La Nación, 19/07/2000
El Océano llamado Nietzsche, Excelsior, revista Arena, n°80, 17/08/2000
Nietzsche se cansó tempranamente del hombre que había producido la modernidad. Cuando terminaba el otro siglo, tuvo la visión de nuestro aburrimiento y decadencia. Gritó, clamó en la soledad del desierto de aquel famoso fin de siglo donde germinaban las dos grandes líneas de destrucción del siglo criminal que acaba de extinguirse. En medio del entusiasmo liberal‑positivista y de los socialismos que el siglo veinte, levantó su voz con fuerza y determinación de profeta.
Nietzsche tuvo nostalgia de otro hombre («el Hombre es una cosa que debe ser superada») y de otros dioses. Sintió que con los gastados dioses de Occidente no podría haber otro hombre en ese Occidente en decadencia.
Ante el hombre que pergeñaban los discípulos de Adam Smith y de Marx ‑una vasta estirpe belicosa de tenderos enfrentados a comisarios‑ sintió nostalgia de barbarie. Nostalgia del hombre fundador, poeta o guerrero o ambas cosas; que nada tenía que ver con las cualidades para sobrevivir dócilmente: bondad, tolerancia, democracias hipócritas destinadas a someter y aniquilar a los aristócratas de todos los órdenes de creación: poetas, políticos, filósofos o artistas. Detestaba el ideal burgués y sentía que los revolucionarios socialistas de su tiempo sólo eran burgueses encubiertos que esperaban su turno para crear otra sociedad hipócritamente aburrida.
Como escribiera Georges Bataille: «Nietzsche luchó por una emancipación del hombre que iba más allá de la lucha de clases. Nietzsche soñó con un hombre que no huyera más un destino trágico, sino que lo amara y asumiera totalmente, que no se mintiera más a sí mismo y se elevara por encima del servilismo social».
Sus tiempos proponían el orden del medio‑hombre y él quería imponer el desorden liberador y peligroso del hombre entero, pleno.
A lo largo de la historia de Occidente, en especial desde la visión judeocristiana, el hombre era la supuesta é ilusoria «imagen y semejanza de Jehová». El elogio de la supremacía y el respeto del hombre como administrador‑delegado de la Creación se confirmará en el cristianismo, pasará al Renacimiento, al Iluminismo y a los socialismos finiseculares: Santo Tomás, Rousseau, Marx, los constitucionalistas norteamericanos, Robespierre o Bolívar, todos creerán firmemente en el hombre como la cúspide de la perfección cósmica, salvo pocos escepticismos poéticos, le tocará a Nietzsche afirmar lo contrario: este hombre que somos es más bien el más hipócrita depredador de la vida y del mundo. Es un ser criminal capaz de los peores crímenes a lo largo de la historia. Nietzsche vaticinó que sería el protagonista del siglo más feroz: el siglo XX. (Nietzsche murió en agosto del 1900, como deteniéndose en el umbral de la hecatombe). Este hombrecito rencoroso, de nuestra modernidad, además el infeliz de la Creación, el enfermo que se adueñó tiránicamente del hospital. Su “moral” no es otra que la que le imponen sus vencedores, como lo descubriera Voltaire.
Entonces: «el hombre es una cosa que debe ser superada». Para eso, sus dioses deben morir, Dionisios y el Anticristo son una etapa indispensable. Pero el ateísmo funcional sólo será útil hasta la nueva Epifanía de los dioses en otro imprescindible ciclo eminentemente religioso. Por esto Nietzsche puede exclamar en 1880: «¡Casi dos milenios y ni un nuevo Dios!».
Hijo de una larga progenie de pastores luteranos, tocará a Federico Nietzsche sentirse (y firmar) como “el Anticristo”. Nadie avanzaría a contracultura con la determinación de él. El sistema donde había nacido le posibilitó la mejor formación filosófica de entonces, se graduó de profesor con su tesis sobre «Romero y la filosofía clásica», fue profesor ordinario de la cátedra de filología en Basilea a los 27 años. Es admirador intelectual de Schopenhauer, y de dos buscadores de los antiguos dioses: Wagner y Hólderlin, por entonces muy olvidado bajo el resplandor goetheano.
Sufre la tentación del gris prestigio y la seguridad económica de la vida académica. Resulta casi obligatorio sistematizar el pensamiento, ser coherente, transformarse en esos grandes «pensadores públicos» que tanto odiaba Kierkegaard. Entre la astucia para sobrevivir y el riesgo de vivir en grandeza poética, no duda. Se transforma en un pensador exclusivo y vagabundo. Vive de una modesta pensión, organiza la edición de sus libros para quedar libre de la moda y el mercantilismo del negocio editorial. Será el solitario, el gran samurai de la decadente filosofía de Occidente. Será marginal como un presocrático; libre y poderoso como un vate o un profeta de los tiempos clásicos. Inicia con la desnudez del santo en el desierto la mayor aventura filosófica.
Roma‑Génova‑Rapallo‑Torino‑Sils Maria‑Venecia. Siempre el mismo escenario para la soledad necesaria: una casa de pensión, modesta y familiar; el cuarto de sus libros y su resma de papel. Nunca nadie necesitó tan poco para cambiar el pensamiento del mundo. Caminatas higiénicas. Dietas rigurosas y obsesivas. Una gentileza de profesor que le gustaba ser invitado a los salones prestigiosos. Se presentaba como alguien amable y hasta respetuoso de los convencionalismos. Muy pocos se daban cuenta de que tendían la mano a un león. Muy pocos veían el poder y el delirio en sus pómulos eslavos, en su mirada penetrante y en sus bigotes de vikingo.
Será el misógino enamorado de la ambigua Lou Andreás Salomé. Sabrá que le toca la dura vida de un San Antonio en el desierto. Vivirá pobremente y sin fama, pero no duda ni un segundo de que es «el hombre más importante de su época». Este desdichado que añora la crueldad vital del paganismo y que odia el pietismo cristiano, terminará besando, llorando, a un caballo de la plaza de Turín azotado por el cochero…
Había llegado al lugar de su paz: su locura. Y cuando pocos días antes de morir, en agosto de 1900, Rilke y su amante Lou Andreás lo visitaron en su reclusión en casa de su madre en Weimar, él les dijo que terminaba el siglo… Lou lo corrigió: ‑Tu siglo, tu tiempo, recién empieza, querido Friedrich…
En esos silenciosos cuartos de pensión fue creciendo el océano filosófico que llamamos Nietzsche. La mayor herida que recibiría la tradición occidental y judeocristiana. Freud y Marx creerían en el rescate de esta condición humana. Nietzsche no se detuvo a respetarla: sólo se propuso superarla. Nada menos. No le interesaba la cura económica o psicoanalítica de un hombre desviado culturalmente, con una enfermedad grave y primordial.
La misión de Nietzsche tuvo por objetivo:
‑ Liberar el lenguaje filosófico de Occidente. Rescatarlo del academicismo, del pensamiento de universidad, de parroquia o de barricada revolucionaria. Aceptar la intuición poética (como en el «pensamiento fundamental» de Nietzsche; el eterno retorno de lo mismo); aceptar las contradicciones y la acumulación de fragmentos que aparecen como olas de un mar y que van tomando coherencia en la fluencia del pensar y no en una planificación voluntaria. Así, el filósofo encuentra su pensar y las grandes direcciones de su conocimiento.
Este objetivo verbal devuelve el pensar occidental de Nietzsche, a la libertad de los presocráticos, Nietzsche será el filósofo del pensar abierto. Su lección sigue viva y modificó sustancialmente la filosofía de nuestro tiempo.
‑ Sintió visceralmente que la enfermedad criminosa y neurótica del «prototipo del hombre europeo‑occidental», tenía que ver directamente con el agotamiento de un dios judeocristiano que había imperado como tirano, ahuyentando los dioses grecolatinos y germánicos (de aquí la inicial conexión wagneriana»). La muerte del dios impostor y el escandaloso restablecimiento del Anticristo (con el que se identificó hasta su propia locura), fueron los pasos necesarios para reencontrar al perdido Dionisios. (Y no se trata de un retorno a la mitología griega. Según Eugen Fink, Dionisios es, para Nietzsche, la «divinidad del mundo», «la santidad del ser mismo».)
El hombre «normal» de su Europa Occidental, es en realidad la anormalidad que se reitera de generación en‑generación. El superhombre, es lo normal. Hemos vivido la historia como una lamentable involución: triunfo el hombre‑masa como agente y dependiente de las cosas que creó. El verdadero hombre ‑el superhombre‑ es la nostalgia de una plenitud traicionada. Somos los abuelos del verdadero hombre, el entero; pese a nuestra arrogancia tecnológica y modernista.
En última instancia el debate de Nietzsche se concentra en la «transmutación de todos los valores» pero para devolvemos a una dimensión religiosa nueva, a una justa Epifanía.
Evocamos en Nietzsche, a cien años de su muerte, al filósofo más vivo y actuante. El filósofo que salvó a la filosofía misma de su muerte.
Su obra vive, su libertad de vate primigenio siguen impulsando todo pensar porque la enfermedad occidental sigue en vigencia. A un siglo de su muerte hemos visto la quiebra del imperio socialista y ahora asistimos a la agonía de un liberalismo globalizado desmoronado en el más craso mercantilismo.
Seguimos en Nietzsche. Seguimos en la nostalgia de los dioses.
Nuestras agotadas grandes sociedades nos demuestran que «la vida del hombre y la esencia del hombre quedan como materia del pensar fundamental y fundacional.»
A cien años de su muerte sigue siendo el filósofo que mueve todo el pensar, desde Spengler y Heidegger hasta Derrida, Faucault, Bourdieu.
Ezequiel Martínez Estrada, su más sensible lector (con Víctor Massuh) entre los argentinos, dijo: “Perdió la razón, pero nunca le falló la razón. Fue el más pulcro, el más abnegado, el más libre de todos los filósofos: quiso iniciar una filosofía desde la naturaleza misma del alma humana.”