La Nación, 27/07/1989
Cuando me desempeñaba como diplomático en Italia se contaba que Julio Andreotti le dijo a un consejero que se despedía para tomar puesto en la Argentina: «No se apure en mandarme análisis definitivos sobre la situación. Su predecesor lo hizo en los primeros seis meses y después se pasó tres años tratando de explicarme por qué pasaba exactamente lo contrario. La Argentina es un país donde más bien suele ocurrir lo imprevisible».
Muchos de los periodistas extranjeros que cubrieron los últimos meses de nuestra acelerada vida política deberían haber recibido el sabio consejo del canciller Andreotti. Crearon una imagen inexacta de nuestros verdaderos desastres, sin comprender (o sin dejar espacio para creer) que en la Argentina hay una fuerza levantina, casi napolitana, que nos devuelve a la vitalidad cuando los inexpertos ya intentan meternos en la sepultura.
Pero somos desconcertantes no sólo para periodistas o diplomáticos apurados: ¿cuántos argentinos habrían imaginado que le tocaría al peronismo transformarse en juez de tantos moralistas profesionales que anidan en el radicalismo? ¿Quién hubiese vaticinado que el justicialismo se presentaría como el motor de un verdadero proceso de reconstrucción nacional en torno de una figura capaz de unificar los opuestos? ¿Quién creería que el político que logró despertar la emoción cívica leyéndonos los pasajes más nobles de la olvidada Constitución terminaría informándonos, un lustro después, que ese texto «es del tiempo de las carretas»?
Pero si hay algo que podría desconcertarnos, inclusive a nosotros, los desconcertantes, es el curioso fenómeno que vivimos en estos días de la mayor crisis, cuando el temporal financiero desencadenado por la entusiasta ineptitud del equipo desgobernante arrasa con nuestra economía.
En el ojo de la tempestad (que jaquea desde los patrimonios hasta los sueldos) hay cierta generalizada serenidad basada exclusivamente en el esperanzado consenso que sabe suscitar el presidente electo. Toda la Argentina parece querer creer que los datos económicos y él cerrado horizonte financiero no son más que una pesadilla. El país parece estar en suspenso, en estado cataléptico, confiando en retomar la marcha antes de que el paro se transforme en verdadera necrosis. Prevalece la esperanza sobre el cálculo de derrota. Y esto podrá ser insensato, pero es vital. Ante los datos de la realidad, proponemos nuestra particular pasión metafísica: queremos ir per saltum al futuro.
Con autoridad y seguridad ‑hasta ahora‑ el presidente electo logra reunir a vencedores y vencidos desprendiéndose de esas hipotecas ideológico‑sentimentales que nuestros políticos suelen tomar del pasado para vengarse en el presente. Se muestra capaz para acercar sectores tradicionalmente opuestos en torno de objetivos básicos, más que nacionales, subsistenciales. Sabe conjugar sus líneas doctrinarias con la táctica móvil que requiere tan dura circunstancia.
Lo cierto es que nos sorprendió a todos los argentinos (incluidos muchos de su partido) con unas jugadas tan inesperadas y creativas como las que efectuó De Gaulle cuando sepultó la ideología cavernaria de los generales golpistas de Argelia que lo habían llevado al poder o cuando Mitterrand y Felipe González siguieron pasos similares a los ejecutados por el Partido Socialista alemán en el famoso congreso de Bad Godesberg, en que supo deponer para siempre su nostálgico residuo menchevique.
En medio de la mala noche no podemos dejar de agradecer una luz tan positiva. Imaginemos si en esta anarquía e hiperinflación hubiese triunfado un peronismo con los rencores ideológicos del ’73, dominado por un sindicalismo que no sabía ser ni pragmático ni revolucionario, ni cómplice ni enemigo final del sistema.
Pensemos cuál sería nuestro estado de ánimo si con la crisis militar existente en vez de estar concentrados en torno de un poder sólidamente mayoritario estuviésemos asistiendo a sórdidas intrigas de colegio electoral, probablemente en manos de esos jóvenes turcos de ambos partidos nacionales, arrogantes intelectuales (sin obra conocida) que se disponían a la eternidad del puesto público bajo la cobertura democrática.
La amoralidad anárquica
Nos corresponde a la ciudadanía responder con total espíritu de participación a la apertura del nuevo gobierno.
No será fácil, puesto que nos hemos acostumbrado a vivir y a sobrevivir en la anarquía y en cierta amoralidad generalizada que fue creando sus propias leyes. Frente a ese Estado agresor (por vía del autoritarismo inconstitucional o por causa de la inoperante xiristocracia), la Argentina productiva se fue defendiendo como pudo de los mazazos de ese Leviatán en alpargatas. Había que refugiarse en los privilegios o evadiendo contribuciones y castigos. Nos creamos explicaciones para no pagar impuestos o esconder las ganancias ante ese monstruo voraz. Muchos tenían tres puestos para sobrevivir, malversando el tiempo que correspondía honestamente a cada empleo. El obrero buscaba changas. Sin hablar de la delincuencia común, desde la patota suburbana hasta el funcionario venal.
Empezamos a habitar una moral de manga ancha: ni la usura ni operar sobre la base de una moneda extranjera nos parecieron ya hechos dignos de estudiar desde una óptica moral. La moral del trabajo, del ahorro, de la investigación, de la producción, empezaron a parecernos una cualidad obsoleta.
Muchos aprendieron a vivir en las leyes de la anarquía. Somos una comunidad malcriada. Algunos gozan de libertades salvajes y armaron una calidad de vida placentera aunque, egoísta. Deberían saber que en Alemania, Suiza o Canadá, países que declaran admirar cuando son sometidos a encuestas, no se puede estacionar el auto en cualquier parte, ni irse de vacaciones sin avisar, ni vender la cosecha en negro sin verse sometido a un juicio inquisitorial.
(Cuando volvía a Buenos Aires me arriesgué a decirle a un taxista, quien me hablaba del desorden nacional y que estaba pasando el semáforo con luz colorada, que en Alemania a un amigo mío, que había hecho algo parecido, no sólo le cobraron una fuerte multa, sino que lo citó el juez por «haber puesto en peligro la vida ajena», ya que a lo lejos venía un camión. Le dije al taxista que eso allá podía ser considerado casi como un intento de homicidio si había pasado la luz conscientemente. El hombre me tomó por un maniático, por un terrorista de código.)
La noción de ley
Nuestra mayor y más inmediata revolución será acatar la noción de ley. Tendremos que pasar de la vida «en negro» a una especie de blanqueo general. El motor de esta mutación deberá ser el retorno a la eficacia de un poder judicial que habita en el limbo: es obsoleto, mecanográfico, antieconómico. De modo que ser deudor, evasor fiscal o delincuente de guante blanco todavía paga en la Argentina. En el laberinto increíble de nuestro papeleo judicial la impunidad triunfa sobre el castigo. Para colmo, se confundió democracia con incapacidad de represión, de modo que hasta la calle y la noche (grandes valores de nuestra calidad de vida) se tornaron peligrosas. La droga y la inseguridad amenazan la necesaria libertad de los jóvenes.
Nunca comprendimos que la vigencia de la ley forma parte orgánica de la vida comunitaria y de la realidad del aparato económico. (Un cobro de cheque que en Europa se soluciona en horas, en Argentina se torna pasto del bizantinismo jurídico. De modo que ya no existe el cheque como forma de pago.)
Entre el autoritarismo y el desbarajuste hemos inventado una curiosísima forma de vida que ya -en la realidad del colapso económico‑ no puede continuar sin cambios sustanciales.
El gobierno entrante nos invita con su impulso bienintencionado. Pero democracia es protagonismo de participación. De nuestra parte corresponde despedirnos de las delicias de la anarquía, cuya contracara es la angustia de la inmensa mayoría y nuestro fracaso como país que es el antípoda más que geográfico del Japón, porque teniéndolo todo estamos en el borde de la nada, mientras que ellos desde la nada tienen casi todo.
Si realmente admiramos el desarrollo y el progreso, éste y no otro es el momento histórico para pasar del caos al cosmos.