La Nación, 21/12/2004
«…El general Belgrano arengó al pueblo con mucha vehemencia prometiéndole el establecimiento de un gran imperio en la América meridional…»
(Tucumán 25 de julio de 1816)
EL 9 de diciembre de 2004. Una fecha que podría ser histórica si los argentinos y los latinoamericanos pudiésemos tener la fuerza, el coraje y la persistencia para salir del margen de la historia y asumir el destino que nos señala la evidencia de nuestro factor cultural.
Después de muchos desengaños, dependencias y sueños declarativos alcanzamos la posibilidad de darnos este paso esencial y fundador: la Unión Sudamericana, epicentro político que, con el tiempo, determinará la consolidación de todos los pueblos latinoamericanos. Escribía Spengler en 1920 que el destino de toda cultura son formas de civilización creativas y originales. Hasta ahora nuestra cultura iberoamericana no se concretó en una política y en una economía adecuada a nuestra idiosincrasia, a nuestra particular calidad de vida y a nuestra espiritualidad. Hemos sido necesariamente imitadores.
El mundo entró en un ciclo imperial. Es tiempo de imperios. Las naciones deben crear integraciones culturales o regionales o inclinarse ante las superpotencias: los anglosajones, Europa, la Rusia euroasiática, China, Japón, India, el poder islámico. América latina tiene que definirse en su imperio cultural de cuatrocientos millones de personas o conformarse a un trágico destino de postergación, como pasa con Africa negra.
Algunos pensadores, como Baudrillard, sospechan que los latinoamericanos en realidad no queremos nacer y que «nos gustaría seguir en el marsupio colonial cien años más».
Para la nueva instancia imperial a la cual el mundo nos obliga, con la Unión Sudamericana estamos definiendo políticamente lo que todavía no logramos plasmar en el plano económico del Mercosur y de la Comunidad Andina. La crisis acosa. La violencia financiera y las políticas crudamente militares nos obligan a un pensamiento y a una conducta estratégica comprometida. La Argentina moderna, por ejemplo, surgió como reacción ante la crisis. También puede impulsarnos: tal fue el caso en 1890, y el surgimiento, justamente, de la «generación del 90». Hay crisis que propician el nacimiento o el renacimiento. Antes de ese proceso fundacional del fin del siglo XIX, la crisis anárquica, a partir de 1820, propició la lenta unión de los Estados provinciales, con el resultado final de la Organización Nacional.
La desmoralizada Argentina de hoy, en quiebra, con una política de patio, inerme, sin Estado conductor ni poder disciplinario, con una democracia pervertida que sólo garantiza el poder de los capitanejos, en una anarquía triste que nos descuelga de nuestra cultura tradicional de la educación y de la justicia, tiene, sin embargo, la posibilidad de alcanzar su ineludible reorganización en la Gran Política de la construcción de la patria grande continental, en la Unión Sudamericana. Solamente en esa nueva realidad de poder, la Argentina podrá reencontrar el respeto y la voz perdida en la esfera mundial.
Por eso, el 9 de diciembre de 2004 puede ser un día histórico, pese a nuestra falta de aventura y de misticismo patrio y americanista.
(Tal vez el Presidente lamente su ausencia, como aquel diputado Corro, que se perdió el 9 de Julio de 1816 y la firma del acta de la Independencia, alegando «ausencia con aviso» y un paralizante dolor de muelas en la travesía de Santa Fe.)
Poder y autonomía
Brasil, la Argentina y la eventual Unión Latinoamérica se disponen a consolidar con urgencia un poder regional de importancia mundial. Es la primera potencia del hemisferio sur, el hemisferio preservado de la destrucción ecológica y la cuarta región de mayor potencial global. Los primeros proveedores mundiales de alimentos, con expansión y presencialidad bioceánica.
Ante ciertos ejercicios de geopolítica fácil, corresponde decir que esta Unión Sudamericana (o eventualmente latinoamericana) no surge contra Estados Unidos o el ALCA, del mismo modo que Estados Unidos o la Unión Europea no surgieron históricamente para confrontarse, sino para consolidar sus culturas en nuevas formas políticas y civilizatorias.
La Unión Sudamericana es una realidad cultural de Occidente mismo. Como comentara alguna vez el ex presidente Aznar, Occidente no puede interpretarse o estabilizarse excluyendo algún factor de su trípode unificador: la actual proa o motor de poder anglosajón, el centro o matriz cultural europea y nuestra América latina, objetivo y destino esencial de Occidente desde el Descubrimiento y el Renacimiento.
Tendremos la tarea de pensarnos un destino continental revolucionariamente conservador y preservador de valores ecológicos, de una calidad de vida liberada del lastre subculturizador y con el retorno a una relación válida entre hombre y naturaleza.
Detrás del programa político, en esta etapa imperial del mundo, tendremos la oportunidad de lo más difícil: de creer en nuestros valores y de rescatarlos en una espiritualidad. Sin esta dimensión superior, solamente nos quedaría acompañar al escepticismo de Borges cuando citaba «un imperio más, una estupidez más».
Parece increíble en este tiempo argentino de politiqueros escudados en su seudodemocracia amurallada que, de algún modo, el ideario de una política grande y generosa haya madurado desde nuestra caída y haya sido revalorizada, por impulso argentino, como bandera continental. «Allá donde crece el peligro crece lo que salva.» Hölderlin.