Tordesillas fue la Yalta de la grandeza ibérica. Pero la Yalta que podía corresponder a una entente entre pares: sirvió, después de siglos, para consolidar esa unidad cultural que es la base más sólida de la realidad iberoamericana. Incluso las dos lenguas, la española y la portuguesa, se hermanan en ese gran continente cultural.
En efecto conformamos un continente. Somos muchas naciones y muchas razas, incluso somos más que un continente geográfico, pero tenemos un idioma y una cultura‑continente. Tordesillas tuvo mucho que ver con esta realidad.
El idioma español, en extraordinaria expansión, no es para nosotros una mera lengua franca, en el sentido de un útil sistema exterior de comunicación entre extraños. Más allá de esa cualidad comunicativa, el español conlleva una dimensión metafísica, un estilo y tradición espiritual, un discreto sistema de valores que actúan muy indirectamente. Valores y desvalores, si puede decirse, como la gana, la desconfianza de la precisión y cierta proclividad a la metafísica que nos distingue (aristocráticamente) en estos tiempos en que tanto se privilegia lo práctico, o «lo pragmático» como dicen hoy.
En este sentido profundo o espiritualmente unitivo, el español ‑o el hispanoamericano, como se prefiera‑ es el idioma de mayor extensión y vitalidad del mundo.
Sabemos que la lengua inglesa es la más hablada y que se constituyó, sin duda, en la lingua franca de nuestro tiempo. Pero, aunque universalizada, es un puente exterior de entendimiento superficial como el que pueda unir a un tendero de Indonesia que se dirige a su proveedor de Manchester o a un diplomático alemán cuando dialoga con su colega de Washington. Proporcionalmente, es mucho menor el número de gente en lengua inglesa que participa de una misma cosmovisión. Incluso en el caso de un nigeriano o de un hindú, ambos ciudadanos del Commonwealth, el idioma que hablan con un inglés o con un canadiense no conlleva la propia cultura, y menos aún una cosmovisión.
Nuestro idioma casi crea nuestra nacionalidad. Es tan importante el peso de sus valores culturales inmanentes, que se torna tanta o más determinante que la geografía y la etnia (elementos tradicionales para los criterios de nación usados por los politólogos).
Heidegger señaló que «el idioma es la casa del Ser». En el caso del idioma español, pasa a ser nuestra casa común. El gran espacio donde nuestras naciones comparten su destino, incluso pese a una costumbre política que no supo poner en valor esa realidad.
Partiendo de este punto de vista, desde esta visión de idioma-continente, se comprenderá que la literatura pueda adquirir para nosotros una dimensión de importancia política y no precisamente porque pueda contener elementos o tintes políticos de superficie, sino por ese sentido unitivo profundo.
Si esa «casa del ser», esa casa común que habitamos, tiene un guardián, es la literatura. Ella se transforma necesariamente en el espacio ‑el ágora de nuestro encuentro más profundo.
Aunque todavía queramos hablar de literatura latinoamericana, o española, y hasta creemos cátedras diferenciadas, lo importante es que nuestras literaturas están esencialmente unidas y se crearon y crecieron dentro de un permanente ciclo de influencia creativa mutua. Los grandes novelistas latinoamericanos de estos últimos decenios, que constituyen nuestro nuevo Siglo de Oro, partieron de un conocimiento profundo de la literatura clásica española, de la generación del 98 y de los poetas del 27. Borges, García Márquez, Lezama Lima, Carpentier, Sarduy, crean su lenguaje dentro de la gran tradición española.
Carpentier o Borges tienen hoy que ser tan propios para un español como Valle‑Inclán o Unamuno para todos los hispanohablantes. Creo que tiene interés esta digresión porque ya la literatura trasciende en nosotros esa mera dimensión estética. Como se señaló, es el lazo unitivo de un Continente verbal, de una gran unidad cultural.
Hoy el factor cultural ‑subestimado por los politólogos neopositivistas‑ ocupa un lugar central y no adjectivo. Hemos vivido desde el siglo pasado el paroxismo de la política del poder y del voluntarismo político y ahora prevalece una visión limitada ‑y limitadora‑ de un economismo exagerado. Sin embargo, pese a estas acentuaciones o exageraciones, casi en forma secreta, el mundo se organiza en torno a la dinámica de los factores culturales. Los factores raciales, religiosos y las culturas, se definen hoy en grandes espacios.
Sin embargo esta realidad cultural no tiene la debida respuesta en nuestras clases políticas. Seguimos autodescalificándonos: el mundo «serio» es el de los anglosajones o el de la Europa nórdica (que unificó Carlos V, el primer europeísta). La clase política no quiere hacernos ser. Nada les queda dé aquella decisión de los hombres de Tordesillas.
Tienen ante Iberoamérica una actitud vergonzante. Pese a que vivimos en un tiempo de mutación, no se deciden al gran nacimiento que nos corresponde. (Creen todavía más en estas economías, siempre en estado critico, que en el factor cultural en y en nuestra superior calidad de vida.)
En el plano cultural y literario nos pasa algo parecido. Los editores y tantos críticos obedientes a las modas, están recreando la división atlántica, entre la literatura peninsular y la americana. Es un gravísimo error, es una disminución, una automutilación. Negamos nuestra grandeza, la unicidad (como se dijo, Borges es de los españoles tanto como Unamuno es nuestro).
Es tarea de los críticos, de los universitarios y de los mismos escritores revelarse contra esta miopía. Lo cierto es que en cinco años la moda de los liliputienses consiguió que los escritores latinoamericanos volvamos a ser remotos o exóticos en nuestra España. Del mismo modo, con igual reprobable negatividad, los novelistas españoles jóvenes son prácticamente desconocidos en América.
Tanto en la política, como en el plano literario, debemos reconstruir el puente que hizo de la literatura iberoamericana «la aparición cultural más importante del siglo», como afirmó von Weizsácker, el Presidente alemán al hacer el balance de este siglo que concluye.