravedad que conferiría grandeza a su extraordinaria capacidad como creador de lenguaje). Un episodio atroz instala a Umbral en el centro del tiempo trágico y en pura existencia.
Padece el mayor dolor: la agonía y muerte de un hijo por una leucemia. La preocupación por la palabra literaria y las historias de ficción pierden toda importancia y le muestran su lado frívolo.El poder literario queda condicionado en la tragedia. Ahora el lenguaje se congrega angustiosamente. Necesita la palabra profunda, existencial. Y es cuando emerge el creador de raza más allá de los códigos literarios y los límites genéricos. Umbral escribe un texto abierto, informe y libérrimo que califica de diario.Crónica de muerte y de nostalgia, de desgarrado reclamo ante la muerte atrozmente injusta de su niño. Se siente unido al grito de Dostoievsky y de Camus, que pudieron cuestionar a Dios y todo el orden cósmico desde la indignación por la muerte injusta de un solo niño.
Surge un libro total, un unicum que transciende y sublima el plano normal de lo literario. Umbral asume la mayor prueba que puede afrontar el verdadero escritor: poder alcanzar con su lenguaje la altura que propone el hecho trágico. Apelando a todos los recursos logra escribir el poema en prosa más importante de la literatura española. Todos los poetas de sus lecturas le alcanzarán la emoción verbal para ese tremendo viaje de exorcismo y de conocimiento de la muerte. Su crítico Miguel García-Posada bien compara Mortal y rosa con el que es probablemente el más alto producto literario del siglo XX: La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Ambos afrontan la epifanía de la muerte: Broch desde el desarrollo de un esquema poético-narrativo prodigiosamente estructurado, Umbral desde el desorden esperanzado de un poema sublime disfrazado de diario. Broch se apoya en toda la sabiduría de la literatura germánica y en una proyección religiosa y metafísica que Umbral no alcanza: su grito son versos laicos en los que la desolada ternura alivia la voluntad blasfema, la furia del justo ante la tropelía o la distracción divina.
La muerte del hijo arrastra a los territorios de la Nada. El niño, al morir, se lleva puesta la infancia del padre, como fin de toda confianza e ilusión. La muerte trágica es el fin de la inocencia, desde los griegos hasta hoy.
Y la obra que pueda surgir o es grande o será insignificante.O vencida por la Nada o camino de iniciación, como lo es Mortal y rosa.
Un solo libro que sube hacia tamaña dimensión redime y confiere gravedad a toda una generación, a su siglo.