El Mundo, 24/08/1996
Días de 1951. Fin de colegio y comienzos de universidad. En esos tiempos iluminados uno llegaba al sexo con toda la panoplia de los sueños de Onán. Maravillosa catolicidad, maravilloso fascismo ideológico, que habían acumulado en mi la fuerza de diez burdeles venecianos. Entonces, las palabras pornoshop, píldora o vídeo X, carecían de existencia.
A veces, como en aquél tórrido febrero de carnaval, en Buenos Aires, los cuerpos de los adolescentes se escapaban de las familias, de la moral pública, de la geometría escolar y retornaban al salvajismo primordial de cachorros hambrientos.
Como tenía diecisiete años me tuve que falsificar la cédula de identidad para moverme en la intensa noche de aquél Buenos Aires del primer peronismo. Era como entrar en un delicioso infierno de llamas tibias. Yo era un dandy improvisado e independiente. Usaba un enorme chambergo de paja blanca de Panamá que mi cuñado rico había desechado y que hice remodelar en una sombrerería de la calle Corrientes. Aunque no me gustaba fumar, usaba una larga boquilla de esas que cargaban un cigarrillo entero como filtro.
Al atardecer aparejaba en la casa sola (mis padres pasaban los calores en una quinta de Moreno) y me largaba por Esmeralda o Suipacha hacia el norte. Había mínimos bares con piano donde uno podía encontrar los ídolos que llegaban atraídos por la moneda fuerte. El enorme y genial Bola de Nieve, o Elvira Ríos o Pedro Vargas. Traían el bolero del profundo Caribe. A veces, antes de la cena, su único público eran un par de prostitutas aburridas y el barman. Yo huroneaba buscando el milagro erótico y esquivando la consumición obligatoria.
Después de las primeras derrotas, me gustaba comer el famoso bife con papas fritas souflées o asado en el Central, que quedaba en Suipacha llegando a Lavalle. Luego seguía ya bajando la escala de pretensiones hacia los bailes reos, los salones donde se concentraba el aluvión humano que llegaba del interior e inquietaba la paz burguesa de Buenos Aires.
Buscaba en solitario, la aventura. Rehuía el amor pago. Mis cacerías terminaban en merodeos inútiles por la noche de aquél Buenos Aires increíble. Los más de las veces, salvo el milagro, desembocaba en los vituperados desiertos del rey Onán.
Pero, de cuando en cuando, el milagro.
Así, en aquella noche caliente de Carnaval, llegué al Salón Rioja, en el barrio sur. Desde una felicidad amorosa o sexual extraordinariamente intensa, o desde un gran dolor, la memoria anexa detalles para conformar un escenario tal vez irreal: Creo recordar que en esa noche atronaban las trompetas con ¡Qué rico mambo! del recién desembarcado Perez Prado. Había varios patios sucesivos con orquestas diversas. Predominaba el chamamé sobre el tango. Corría la cerveza negra de la fiesta peronista.
La encontré al borde de una pista. Una figura grácil en la penumbra que olía a tabaco negro. Tenía unos inusuales pantalones de hilo muy apretados. Las piernas, como perversamente entreabiertas, formaban dos inquietantes arcos de trazo largo. García Lorca, en alguno de sus borradores escribió: Un culito como un quesito / Dos tetitas como naranjitas.
Habría llegado como una flor de Irupé, traída por los grandes ríos del litoral, desde Corrientes o Misiones, en la vasta y esperanzada migración justicialista.
Creo que sonaba un tango bronco y que se estiraban los cuatro bandoneones en una queja profunda y sin redención.
? ¿Yo? ¿Bailar? No sé bailar tango… ?Pese a la penumbra noté un raro mohín gracioso en su labio superior que parecía darle asimetría. Una leve entreapertura inquietante.
Como me había tomado dos copas del atroz brandy Sello Rojo, que en esos tiempos de nacionalismo fungía como whisky, me atreví a tomarle la mano y nos sumergimos, intentando girar en la marea. Saber o no saber bailar el tango no tenía relevancia alguna.
Serpentinas de papel, cometas de cartón, confetti, y de vez en cuando el latigazo helado del chorro de éter de los lanza perfumes. Bebí más Sello Rojo y hasta intenté deslizarle unas gotas ardientes por el sector fascinante de sus labios. Se resistía riendo. Se negaba sin querer convencer.
En esa época o no se creía o no contaba el deseo de la mujer; de modo que creí que la seducía exitosamente. Salimos y tomamos un taxi con una facilidad que me hacía creer en el ansiado milagro quebrando tantas noches de fracaso.
Las calles rectas y arboladas de un Buenos Aires con sombras lunares dignas de De Chirico. El taxi trotando sobre el empedrado. Sus muslos turgentes no vibraban, hinchaban con firmeza el pantalón. Creo que cruzamos el Once. Rielaba la luna por el empedrado de la noche. La deliciosa y siempre amenazada tensión del deseo.
Nuestra casa era de dos plantas, en una avenida amplia que en la exaltación de aquella noche me parece más bien una rambla junto a un mar desaparecido. La cabellera de los plátanos dormidos en una frisa de octubre.
Encontramos una oscuridad fresca, con una frescura de persianas cerradas durante días. Un olor de aire retenido. (Nunca olvidaré ese aroma vagamente rancio de familia ausente. Para mí siempre será el perfume de una libertad hecha de soledad, de trasgresión.) Con decisión la alcé. Ella reía o sollozaba. No se podía distinguir la queja de la aceptación. Me guiaba por el resplandor de las luces de la calle. Me pareció que no debía encender las luces. Cruzamos el comedor con su mesa y el trinchante con patas de león y caímos por fin en la cama de mis padres. Yo sabía donde estaban los retratos mirándome con sus ojos inmóviles desde el empapelado en penumbras. Pensé en los trajes y vestidos como inmóviles testigos en la profundidad del armario.
Pese al riesgo y la urgencia del deseo, alzarnos los zapatos y la impulsé a seguirme. Cruzamos el breve patio frente a la cocina y subimos la estrecha escalera hacia el vacío cuarto de servicio, junto al lavadero penumbroso y gris de cemento donde mandaba el azul intenso que se desangraba de la bolsita de añil sobre la tabla de lavar. Había un colchón amplio cubierto con una sobrecama blanca. Allí era la no?casa. Espacio desacralizado, subsistía un toque de colonia barata. En la pared, un ladeado retrato de Zully Moreno pinchado con un alfiler, ídolo de la última mucama.
Cuando terminé de desvestirla, quedó tendida y exhausta por la tradicional lucha. Tenía los párpados cerrados y a contra penumbra seguí la ligera ondulación del labio, como para una queja o una sonrisa. Extendí el dedo y levanté ese sector misterioso de su labio. Y allí empezó todo.
Nos trepamos, nos entrepernamos. Ascendíamos nuevamente para rodar de delicia en delicia envueltos en un mador blasfemo y sagrado. Caí en todos sus valles, conoció todas mis aristas. Alguien nos empujaba. Terminábamos temporalmente deshechos, con los labios tumefactos del torturado que clama por un sorbo de agua. Dos o tres veces fui al piletón y abrí el chorro desparejo esperando la vena de agua fresca que bebí de la canilla salpicándome como al borde de un torrente. Lo que me estaba pasando era completamente diferente de mis experiencias modestamente pagadas. Era un desafío de poder a poder. Un súbito fuego.
Nos fuimos remontando por un camino de sanas intuiciones animales, por una extraña inspiración que debe ser similar a la del místico o la del alto poeta. Anterior a la experiencia. Genes de Adán y Eva perdidos en sangre de siglos. Era el fuego de dos leños que arden apoyados, negando y a la vez ansiando una fusión final, la unificada disolución en el Ser. Avanzamos durante tres noches y dos días por una carrera de provocaciones, como buscando la revelación final o el último abismo. (En la cocina encontré un tesoro de pan duro, frutas ya arrugadas en la heladera, manteca rancia y restos de salame y jamón.) Dormíamos como lagartos heridos y esperábamos pasar el día con sus sonidos y su luz hiriente, detrás de las persianas, como quien espera que pasen los timbrazos de una tía charlatana e inoportuna.
Ya sobre los finales de aquella guerra de imposible asalto al cielo, cuando amanecía, acaricié ese labio siempre desafiantemente levantado. Estaba más rojo, revitalizado por mis besos mordidos. Me explicó que de chica, junto al río Paraná, su hermano mayor la había herido con una pedrada equivocada, destinada a un pájaro.
Eso era todo.
Esa misma noche terminaba el Carnaval. Mi casa volvería a su orden. Nos separamos antes del mediodía, vagamente mareados bajo el sol, como dos marineros recién desembarcados.
Habíamos estado tan lejos de la metafísica que ni siquiera nos preguntamos nuestros nombres.
Su labio ya no tenía misterio.