Revista La Nación, 18/09/2005
Es una ciudad de viejos palacios, carnavales legendarios, cafés atestados y música de agua. El escritor argentino Abel Posse vivió allí y traza en este texto un perfil de este lugar lleno de magia y misterio
Lo primero que vi en la mañana radiante de abril: las cúpulas de La Salute y de San Giorgio sobre el cielo azul perfecto que prenunciaba el verano. Colores girando como en la paleta del Canaletto: rojos virando al rosado y al malva tenue. Livianas nubes entrando desde el Adriático y transformándose en colores del taller de Tiziano. Vistos desde el mar, el Palacio Ducal y Venecia toda se presentaban como un increíble fresco, una obra de arte que nos permitía ingresar a pie por el enigma de sus callejas en laberinto. Calles, callecitas y pasajes donde pululan empleados, estudiantes, jubilados y atónitos turistas. Cafés al paso siempre llenos. Vocerío en un dialecto fortificado por el duro español del siglo XVI. Bandadas de chicos en los campos y campiellos, las misteriosas aperturas en la masa de palacios de mármol. Seguimos al empleado del consulado que nos guiaba por el laberinto fascinante en aquella mañana inolvidable: nos instalaríamos durante seis años.
Muy hacia lo alto, pasando el ángel dorado del Campanile di San Marco, se remontaba la densa bandada de palomas que luego gozaban dejándose caer con las alas abiertas, reflejando brillos de sol, hacia el espacio abierto de la Piazza di San Marco y las filigranas de la catedral.
El palazzo Mangili-Valmarana, donde viviría con mi familia, era un vetusto, noble y decaído edificio de estilo clásico, construido en 1695 por Vicentini y decorado por Selva, los creadores de la malograda La Fenice. Estaba entre Ca’d’Oro, el más perfecto edificio gótico sublime de Venecia, y el puente de Rialto. Olía debidamente a pis de gato y los estucos de seda roja se deshacían como pétalos secos.
Patio con baldosas mohosas, maceteros y macetas con jazmines de China y yuyos de primavera. Alguna albahaca y ruda como mínima huerta de la encargada. Gatos que se deslizaban seguramente estudiando el humor del nuovo console (la relación amigo-enemigo es fundamental para los gatos).
Como a todos los que se instalan en Venecia, en los primeros días se siente un inefable desconcierto y cierta inseguridad. Los sonidos del agua y de las barcas sustituyen el universo sonoro y eficiente del automóvil. Allí había que ser peatón y nauta. Uno piensa que nunca alcanzará a dominar el dédalo de callejas. Lo que está cerca se alarga por causa del laberinto. Lo alejado aparece de repente, a la vuelta de un misterioso atajo. La vaga inquietud de que uno no cambió de ciudad, sino de siglo. Sentir que uno invade campos de una civilización desconocida, conservada a la vuelta del soso tiempo del resto del mundo.
Civilización que surgió de quienes huían en el siglo V de los bárbaros, que se vengaban de la barbarie del Imperio Romano. Atila llegó hasta esas islas, pero prefirió la tierra firme. Los refugiados encontraron la posibilidad de afincarse en esa laguna abierta y protegida del mar. Venecia nació con la voluntad de ser independiente y creó su leyenda en la aventura de la libertad, al margen de las imposiciones de la Iglesia y de reyes y emperadores.
Por la noche, se cuenta el tiempo según el paso de los vaporetti por el Canal Grande. De día, son las campanas cuyas prestigiosas voces los venecianos conocen: La Salute, el Redentor, Sancti Apostoli…
Sobre la laguna
La palabra civilización tiene que ver con civitas, con ciudad, y Venecia se fue transformando en la ciudad por antonomasia. Ciudad flotante, como la llamó el poeta Stefanutti. Sus enormes edificios de mármol se elevan sobre el fango de la laguna. Con troncos imputrescibles de Dalmacia, clavados a pique, crearon los cimientos de una arquitectura enfrentada a los embates del mar (uno de los encantos de Venecia es su eterno peligro de muerte, como las eternas amantes del romanticismo finisecular).
Esos palacios son orgullo de las viejas familias de la nobleza, los Marcello, Grimani, Valmarana, Corner, Loredan, Doria, Foscari, Albrizzi. Aristocracia pobre y orgullosa, íntima e inmemorialmente ligada con Venecia y su pueblo. Juntas transitaron glorias y derrotas. Reciben en sus palacios, en los que siempre habrá un sector alquilado a un melancólico esteta milanés o norteamericano.
Durante mi estada, todavía los Marcello, los Albrizzi y los Foscari recibían con lacayos y gondoleros vestidos con los colores del lejano dux que los afamaba.
Las comidas son siempre venecianas: risotti, sardele in saor, carnes estofadas, polentas, mariscos y pescados del Adriático. Y los buenos vinos del Veneto o del Friuli: merlot, cabernet, sauvignon, tokay. Dolcetto y amarones e invariables espumantes italianos (en cuanto a las arrogancias de la cocina francesa, los nobles italianos saben que es resultado de una exportación de cocineros, con sus salsas piamontesas, en tiempos de Catalina de Médicis…). Ciudad de pocos restaurantes auténticos, siempre amenazados por la proliferación de comederos para turistas al paso (atrocidad de esta decadencia: el turista sustituyó al viajero).
Sin embargo, hay lugares genuinos donde todavía van los venecianos, pese a la invasión de curiosos que les cae desde el siglo XX: las trattorie Madonna y Montin, y el viejo Harry’s Bar. Este se inició como un modesto bar, famoso por dos o tres platos y por el dry-gin, preparado con especial arte. Justamente en el Harry’s Bar, en tiempos del padre del actual propietario, Arrigo Cipriani, el ruidoso Hemingway tuvo un traspié por causa de su reconocida falta de tacto. Se movía en Venecia como oficial de la Liberación, en esos días de posguerra cuando hasta los ricos dependían de la libreta de racionamiento.
Queriendo intimar con una condesa veneciana, que solía tomar su dry-gin en el Harry’s Bar con una tartina de caviar, no tuvo mejor idea que dejarle en el mostrador, a su nombre, una lata de un kilo de caviar fresco con su tarjeta. La condesa, inmutable, llamó al signore Cipriani, el propietario del bar, y le dijo: «Estimado Cipriani, ¿a cuánto está el kilo de caviar?», y Cipriani: «Unas 60.000 liras». «Bien –dijo la condesa–, téngase usted esta lata y descuéntemela de mis consumiciones. Más allá de los 100 gramos, el caviar no es caviar.»
A los venecianos no les gustan la polémica ni las discusiones que distancian, ni aquellos que abusan de su fama y se creen centro de las reuniones. Cuando Moravia se instaló en Venecia por un tiempo (los terroristas habían puesto una bomba en su casa de Roma), fue invitado a muchas casas venecianas, pero su arrogancia y su agresiva vanidad hicieron que no se le reiteraran las invitaciones. En Venecia, nadie es tan popular ni tan famoso como para poder imponer la insolencia o la mala educación.
Pero Venecia tiene sus amigos profundos e invariables. Verdaderos adeptos de la ciudad. Se puede decir que hay un club secreto, internacional, de venecianos adoptivos pero de alma, que continúan la tradición de Byron, Musset, Nietzsche, Wagner, Henry James, Mann, Stravinski, Ezra Pound.
Es gente que retorna cada uno o dos años y ya es parroquiano, conoce sus trattorie, a algunas personas, y es cazador infatigable de nuevos rincones. Los argentinos no son muchos: nombro, entre otros, a la familia Aldao, que tiene casa en el Lido y cuyo descendiente Martín Aldao escribió páginas memorables; Manuel Mujica Lainez, asiduo visitante y eterno candidato al puesto de cónsul argentino en Venecia, que escribió muchos pasajes con escenario veneciano. El psicoanalista Salomón Resnik, el pintor Rómulo Macció…
Durante mi estada, el palazzo Mangili-Valmarana se vio prestigiado por la visita de muchos amigos escritores: Antonio Requeni, Villordo, Sabato (con quien visitamos la tumba de Stravinski), Manuel Scorza, Borges y María Kodama, Carpentier, Juan Rulfo, Carlos Barral. El más veneciano fue Mujica Lainez, que supo agotar todos los goces de Venecia.
En cuanto a Borges y Carpentier, merecen capítulo aparte. Con Borges y Kodama hicimos un disparatado viaje en góndola, interrumpido por una tormenta de verano que aguantamos bajo un puente de piedra. ¿Cómo desembarcar a Borges de una góndola ante el desnivel del muelle? El mayordomo del consulado, el forzudo Amedeo, no vaciló: alzó en vilo al maestro y saltó con él a tierra.
Durante los siglos XVII y XVIII, Venecia fue la ciudad liberal por excelencia. Coincidían la máxima libertad sexual con las imprentas menos censuradas: los astrólogos, los magos, los cabalistas judíos, podían publicar lo que se prohibía en casi todas partes. No se preocupaban en distinguir entre libertad y libertinaje. Venecia tenía el puesto que después ocuparían Viena y París.
Es sabido que el carnaval veneciano duraba seis meses, hecho único en Europa. Durante ese tiempo, quien lo deseara podía esfumarse detrás de máscaras y disfraces. Los cronistas afirman que hasta las monjas y los clérigos lo hacían para aliviarse del rigor conventual. Se usaban antifaces y mascarillas de yeso o de raso que ocupaban media cara. Generalmente iguales, ya que el objetivo no era la diversión, sino el ocultamiento. Durante ese semestre festivo las tareas continuaban rigurosamente y el Arsenale, destinado a la construcción de barcos, trabajaba día y noche, llegando a producir en los tiempos de Lepanto una nave por día.
Libre y discreta
Viajeros de toda Europa llegaban huyendo de la moral pública y los convencionalismos. No faltaban altos dignatarios y hasta reyes. Enrique III de Francia tenía veinte años cuando fue recibido con increíble fasto.
Aparte de las máscaras que la gente dejaba al mayordomo al entrar en una casa, junto con los guantes y el sombrero, otro importante recurso de elusión eran los cristales soplados en puertas y ventanas. Daban una imagen esfumada, apenas una silueta, que siempre variaba con el movimiento. Uno no puede saber con seguridad si el que entró en la casa de enfrente es Juan o Pedro, el obispo adjunto o Cornelia Griffa, la cortesana.
Las estaciones vivaldianas están profundamente ligadas con la realidad de Venecia. Breves son la primavera y el otoño, grande la oposición entre el verano tropical y el invierno casi nórdico y brumoso, hamletiano. El verano, tiempo de invasión, significa para Venecia el paso de unos cinco millones de turistas que intentarán violar su secreto, la mansa seguridad y la altivez de su belleza.
Es un tiempo en el que el idioma de la ciudad quedará sepultado por una parla babélica. Las mesas de los cafés Florian y Quadri, avanzando en el espacio increíble de esa Piazza di San Marco, de la cual Napoleón dijo que era «la única sala que merecería tener el cielo estrellado como techo». Músicas amables. Noches de excursiones en góndola por los canales (noche para amantes e incentivo hasta para maridos). Fiesta playera en el Lido, el balneario más refinado de Europa, con su Hotel Excelsior y el antiguo Les Bains proporcionando los últimos reflejos de sosiego y elegancia de la proustiana belle époque.
Los venecianos (yo ya me consideraba uno de ellos después de los primeros años) debíamos forcejear en los vaporetti que nos llevaban al Lido por las tardes a lo largo del Gran Canal, cruzando el maravilloso fondeadero entre el Palacio Ducal y la Giudecca. Atardeceres largos, casi hiperbóreos, con el bullicio alegre de las trattorie al aire libre, donde se demora la conversación con los amigos.
Y cuando invierno, Venecia recupera su silencio en el callado trabajo de su pueblo profundo y enraizado en la gran historia. Ya en octubre se levantan las nieblas que velan la catedral de San Marcos y los hercúleos titanes de la Torre d’Orologio. A las siete de la tarde, las callejas húmedas están tan solitarias como las de una aldea sueca; los bares, salvo excepciones, cierran a las diez, y cuando uno vuelve al calor de su casa se oyen los propios pasos retumbando fantasmalmente contra los muros cariados por el tiempo.
Venecia vuelve al poder de su misterio. Vuelve a ser el león solitario de su insignia. Enfrentada al mar, velada en su bruma, parece flotar en una deriva de eternidad como una siempre rescatada Venus, salvada de las aguas por amor a su belleza.
Viví en Venecia los mejores seis años de mi vida. La recuerdo como al león altivo y solitario de su insignia. Enfrentada a la eterna amenaza del mar, velada en su bruma invernal. Indemne ante las injurias de la historia y del masivo turismo en zapatillas que pasa por sus zócalos sin herirla… y casi sin verla.