Diario 16, 09/02/1992
La explosión venezolana, cruenta y tropical, tiene una significación que trasciende la de una fracasada asonada. Es más que un simple episodio local. Nadie se conmovió demasiado por el peligro de la democracia amenazada. El silencio que acompañó la asonada por las calles de la capital, Caracas, fue tan estruendoso como los disparos de ametralladora en la madrugada.
El presidente Carlos Andrés Pérez llegaba a su país desde Davos, en Suiza; el gran foro anual donde se debate «el orden mundial», el económico, sobre todo. Allí, el mandatario venezolano fue felicitado por sus valientes reformas económicas tendientes a sanear la economía de su país y. sus, estructuras para embocar el camino que ya recorren países como México, Argentina, Bolivia o Chile.
Después de una etapa de desastres, Venezuela redujo admirablemente su tasa de inflación, reforzó espectacularmente sus reservas en divisas y alcanzó el récord de un crecimiento del 10 por 100 anual. Un score casi japonés y el mayor registrado el pasado ejerció en Sudamérica.
Pero lo reciben a tiros y el pueblo se indiferencia. Lo primero es una irracionalidad sudamericana, un desesperanzado exabrupto castrense; pero lo segundo es explicable y grave. Es algo equivalente a decir: «Si la democracia y el nuevo orden mundial es esto, que lo defienda el que goza» Esta no participación, esta distancia ante los valores de la democracia y sus políticos se extiende como un fenómeno mundial.
Pasa en España, en México, en la poderosísima Alemania, con tres millones de desocupados; en Estados Unidos, que como España, en su decadencia tiene que endeudarse para pagar el Ejército de sus grandezas, y en los países del Este, donde la democracia se transformó en desorientación y perplejidad: ni siquiera el 50 por 100 de los inscritos en los padrones va a votar. El presidente George Bush se tambalea a pesar de la victoria en la guerra del Golfo y él triunfal desfile de Broadway; es crítica la situación de Francois Mitterrand, la del PSOE, la de la Democracia Cristiana italiana. Alemania vive su crisis social más grave desde la posguerra: la reunificación se transformó en un problema sociocultural que no estaba en el cálculo ni en las estadísticas exitosas.
El hombre siempre está amenazado por un fantasma cómico: la economía del bienestar está jaqueada por un sentimiento de malestar, tanto en los países que la lograron como los subdesarrollados que pretende alcanzarla. Se desea un orden económico internacional tan perfecto y aséptico (y soso) como una cadena de Hiltons; pero la gente lo vive con indiferencia, no cree que algún día vaya a tener una suite en el paraíso.
Con un entusiasmo digno de los más rabiosos marxistas ortodoxos, el liberalismo juega con exclusividad. La carta economicista, seguro de que el bienestar, la cultura o la religión no son más que «superestructuras». El fin justifica los medios. No importa si los jubilados no cobran su retiro, si los estudiantes no pueden estudiar y si la tasa de desocupación deja sin perspectivas de futuro a un joven de cada tres. Los que sufren, como los judíos o los negros o los marroquíes, son siempre «los otros».
Detrás de este malestar universal hay una verdadera crisis del liberalismo, ¿Es liberalismo lo que estamos viviendo? El liberalismo es un humanismo, tal vez el intento más elevado del humanismo: su expresión cabal es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Nació como una política de los enciclopedistas, de Jean Jacques Rousseau, de los constitucionalistas norteamericanos. Aseguró la democracia para la vida y la economía para la vida y la sobrevivencia de todos; del todo el demos.
Hoy, el monstruo del economicismo, que no vacilo en calificar de stalinista, domina a los políticos, transformados en sirvientes vergonzantes de sus propias ideologías y filosofías humanistas que tienen que esconder un elefante en el placard. Son esos políticos de hoy, que sienten vergüenza al afeitarse y ellos bien saben por qué.
El economicismo con sus ciegas leyes de lucro a toda costa, competitividad, crecimiento infinito, terminó por arrollar el humanismo político (el liberalismo orgánico y organizado) y hoy nadie puede frenar el aparato de los intereses que acaban con la selva amazónica a la velocidad de cien especies desaparecidas por día, que contamina los mares, que produce el efecto invernadero y que produce el efecto invernadero y que hasta llega a obligar a que los campesinos españoles tengan que sacrificar 400.000 vacas‑madre, un verdadero genocidio, porque en la Europa comunitaria las vacas son gente de la familia:
El economicismo es ya la enfermedad senil del capitalismo decimonónico y no debe ser confundido con el liberalismo. Es un crecimiento canceroso, prepotente, que produce la máxima de las paradojas: un liberalismo stalinista.
Los políticos arrancaron con la noción de la economía social de mercado y con los años se fueron tragando la palabra social hasta quedar atragantados y terminar como cómplices de una economía asocial de mercado.
Los torpes militares que recibieron a tiros a Carlos Andrés Pérez reflejan una preocupación grave. En su brutalidad, como pasó antes en Argentina, demostraron que ya no es hora para atentar con la mínima posibilidad dé éxito contra la democracia. En esto se demuestra la lozana fuerza del verdadero liberalismo como concepción humanistas universalizada.
Pero al mismo tiempo, la silenciosa indiferencia popular es un signo más de la necesidad de superar esta impasse filosófica que se vive a escala mundial y que se escuda detrás del trasnochado y pasatista concepto de pragmatismo.
Filosóficamente estancos más cerca del siglo XIX que del XXI. Entramos a reculones en un siglo para el cual no tenemos preparado el libreto.
O los políticos logran retomar el comando o repetiremos el grado: tendremos que pasar por todas las barbaries del siglo XX y tendremos que comprar de nuevo los libros de Freud, Marx y Nietzsche para comprender un poco dónde estamos parados.