Diario 16, 13/11/1983
Poeta y esteta. Es editor, pero editor renacentista, de la raza de aquellos que sabían que editar lo bueno, lo difícil, lo verdadero, es también poiesis. Un acto de creación que consiste en reunir y difundir los mejores capítulos de ese libro único que escriben los hombres, el espíritu de todos los hombres.
Conocí a Carlos Barral en el 68, cuando se me comunicó que mi novela «Los bogavantes» era «impublicable en España» a juicio del censor, y pese a los esfuerzos del animador del premio Planeta, José Manuel de Lara.
Eran tiempos fuertes del franquismo cuando el gran censor mismo no podía imaginar que, por bondad de una democracia futura –improbable entonces‑, terminaría ocupando un escaño en el Parlamento español.
Carlos me recibió en un escritorio que no era una oficina de editor. Era el gabinete de un caballero catalán del siglo XVIII, peligrosamente inclinado a la alquimia y ya bajo la mirada inquisitorial.
En las antigüedades de la decoración se privilegiaban los temas náuticos y material imprentero del noble tiempo de las maderas. Yo vivía entonces en Rusia y asocié su barba y su cabello largos, su rostro fino y delgado, a esos popes que se ven en el monasterio de Troitza, mortificados por una fe que el Estado no tolera.
Se tomó unos días para leer el libro y después se empeñó en que se editara en Joaquín Moritz, de México (uno de los recursos de Barral para editar). Ese procedimiento lo había usado ya con «La traición de Rita Hayworth», de Manuel Puig. (Mi libro se editó en Buenos Aires por otros motivos.)
Se inició allí una amistad. Del gabinete del alquimista pasé a conocer la casa del poeta, Barral consuena con Calafell : luz, redes marineras al sol, perros que corren por la playa (comandados por Ivonne) y que, a veces, parecen husmear el fantasmal hedor de la vanguardia mora que por allí pasó hacia Barcelona. Al fondo, la silueta sólida del barco de Barral, el «Capitán Argüello», ancho como Sancho y siempre con nostalgia de mar y conflictos administrativos, como su señor.
En Calafell, y para el lado de La Espineta, Barral recupera su Mediterráneo. La luz, la salinidad, el olor del aceite, los vientos de su querido mar catalán. Habría que decir que en un momento en que España estaba sometida a un silencio agobiante, cuando los libros se editaban en Argentina y México, Barral fue apoyo para los realistas españoles y después para ese riesgo de la fantasía que era la «novela latinoamericana». Su participación activa en el «Premio Formentor» y en «Biblioteca breve» fueron determinantes (yo pondría como ejemplo de su «creatividad indirecta» el impulso que dio a una de las obras más difíciles y mayores de nuestro horizonte cultural, el «Gran Sertón», de Guimaraes Rosa). Creo que España debería agradecerle al vizconde de Calafell haber sido la cuerda viva y resistente de la continuidad de la tradición de libertad editorial española en tiempos harto difíciles.