La Gaceta, 22/12/1985
Iturri, Gabriel Iturri, o el señor de Yturri (ese «de» agregado por recomendación de su amigo el Príncipe Robert de Montesquiou Fézensac) fue un importante personaje ‑inspirador de personajes‑ de la extraordinaria comedia humana escrita por Marcel Proust.
Era un tucumano a quien algunos tenían por chileno. Terrible Príncipe, que no era otro que el inolvidable Charlus de En Busca del Tiempo Perdido, le inventaba genealogías prestigiosas y variables al presentarlo a los snobs del París finisecular. Iturri se desempeñaba como secretario extremadamente privado de Montesquiou. Seguramente tenía olvidado un Tucumán de siestas de verano, perfume de jazmines, achilatas y retretas en demoradas noches de domingo: estaba instalado en el centro de un Paris sofisticado y perverso y los días de su adolescencia le debían parecer un sueño exótico. ¿A quién confiarle en ese París convencido de ser el centro del mundo recuerdos entrañables de una patria remota? Para algunos sesudos conferencistas de entonces Tucumán era «le pays des Incas».
Sí, seguramente en algún momento Iturri resolvió que su pasado era absolutamente irreal, una ilusión. Y eso debió haber durado bastante tiempo hasta el día en que en la casa de Edmond de Goncourt se topó con un tucumano adoptivo, con la proclividad de todo hugonote francés a creerse ungido comisario de costumbres: era Paul Groussac, un gran escritor sin mucha obra, sin fama ni reconocimiento, que llegaba de América del Sur para una ritual ablución cultural en su querida Francia después de tantos años en nuestra planicie. En su extraordinariamente bien redactado El Viaje Intelectual cuenta con repulsión (nacida de cierto resentimiento) los detalles del encuentro con ese joven «acicalado, amaricado, afeitado, luciendo un lunar velloso en la pintada mejilla…” Eso de afeitado le parece vituperable . Si viviese hoy quizás lo acusaría por llevar barba.
Groussac estaba haciendo un viaje «intelectual». Esto lo lleva a tener que soportar largas antesalas y a esmerarse en astucias para vencer el no de la gente de servicio que protegía a las glorias del tiempo: Hugo, Daudet, Goncourt, Renan. Groussac seguramente no tenía los medios ni el encanto de Victoria Ocampo. Sus resultados fueron más modestos, aunque el relato de los mismos infinitamente mejor puestos en letra. Fue precisamente en una de esas laboriosas antesalas cuando se encuentra con Iturri presentado solemnemente como el señor de Yturri por la misma ama da llaves que dos día, antes lo había sacado poco menos que a empujones cuando él, Paul Groussac, había negociado la entrevista. Se explica que anotó con precisión de denunciante lo que creía saber del pasado de Iturri: «Se llamaba Gabriel Iturri. Hijo probable de alguna linda chola tucumana, no se le conocía más familia que un «tío», clérigo andariego, no sé si criollo o vizcaíno».
Groussac lo había conocido doce años antes. Iturri, entonces casi un niño, había representado el principal papel femenino (debidamente travestido) en una pieza de Breton que Groussac había dirigido a instancias del rector del Colegio Nacional, José Posse. Groussac no resiste esta consideración: «La bordada saya de Marcela (el personaje de la obra), quedóle como túnica de yeso la carne, en adelante pecadora. «Avanzando en su denuncia nos cuenta que «a los 16 o 17 años viajó a Buenos Aires y que acompañando a un prestidigitador se embarcó a París en 1879. “En qué bajos fondos de fango y miseria hubo de revolcarse antes de reaparecérseme (sic) recién asido a la rama precozmente podrida del joven aristócrata Robert de Montesquiou Fézensac?».
Días después, en la fiesta del 25 de mayo en la Legación Argentina, Groussac se encuentra con un «viajero argentino de vida airada» (pero seguramente de buena familia, no hijo de alguna linda chola tucumana) y al comentarle sobre Iturri, el airado le narra que se había topado con Iturri »en una orgía grotescamente heliogabalesca y que había recibido confesiones su vergüenza, recordando a Tucumán y pensando en la feliz existencia de trabajo honrado que pudiera haber disfrutado en su tierra, siendo hombre de bien». Y Groussac lanza este ruego: «Ojalá sea cierto y pueda del invertido salir un convertido, a quién se aplicaría el dicho proverbial: à tout péché miséricorde!»
Iturri visto por sus contemporáneos europeos
La opinión sobre el tucumano era bastante distinta que la del moralista francés que en todo momento parece querer acusar antes que comprender o interesarse por la extraordinaria, admirable, peripecia del personaje. Tal vez al comienzo fue tomado como pintoresco, después interesó al punto que muchos notables de la época terminaron tratándolo con cariño y respeto, desde d’ Annunzio hasta Daudet que se preguntaba en una de sus obras «¿Quién es? ¿De dónde viene?».
Según George Painter, que en su biografía sobre Proust recogió los menores detalles sobre el entorno del escritor, Iturri trabajaba de dependiente en las Tiendas del Louvre cuando a través del Baron Doasan lo conoció Montesquiou iniciándose una relación que duraría veinte años, hasta la muerte del tucumano en 1905, a los cuarenta y un años (Groussac, quizás sin mala intención pero sin dudas creyendo en un alivio de la moral universal, lo hace morir en 1894.)
Según Painter el Monsieur d’Yturri era mas bien bajo, con ojos color café, bien parecido y de carácter excitable, padecía una progresiva pérdida de cabello contra la que luchaba desesperadamente y sin éxito. «Despedía un extraño olor a cloroformo y manzanas podridas, que nadie supo identificar como síntoma de diabetes hasta que fue demasiado tarde».
Montesquiou‑Charlus era implacable y para ubicar un buen chiste no vacilaba en vender al mejor amigo. Una vez que su primo el Conde Aimery le preguntó de qué casa provenía Monsieur d’Yturri, no vaciló en responderle: «De una casa de la calle Boccador…»
Con esta relación establemente conyugal Gabriel Iturri entró en conocimiento ‑y en algunos casos en amistad‑ con algunos de los mayores valores del arte de la Francia de entonces: Mallarmé, Leconte de Lisle, Heredia, Goncourt, Verlaine, d’Annunzio, Barbey d’Aurevilly, Degas. Eran los amigos de Charlus. Pero en particular uno, que no salía en los diarios (todavía) pero que todo lo observaba con ojo de relojero y repartiría mucho de la personalidad, carácter y gestos de Iturri entre sus personajes más importantes: Marcel Proust. Con el tiempo, al transformarse en un íntimo de Montesquiou, Proust llegaría a conocer en detalle los pormenores de la pareja. El tema de los celos del narrador hacia Albertina está armado con la experiencia personal del autor pero también con las observaciones de la relación de sus amigos. El personaje de Jupien surge directamente inspirado por Iturri.
El tucumano, sobre el cual se hacían bromas a veces bastante pesadas, con el tiempo se fue afirmando y terminó respetado y querido por todos. Se armó de una cultura y de conocimientos imprescindibles para dialogar con aquellos personajes. No se tiene información de que se haya sentido tentado a imitarlos poniéndose a escribir.
Iturri se hizo cómplice de las famosas excentricidades del Príncipe que tenía una vitrina con más cien corbatas de seda, un dormitorio blanco, con la piel de un oso polar y decorado con mica blanca esparcida como nieve. «Cuando uno entra en esa habitación siente un frío terrible…» parece que se quejaba Iturri, ante sus amigos. El Príncipe escribía malos poemas que los escritores de su amistad recibían con la benevolencia que merece todo mecenas aristócrata. Era muy generoso. Tenía una fortuna de renta sólida pero intermitente y como quedaba endeudado por fiestas descomunales a las que concurría todo el Paris famoso y frívolo, no era raro ver a Iturri y su ilustre amigo comiendo en fondas de la vecindad del palacio que habitaban, mezclados con obreros y estudiantes. Con los años los dos dieron un golpe magistral en un mal momento económico del Príncipe: descubrió en el jardín del convento de Versailles, abandonada a la intemperie, la bañadera de Madame de Montespan, de mármol rosado, que fuera famosa en la corte de Versailles. Seguramente apelando a todos sus restos de viveza tucumana se la cambió a las monjitas por un par de pantuflas que aseguró habían pertenecido al Papa. (Este episodio lo narra Painyer en su biografía de Proust La bañadera debe haber sido vendida muy cara a algún gran anticuario y hoy debe ser pieza de museo.)
La diabetes lo fue macando progresivamente. El padre de Proust que era médico lo atendió. Parece que fue él quien le dijo: «Cuídese Iturri, usted exhala un terrible hedor a manzanas podridas». Al poco tiempo el médico murió y era Iturri el que comentaba: «Ahora es él quien sirve de abono para las manzanas..:”
Estuvo dos años enfermo. Proust le contó a Paul Morand que su padre le había informado al Príncipe que la enfermedad del tucumano era incurable y que lo llevaría a la muerte. «No conviene decirle nada; había recomendado al Príncipe. Y este, seguramente para ocultarle la pena detrás de un chiste, contestó al médico: «Tendré que decírselo porque quiero que lleve al otro mundo varios recados míos».
La muerte fue patética. Los amigos venían de visita para consolar a Montesquiou. Este, para fingir que la gravedad no era tanta y no alarmar a su amigo, se vestía de frac y salía un rato, como en tiempos normales.
Cuenta Painter que las últimas palabras de Iturri fueron para su amigo el Príncipe: «Gracias por haberme hecho conocer el arte, comprender la belleza». Murió el 6 de julio de 1905 y el Príncipe quedó desnudo de sus defensas, enmudecieron sus bromas. Sintió auténtico dolor. Durante mucho tiempo visitó diariamente la tumba de su amigo, enterrado en el cementerio des Gonar en Versailles.
Proust escribió estas palabras sobre Iturri, dirigidas al Príncipe: «Sé mejor que nadie lo que Yturri representaba para usted. Aquellas simples y cotidianas demostraciones de admiración que él le daba y las de confianza que usted le prodigaba, contempladas en el lejano y dorado resplandor giottesco en que ahora se encuentran, se están convirtiendo para mí casi en sagrados recuerdos».
En su larga agonía en el «dormitorio polar» Gabriel Iturri, como todos los hombres que se sienten morir, debe haber recordado los altos y luminosos días en el lejano Tucumán de su infancia. Tal vez el vuelo de las tijeretas, los naranjos, el olor del azúcar quemado. Le habrá parecido llevarse a la tumba un secreto, un tesoro inefable, un mundo mágico que tal vez no haya tenido la posibilidad de alcanzar y hacérselo conocer a su amigo, el orgulloso Príncipe de Montesquiou‑Fézensac.
La nostalgia por la patria lejana no hubiera sido muy aguda si hubiese conocido las superficiales líneas con las que pretendiera descalificarlo Groussac.
Murió seguramente sin saber que años después reviviría en los personajes de una obra maestra, de importancia y fama mundial.